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LOS PADRES

Mikel Lasa, en realidad Fernández Lasa, era un hombre hecho a sí mismo. Nació de una familia de la parte vieja de San Sebastián.

Su padre, Ángel, nació en Zamora. Con catorce años, siendo aprendiz de herrero, se dio cuenta de que allí no tenía futuro. Se enteró de que necesitaban aprendices de forja en una empresa de Guipúzcoa y decidió probar fortuna. Viajó a San Sebastián con un billete de tercera y un precontrato de la empresa. Cuando llegó, antes de ir a tomar posesión de su puesto de trabajo, fue al Paseo Nuevo y se dedicó a ver el mar durante dos días enteros. No había visto el mar ni en fotografías.

Su madre había nacido en Ormaíztegui, en una casa cercana a la casa natal de Zumalacárregui, el general carlista venerado aún por los nacionalistas vascos. Cuando se conocieron, se enamoraron enseguida. En aquella época no había posibilidad de noviazgos largos en las clases populares. Vivieron con penurias, pero consiguieron sacar adelante a sus tres hijos. Su padre era una persona inquieta. Vivió la contienda sin grandes problemas. No era sospechoso de pertenecer a ningún sindicato. Trabajaba de sol a sol , amaba su trabajo. Compartían la casa con la madre y una hermana de ella, que se había quedado soltera. En la parte vieja de San Sebastián, donde vivían, no se consideraba ni le consideraban un tipo raro. Simplemente, era castellano, “belarrimotxa”, que quiere decir “orejas pequeñas”, pero tenía los mismos problemas y las mismas preocupaciones. La gente compartía sus miserias de una manera espontánea. Los miércoles por la mañana llamaba un pobre a su puerta. Era su pobre, siempre el mismo, y su presencia era algo habitual, cotidiano. Un día, la vecina de arriba le dijo al pobre que no le podía dar nada, que no sabía qué podría dar de comer a su familia. Entonces, el pobre, sin decir nada, abrió un capazo en el que llevaba sus magros enseres y sacó una patata: —“tome, señora, algo harán con esto. Y yo hoy por hoy me las puedo apañar”— Así se funcionaba en aquella sociedad dejada de la mano de Dios.

Mikel vivió la guerra entre los doce y los catorce años. Estudió en la escuela primaria y luego estudió comercio. Comenzó con diversas representaciones de empresas, fundamentalmente de Madrid, pero pronto descubrió los beneficios del estraperlo. Compraba y vendía todos los productos de primera necesidad que podía conseguir en el mercado negro, con cierta complicidad de las autoridades, que se llevaban una buena parte. Con esto pudo hacerse con un modesto capital, que invirtió en comprar una nave destartalada en Morlans, un barrio de San Sebastián, en la que levantó una empresa. Fabricaban manillas de metal y todo tipo de aditamentos para coches, puertas, ventanas, etcétera. Aunque no eran los mejores tiempos, Mikel no quería seguir con el estraperlo, no le veía futuro, según iba avanzando una economía menos rígida. La empresa iba bien, la plantilla fue aumentando, llegando a los seis operarios y un administrativo. Esto dio a su familia una estabilidad económica que le permitió comprar un piso de protección oficial en el barrio de Amara Nuevo y mandar a su único hijo, Pedro, a estudiar medicina a Valladolid.

En cuanto a su madre, Maite Lecuona, venía de una familia de Vera de Bidasoa, descendientes de contrabandistas del rio, que vivían a caballo entre España y Francia, trapicheando con todo lo que se podía. Nacionalistas de nacimiento, consideraban a España como a La Guardia Civil, los que robaban el pan de los hijos de Euskadi. De familia pudiente, contribuyó junto con el capital acumulado por su marido a dar a su único hijo una educación como dios manda. El padre de ella se había librado de la guerra pasando a San Juan de Luz cuando los nacionalistas decidieron abandonar la lucha y dejar a los socialistas y anarquistas vendidos a las tropas de Franco. Por lo menos, eso era lo que siempre decía a quien quisiera oírle. Al cabo de un tiempo, volvió, sin ninguna cuenta pendiente, con su mujer y sus hijas. Su único acto de rebeldía era pasar todos los días a Francia a comprar la prensa libre, como él llamaba a la prensa francesa.

Pedro vivió en un mundo distinto al de los padres. Los jóvenes de su edad recibían la influencia de la Europa mas avanzada, lo que hacía más insoportable la opresión del régimen, de la iglesia y de una moral opresiva que procuraba que todo lo maravilloso de la vida fuera delito o pecado. Al mismo tiempo, la infravaloración de lo vasco por parte del régimen hacía que se produjera una mitificación. Ambas cosas se unían para que lo más inquieto de la juventud vasca interiorizara algo tan contradictorio como el nacionalismo y el socialismo.

Pedro era un amante del montañismo, y, junto a sus amigos, no pasaba ni un solo fin de semana en que no fueran al monte, al Adarra, al Txindoki, a pasar el día o, con una pequeña tienda de campaña que habían comprado, pasar una o dos noches. Muchas veces llevaban una ikurriña, que anudaban entre dos árboles y se alejaban corriendo.

Ingresó en LCR en Valladolid, el primer año de carrera, animado por su amigo Ander, compañero de excursiones y de más cosas. Juntos habían conocido el sexo, y también el miedo. El rencor, la esperanza de un mundo mejor, más libre.

Mikel no entendía nada. Era su hijo, su único hijo. La ilusión de su vida. Le contaban una historia de opereta barata. Que si era comunista, que si había sido hallado en posición indecorosa, muerto de un golpe en un basurero.

Su mujer, imbuida de un nacionalismo elemental, rupestre, solo sabía echar la culpa a la situación política, a la policía, al ansia por matar de los poderes del estado, que se habían concentrado en su hijo. Ella, ni tan siquiera creía que su hijo estuviera en un grupo comunista. Su mundo era el mundo romántico de “Amaya o los vascos en el siglo VIII”. Mikel se veía obligado a reclamar justicia en un mundo que no era justo por su propia naturaleza.

Poder y destino

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