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Capítulo tres

Octubre de 1930 Sara

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Al acabar la última clase del día, Sara Weitz salió corriendo a comer con su hermana y su hermano Natan para celebrar el ascenso de este a director adjunto del Berliner Tageblatt. Echó un vistazo a su reloj y decidió ir andando desde la Universidad de Berlín al Palast-Café en vez de coger el metro. ¿Para qué descender a la asfixiante oscuridad subterránea en un día de otoño tan hermoso, pudiendo disfrutar de la refrescante brisa que soplaba en las calles y del sol que brillaba a raudales en el inmaculado cielo azul? Antes de que se diera cuenta, ya estarían en invierno.

Desde el campus se dirigió hacia el oeste por Unter den Linden con la pesada mochila, llena de libros y papeles, al hombro. Ya en los primeros días del curso, la asignatura de Literatura Americana se había convertido en su favorita, y frau Harnack, que la impartía, en su profesora favorita. Al igual que Sara, frau Harnack era una recién llegada a la universidad, una alumna de posgrado de Literatura Americana que hacía poco se había pasado a la Universidad de Berlín. Al principio, Sara y sus compañeros no habían sabido exactamente qué pensar de aquella profesora vivaz y afectuosa, que trataba a sus alumnos como iguales y a veces se ponía a cantar para aclarar una cuestión literaria concreta, pero frau Harnack no tardó en ganárselos con su bondad y su sincero interés por el bienestar de todos ellos. Sus historias sobre la vida en Estados Unidos arrojaban una luz tan clara sobre los textos que analizaban en clase que últimamente Sara había empezado a pensar que quizá debería hacer el doctorado en Estados Unidos después de licenciarse.

Movió la cabeza para sacudirse la ensoñación. Con los tiempos tan inciertos que corrían, era tentador perderse en ingenuas fantasías. El trabajo de su padre, gerente del banco Jacquier & Securius, era seguro, la carrera profesional de Natan iba viento en popa y su hermana Amalie estaba felizmente casada con un rico barón, de manera que la familia no tenía que luchar para salir adelante, a diferencia de tantísimas personas desafortunadas. Pero aun así no podían cerrar los ojos ante la agitación política que merodeaba por los aledaños de su acogedor hogar en el Grunewald. Intentaban no prestar atención al auge del antisemitismo en Alemania, ocultando sus temores y viviendo vidas ejemplares para no provocar el rencor y el miedo de sus vecinos cristianos. Hasta ahora, había bastado con esto para protegerse en una ciudad moderna y cosmopolita como Berlín. Los ancianos del consejo judío les aseguraban que esta vez también bastaría.

Sara atajó por el Tiergarten para evitar el edificio del Reichstag y la multitud que se habría reunido para asistir a su apertura esa misma tarde. Los resultados de las elecciones del 14 de septiembre habían dejado anonadados a todos, salvo, tal vez, al líder del Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei, un austriaco llamado Adolf Hitler. Aunque los nacionalsocialistas llevaban años existiendo como un partido marginal, esta vez habían obtenido seis millones y medio de votos y su representación parlamentaria había aumentado de doce escaños a ciento siete.

—¿Por qué iba a votar nadie al partido de Adolf Hitler? —se había preguntado en voz alta la madre de Sara, espantada, una vez que se dieron a conocer los resultados—. ¡Si cumplió nueve meses de condena en la cárcel por traición!

—La gente lo está pasando mal —respondió Sara pensando en sus compañeros de estudios, en sus rostros cansados, su ropa raída, sus desalentadoras perspectivas, su ira, su desesperanza—. No encuentran trabajo y tienen miedo de lo que pueda deparar el futuro.

—Y de repente, ¡zas! Aparece este hombre gritón y malhumorado —dijo Natan— prometiendo que los devolverá a una mítica edad de oro de prosperidad, jurando castigar a los enemigos de Alemania por los agravios infligidos. Algunas personas son sensibles a esto… Mejor dicho, muchísimas personas.

A medida que se iba acercando al Palast-Café, Sara pensó que quizá habría sido más apropiado celebrar el ascenso de Natan con un pícnic en el Tiergarten, cerca del edificio del Reichstag. Seguro que su hermano habría preferido mordisquear un sándwich mientras calibraba el tamaño y los ánimos del gentío que aguardaba la llegada de los nuevos diputados.

Vio a Amalie enfrente del Palast-Café y cruzó la calle corriendo. Aunque solo habían pasado unos días desde la última vez que había visto a su hermana, durante el sabbat en casa de sus padres, Amalie la saludó con un cálido abrazo como si llevaran semanas sin verse.

Amalie era de una belleza que cortaba la respiración; esbelta y alta, con ojos oscuros y expresivos y cabello ébano que brillaba como la seda tanto si le caía en cascada por la espalda como si se lo recogía en un moño descuidadamente elegante, como en esta ocasión. Algunas almas generosas decían que Sara se le parecía, pero ella tenía sus dudas, y no solo porque era varios centímetros más baja, tenía el pelo de un moreno más claro y sus ojos eran color avellana. Amelie era la belleza de la familia, y todos lo sabían.

Las manos de Amalie eran suaves, sus dedos largos y elegantes, y hasta cuando descansaban sobre su regazo parecían estar listos para moverse al son de una música que solo ella oía. Era una pianista de gran talento, pero unos años antes había renunciado al circuito concertístico profesional para entregarse al matrimonio y a la maternidad. Apenas tocaba ya en público, limitándose a unos cuantos conciertos benéficos al año y a tocar de manera informal en las numerosas fiestas que daban en su lujosa casa de Tiergartenstrasse o en la finca ancestral de su marido en Minden-Lübbecke. Su marido, el barón Wilhelm von Riechmann, era un oficial de la Reichswehr, las fuerzas armadas alemanas, tan apuesto como hermosa era ella. Sus hijas, una de tres años y otra de diez meses, tenían el cabello oscuro y la hermosura de la madre y la alegre vitalidad del padre.

Sara jamás había visto una pareja tan unida ni tan bien avenida, y eso a pesar de la diferencia de religión. A veces se decía que ojalá Dieter la mirase a ella de la misma manera que miraba Wilhelm a Amalie, pero sabía que no estaba siendo justa. Dieter y ella apenas llevaban juntos unos meses, y seguro que el amor verdadero necesitaba más tiempo para echar raíces profundas y florecer.

A diferencia de Wilhelm, Dieter no se había criado rodeado de lujos y comodidades. Después de que su padre muriera en una trinchera cenagosa durante la Gran Guerra, su madre le había criado con el sueldo que ganaba como empleada doméstica. Dieter se había puesto a trabajar en una tienda de alfombras con tan solo doce años, y, mal que bien, había seguido estudiando por su cuenta con libros prestados. Con el tiempo, uno de los proveedores de la tienda, un próspero importador, había reconocido su talento latente y le había contratado de aprendiz. Desde entonces, Dieter había ido ascendiendo a un ritmo constante en el negocio, decidido a llegar a ser socio en el futuro. Era pragmático y sensato, y a Sara le expresaba su cariño trayéndole de sus viajes de negocios libros estadounidenses e ingleses y animándola a seguir estudiando, aunque la educación de Sara ya superaba con creces a la suya. A diferencia de muchos hombres que conocía, Dieter no necesitaba que se mostrase indefensa e ignorante para sentirse fuerte y sabio.

—Supongo que podríamos haber elegido un día mejor para celebrar el ascenso de Natan —dijo Amalie con aire pensativo cuando llevaban un rato charlando y su hermano aún no había llegado.

—Seguro que mientras tú y yo estamos aquí hablando él está en el Reichstag, acorralando a los diputados y presionándolos para que le concedan entrevistas.

—Pero ahora es uno de los directores. ¿No debería asignarle esta tarea a un reportero?

Sara se rio.

—¿Tú te imaginas a Natan renunciando a buscar un titular emocionante mientras se queda tranquilamente sentado en su despacho organizando cosas?

Esperaron un rato más, bromeando acerca de cómo iban a castigar a Natan por su retraso cuando llegase, pero al final el hambre las hizo entrar en el café.

—¿Quieres que hablemos de política? —dijo Amalie en tono de guasa mientras las acompañaban a sentarse a una mesita redonda cubierta por un mantel de damasco blanco.

—No, por favor, cualquier cosa menos eso. —Sara bajó la voz y miró en derredor, conteniendo una sonrisa—. No me gustaría armar un escándalo; lo mismo no nos dejan volver. ¿Qué tal están mis preciosas sobrinitas?

Con el rostro resplandeciente, Amalie describió las monerías más recientes de sus hijas, desde los primeros pasos de la pequeña a las divertidas observaciones y expresiones de su hermana mayor. La conversación pasaba de cuestiones familiares a los estudios de Sara y de nuevo a las niñas y, a veces, como cuando el camarero les tomó nota y cuando les trajo la sabrosa sopa y los delicados sándwiches, se interrumpían preguntándose en voz alta qué estaría haciendo Natan.

Después de comer, las hermanas decidieron dar un paseo por el Tiergarten, pero justo cuando acababan de ponerse los abrigos y se estaban dirigiendo a la puerta, el estrépito de unos cristales rompiéndose las sobresaltó.

—¡Sara! —gritó Amalie, apartando a su hermana en el mismo instante en que un segundo ladrillo atravesaba lo que quedaba del ventanal de la fachada.

—Heil Hitler! —chilló un hombre en la calle. Se oyeron pisotones de botas en la acera y voces coreando el grito.

La puerta se abrió y entró corriendo una pareja, sin aliento y con los ojos como platos.

—No salgan —avisó el hombre con voz temblorosa, haciendo pasar más adentro a su acompañante—. Hay disturbios entre el Reichstag y Potsdamer Platz y a saber dónde más.

Con el corazón latiéndole a mil por hora, Sara se acercó a hurtadillas al ventanal roto, sorteando con cuidado los añicos y pegándose a la pared. Por el marco del ventanal vio una multitud de hombres —decenas, centenares de hombres— que bajaban con paso firme por la calle, rompiendo escaparates y gritando: «Heil Hitler! Deutschland erwache! Juda verrecke!». Un hombre se detuvo y levantó el brazo, empuñando un objeto que brillaba a la luz del sol. Salió una bocanada de humo, y Sara se estremeció al oír un disparo mientras algunos de los presentes chillaban. Hubo más tiros en respuesta; algunos lejanos, otros aterradoramente cercanos.

—Madam, por favor, apártese de la ventana —dijo un hombre. Sara volvió la cabeza y vio al maître gesticulando a los clientes para que se fueran al fondo del café.

Sara obedeció y, al volver, su hermana la agarró del brazo.

—Tengo que irme a casa —dijo; al otro lado de la ventana, el griterío y el ruido de cristales iban en aumento—. Sylvie y Leah…

—Dentro de casa estarán a salvo.

Amalie negó con la cabeza, frenética.

—La niñera siempre las saca a jugar al parque a estas horas.

A Sara se le encogió el corazón.

—Vale. —Echó un vistazo por la ventana, suficiente para ver que los disturbios se estaban intensificando—. Venga, las dos muy pegaditas y sin levantar la cabeza.

—¡Señoras, por favor, no salgan! —gritó un camarero al ver que Sara entreabría la puerta y se asomaba. Por todas partes había hombres, algunos trajeados y otros con ropa de trabajo, marchando, gritando y rompiendo ventanas, los ojos iluminados por un extraño y fiero resplandor. También vio gente —hombres y mujeres, algunos con niños cogidos de la mano— huyendo de ellos. Un sonido de veloces cascos de caballos anunció la llegada de la policía prusiana, pero sus intentos de dispersar a la turba con porras de goma solo consiguieron aumentar el delirio.

Hubo un momento de calma en medio del caos y Sara cogió a Amalie de la mano y la sacó fuera, corriendo por instinto en sentido perpendicular a la trayectoria de la multitud, a pesar de que era la dirección contraria a su casa. Tirando de Amalie, bajó corriendo por un callejón tranquilo, dobló una esquina y llegó a un ancho bulevar en el que había gente corriendo en la misma dirección, hombres con maletines, mujeres acelerando el paso a trompicones con sus zapatos de tacón y con el bolso pegado al cuerpo. Otros, sobre todo hombres más jóvenes, sonreían con entusiasmo mientras corrían a ver la refriega o a sumarse a ella.

Pasó un taxi a toda velocidad. Sara lo llamó desesperadamente, pero el conductor no paró a pesar de que no llevaba pasajeros.

—Seguro que frau Gruen ya se ha llevado a las niñas a casa —le dijo a Amalie para tranquilizarla, mirando la calle de arriba abajo por si venía otro taxi—. Seguro que están sanas y salvas.

De repente, un joven de cara colorada dobló corriendo una esquina y a punto estuvo de chocarse con ellas.

—Heil Hitler! —gritó, su cara a pocos centímetros de la de Amalie. Alzó un brazo y con la mano abierta saludó tan bruscamente que Sara sintió el golpe de aire provocado por el movimiento—. Juda verrecke!

Amalie respiró con dificultad, llevándose la mano a la garganta, pero Sara la apartó y el hombre salió disparado.

Se acercó otro taxi; Sara soltó la mano de su hermana, se llevó dos dedos a la boca y dio un silbido largo y estridente, tal y como le había enseñado Natan. El conductor dio un frenazo, y sin darle tiempo a que la razón venciera al instinto Sara abrió la puerta, metió a Amalie de un empujón y subió atropelladamente tras ella. Le dio la dirección de Amalie, añadiendo:

—Dé un rodeo, si cree que es más seguro.

El hombre asintió con la cabeza y continuó.

—¿Qué pasa? —preguntó Amalie con cara pálida y voz temblorosa—. Estamos en Berlín. Aquí estas cosas no pasan.

A través del parabrisas, Sara vio que los grupos iban menguando, y después se dio media vuelta en el asiento para estudiar la locura que iban dejando atrás.

—Debe de ser algo relacionado con la apertura del Reichstag.

Los amotinados eran fascistas. Era evidente por sus gritos y sus saludos, a pesar de que no llevaban la indumentaria de los camisas pardas.

Tardaron el doble en llegar a casa de lo que habrían tardado en un día normal. Una vez allí, Sara y Amalie se encontraron a las niñas sanas y salvas con la angustiada y atónita niñera, entretenidas con sus juguetes. Mientras Amalie abrazaba entre lágrimas a sus desconcertadas hijas, Sara le contó serenamente a Frau Gruen lo que habían presenciado.

—Bestias fascistas —dijo tajante la niñera.

Sara asintió con la cabeza. ¿Y Natan? En medio de toda esta locura, ¿dónde estaba Natan? Su mirada se cruzó con la de Amalie y supo que su hermana se estaba haciendo la misma pregunta.

Al cabo de un rato, Wilhelm, desencajado y enfurecido, entró como un torbellino a abrazar a su esposa y besar a sus dos tesoros.

—¿Por qué nos odian tanto? —se lamentó Amalie agarrándose a su marido, los luminosos ojos al borde de las lágrimas—. Mujeres y judíos…, ¿qué amenaza ven esos hombres en nosotros para que pidan nuestra muerte?

—No te dejes amedrentar por esos cobardes —dijo Wilhelm—. Jamás permitiré que nadie os haga daño a ti ni a las niñas. Jamás.

Amalie asintió mudamente y posó la cabeza sobre el pecho de su marido, pero al cerrar los ojos le resbalaron dos lágrimas por las mejillas. Sara no dijo nada. Wilhelm tenía buena intención, Sara lo sabía, pero ni su fortuna ni su rango, ni siquiera su cristianismo, habrían podido proteger a su familia ese día si hubieran dado el mal paso de meterse en el tumulto.

Wilhelm hizo varias llamadas, y cuando se convenció de que no había peligro, le dijo a su chófer que llevase a Sara a la elegante residencia del Grunewald en la que llevaba viviendo casi toda su vida. Sus padres salieron a recibirla: su madre, pálida y temblorosa, y su padre sumido en un lúgubre silencio. Detrás, con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta y frunciendo el ceño con aire pensativo, estaba Natan.

—¡¿Dónde estabas?! —gritó Sara, soltándose de su madre para ir a abrazar a su hermano.

—Cubriendo la apertura del Reichstag, por supuesto —respondió él—. Y después, los disturbios. Una cosa llevó a la otra. Te cuento: nada más abrirse la sesión, los nacionalsocialistas entraron con paso resuelto vistiendo los uniformes pardos, a pesar de las estrictas normas que tiene el Reichstag contra los atuendos partidistas. Se pusieron en posición de firmes, hicieron el saludo ese de Hitler y… —De repente cayó en la cuenta—. Ay, Sara. Lo siento. La comida.

—Sí, la comida. —Le dio unos golpecitos en el pecho—. Amalie y yo estábamos preocupadísimas. Al menos dime que has conseguido una buena historia. Si es así, te perdono.

—No hay ninguna historia buena que contar sobre lo que ha sucedido hoy —sentenció su madre—. Pero al menos estamos todos sanos y salvos. No quiero volver a oír hablar del tema esta noche; si no, voy a perder el sueño.

Sus hijos intercambiaron una mirada fugaz a sus espaldas, pero al ver que su padre enarcaba las cejas a modo de advertencia, murmuraron obedientemente que por supuesto.

Conforme iban pasando los días, Sara siguió la historia en la prensa, buscando la firma de Natan y, a pesar de los terribles acontecimientos, orgullosa del nuevo puesto de su hermano. Le escandalizó saber que ninguno de los más o menos trescientos manifestantes había sido arrestado, pero no le sorprendió demasiado leer que la mayoría de las ventanas rotas pertenecían a negocios de propiedad judía.

Y aunque era completamente falso, la prensa nacionalsocialista difundió el rumor de que habían sido los comunistas quienes habían iniciado los disturbios. Tantas veces y tan enfáticamente proclamaron la mentira que todos aquellos que no habían visto la algarada con sus propios ojos no podían distinguir lo verdadero de lo falso.

Las mujeres de la orquesta roja

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