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Capítulo trece

Marzo-abril de 1933 Sara

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Sara podía hacer caso omiso de las banderas con esvásticas y los carteles para reclutar camisas pardas que proliferaban por todo el campus de la Universidad de Berlín, pero se quedaba paralizada por el miedo cada vez que se topaba con las SA haciendo añicos los escaparates de tiendas de propiedad judía, destruyendo mercancías y dando palizas a los aterrorizados dueños. Al principio, la policía municipal intentaba intervenir, pero no tenía nada que hacer contra la guardia de asalto y, con el tiempo, muchos empezaron a mirar hacia otro lado, como si fuera más importante que no se les arrugasen los verdes uniformes que hacer cumplir la ley.

Natan le contó a Sara que había visto entrar a agentes de las SA en juzgados, arrastrar a la calle a abogados y jueces judíos, increparles, pegarles, escupirles. Los ataques a las sinagogas eran tan corrientes que mirar por encima del hombro cuando uno iba a los oficios del sabbat se había convertido en un automatismo.

Las atrocidades recibieron una gran cobertura por parte de la prensa internacional, y se inició un movimiento entre organizaciones judías del mundo entero para boicotear los productos alemanes en protesta. Adolf Hitler acusó a los judíos alemanes de poner a la prensa internacional en contra de los nazis y, como represalia, proclamó un boicot nacional a los negocios judíos a partir del primero de abril.

Sara se dijo que era una fecha extraña, ya que el primer día de abril caía en sábado y muchos judíos practicantes cerraban sus negocios por el sabbat. Tal vez Hitler pensara que la gente vería los escaparates a oscuras y daría por hecho que los judíos intimidados no se habían molestado en abrir sus puertas esa mañana. O quizá sabía que los judíos practicantes no salían a la compra en sabbat, y de este modo se evitaba cualquier posible intento por parte de la comunidad judía de contrarrestar el boicot saliendo en masa a comprar.

Indignada, Sara llamó a su hermana.

—Dieter me ha invitado a una fiesta y necesito un vestido nuevo —dijo—. ¿Te vienes conmigo de compras este sábado?

Tras un instante de vacilación, Amalie dijo que sí.

—A mamá no le digas nada —advirtió.

—¡Claro que no! Me encerraría en casa a cal y canto.

La mañana del 1 de abril, Sara y Amalie quedaron en la puerta del café Kranzler, en Charlottenburg. Amalie estaba tan increíblemente bella como siempre: llevaba el cabello negro recogido en un grácil moño que realzaba el fino cuello y los pómulos marcados, y su atuendo, elegante y perfectamente entallado, revelaba riqueza y un gusto excelente. Tan solo una trémula sonrisa delataba su nerviosismo.

Las hermanas se cogieron del brazo y pasearon por Kurfürstendam, interrumpiendo la conversación cada vez que veían tropas de asalto plantadas amenazadoramente delante de tiendas y negocios claramente identificados por el símbolo pintado en ventanas y puertas, una estrella de David amarilla de seis puntas en cuyo centro, garabateadas en negro, se leían las palabras jude, «judío», o jüdisches geschäft, «negocio judío». En los muros y las farolas había escalofriantes letreros escritos en riguroso blanco y negro: No compréis a los judíos, ordenaba uno, y otro rezaba: Los judíos son nuestra desgracia. Alemanes, defendeos contra la propaganda difamatoria de los judíos. Y otro advertía, ¡Comprad solo en comercios alemanes! Hombres de las SA vestidos de negro recorrían a trancos las aceras con letreros colgados del cuello en los que se leían idénticas advertencias escritas con letra gótica: ¡Alemanes! ¡Resistid! ¡No compréis a los judíos!

—Esto es absurdo —dijo Sara en voz baja cuando pasaron por delante de dos SA que estaban charlando amigablemente mientras bloqueaban la entrada a unos grandes almacenes de propiedad judía, una de las tiendas favoritas de su madre—. ¿Los nazis son los perseguidos? ¿Son ellos los que tienen que resistirse a nosotros?

—Shh. Ya lo sé —susurró su hermana, la viva imagen de la serenidad.

Sara se había imaginado que el distrito comercial más popular de Berlín estaría prácticamente desierto, pero, para su sorpresa, había casi tantas personas paseando por las aceras como cualquier otro sábado, algunas mirando boquiabiertas los severos rótulos y los estridentes símbolos, otras haciendo como que no existían. Varios comercios de propietarios judíos estaban a oscuras, las persianas bajadas, los rótulos vueltos por la cara de Cerrado en los escaparates, pero los clientes entraban con total libertad a los que estaban abiertos y salían con bolsas y paquetes atados con cuerda, ignorando las miradas fulminantes de los SA.

Delante de la tienda de modas favorita de Amalie había un guardia de asalto rubio y fornido.

—Disculpen, señoras —dijo al ver que se acercaban a la puerta—. Es una tienda judía.

—Sí, gracias, ya lo sabemos —dijo Amalie, dirigiéndole una sonrisa tan radiante que el guardia parpadeó con cara de bobo y no dijo nada más.

El dueño las saludó con una sonrisa tensa. Después de probarse varios vestidos, Sara escogió uno precioso de crepé de China a rayas burdeos y crema, con canesú abotonado y cuello joya, talle peplum y bastilla de volantes que ondulaba justo por encima de sus tobillos cuando se movía. Amalie cargó la compra a la cuenta de Wilhelm, y el dependiente envolvió cuidadosamente el vestido con papel de seda y lo metió en una caja que llevaba el nombre de la tienda.

—Gracias, Amalie —dijo Sara cuando salieron de la tienda pasando por delante del guardia, que se guardó muy bien de mirarlas—. Y dale también las gracias a Wilhelm de mi parte.

—Lo haré, pero ¿cómo se lo vas a explicar a mamá?

—Esconderé la caja debajo de mi cama unos días. No se enterará.

Este sencillo acto de desafío las animó, así que decidieron volver al café Kranzler para tomar un almuerzo temprano. Tan solo después de que se despidieran en el metro sintió Sara cierta inquietud al preguntarse cómo iba a colar la caja en casa y subirla a su cuarto sin que su madre se diera cuenta. Durante todo el camino de vuelta estuvo sopesando las alternativas, pero justo cuando entraba en su manzana vio venir a su madre de frente. Del hueco de su codo colgaba una bolsa con el nombre de la librería de Ernst Kantorowicz.

—¡Mutti! —exclamó al toparse con ella en la cancela de la calle—. Has violado el embargo. ¡Y en sabbat!

Su madre se paró.

—¿Te crees que solo los jóvenes pueden desafiar a la autoridad?

—No es eso, pero es que… tú eres esposa y madre.

—¿Y quién más responsable que una mujer que es esposa y madre de conseguir que su familia viva en un país justo y civilizado?

Sara jamás se había sentido tan orgullosa de ella.

Al caer la tarde los nazis ya habían cantado victoria, diciendo que el boicot había tenido un éxito tan clamoroso que no había necesidad de prolongarlo más allá de un solo día. Sus palabras no alteraban lo que realmente había sucedido: cualquiera que hubiera echado un vistazo a los distritos comerciales más populares de Berlín conocía la verdad.

Cuando el grupo de estudios se reunió unos días más tarde en el piso de Mildred Harnack en Neukölln, Sara se enteró de que casi todos los presentes habían contravenido el boicot. Se quedó profundamente impresionada cuando Mildred les contó que la tía abuela de su marido, de noventa y un años, había ignorado imperiosamente el cordón que rodeaba JaDeWe, los grandes almacenes de propiedad judía de los que era clienta desde hacía varias décadas. Las SA la habían tenido un rato arrestada, pero enseguida la habían soltado por su edad.

—¿Cómo puede alguien arrestar a una mujer de noventa y un años por ignorar un boicot? —exclamó Sara—. No violó la ley y, a su edad, se ha ganado el derecho a comprar donde le dé la gana.

Mildred sonrió.

—Eso es, básicamente, lo que les dijo ella a los SA.

Poco antes de cumplirse una semana desde el boicot, el 7 de abril, el Reichstag aprobó la «Ley para el restablecimiento del servicio civil profesional», que exigía que todas las personas no arias y los miembros del Partido Comunista se retirasen de la profesión legal y del servicio civil. El presidente Hindenburg había puesto objeciones al proyecto de ley, pero lo aprobó después de que se exonerase a los veteranos de la Gran Guerra y a todos los que hubieran perdido un padre o un hijo en combate. Incluso en su forma enmendada, la ley significaba que miles de abogados, jueces, maestros, profesores de universidad y funcionarios judíos perdieron sus empleos de la noche a la mañana, y cuando poco después se aprobó una segunda ley, innumerables médicos, asesores fiscales, notarios y hasta músicos fueron despedidos también de sus trabajos.

—¿Lo ves, mutti? —dijo Natan con sarcasmo la siguiente vez que la familia se reunió para el sabbat—. Acerté al elegir Periodismo en vez de Derecho.

—Puede que los siguientes sean los periodistas y los editores —respondió ella.

Sara y Natan evitaron mirarse, y Sara se limitó a hacer un gesto prácticamente imperceptible con la cabeza para hacerle saber que no le había hablado a nadie de su detención ni del interrogatorio. ¿Qué sentido tenía darle a su madre más motivos de preocupación por los riesgos laborales de su hijo cuando este había decidido que no iba a renunciar a su trabajo?

Para entonces, los nazis ya habían arrestado a más de cuarenta y cinco mil adversarios, casi todos ellos comunistas y socialdemócratas. Día a día, las SA y las SS intensificaban sus ataques a edificios judíos y sinagogas. Cuatro veces fue Sara a sus clases solo para encontrarse a un desconocido al frente del aula; y el desconocido siempre era varón, rubio y de ojos azules. Después de presentarse explicaba con tono de superioridad moral que de ahí en adelante se iba a hacer cargo de la clase porque su predecesor había decidido pedir una excedencia.

A veces la noticia era recibida con murmullos de confusión o de contrariedad, otras con algunos aplausos, a veces con un poco de todo. Tan solo una vez gritó un estudiante:

—¡Ayer por la tarde hablé con el profesor y no mencionó nada!

El nuevo profesor esbozó una débil sonrisa.

—Fue una decisión repentina.

—Me prestó un libro —insistió el joven—. ¿Adónde se lo devuelvo?

La sonrisa se volvió dura, crispada.

—Dele el libro a la secretaria del departamento y ya nos encargaremos de que le llegue.

Y sin añadir nada más, procedió a dar la clase, y el estudiante volvió a sentarse echando chispas por los ojos.

¿Qué va a pasar ahora?, se preguntaba Sara al ver que las medidas que un año antes habrían parecido intolerables se convertían en leyes, se aplicaban y se obedecían. ¿Qué más tiene que hacer Hitler para que el pueblo alemán se dé cuenta de que no está capacitado para gobernar?, se susurraban Sara y sus amigos cuando se cruzaban en el campus o quedaban para tomarse una cerveza después de una larga jornada de estudio. Mildred le insistía en que mantuviera una actitud vigilante, pero que no dejase que nada la distrajera de los estudios, del trabajo, de sacarse el título. Sara dedicaba tanto tiempo a sus libros que Dieter se lamentaba de que apenas la veía ya. Leía, escribía y aprendía con fervor, como si se le fuese a acabar el tiempo, como si temiera que también ella pudiera ser expulsada de la academia, como casi todos sus profesores judíos.

Y de repente, un buen día, a punto estuvo de serlo.

El 25 de abril, el Gobierno del Reich aprobó la «Ley contra la saturación de las escuelas y universidades alemanas». Otro título con una mentira inscrita, como «nacionalsocialista», ya que no había saturación y no era esa la situación que pretendía enmendar la ley. Se establecieron cuotas para reducir el número de judíos en las escuelas y universidades públicas alemanas hasta que el porcentaje igualase al de los judíos respecto a la población general. Para nuevas admisiones, los judíos no podían superar el 1,5 por ciento de la clase. A las escuelas que se consideraba que tenían más alumnos preparándose para una profesión que trabajos disponibles se las obligaba a reducir la matrícula, y los judíos eran los primeros que tenían que irse hasta que la escuela alcanzase un máximo de un cinco por ciento de no arios.

Sara se paró en seco de camino a clase al ver un horrible letrero que enumeraba las disposiciones de la nueva ley con una jerga legal desapasionada. Sintió que le temblaban las piernas, pero el pánico amainó al ver que después del párrafo cuatro se hablaba de la exención de ciertos judíos, incluidos «alemanes del Reich de ascendencia no aria cuyos padres hayan ido al frente a luchar por el Reich alemán durante la Guerra Mundial». Su padre había servido en la guerra y había sido condecorado por su valor. Gracias a él, Sara, por ahora, podía continuar con sus estudios.

No obstante, le parecía que todo su futuro académico estaba en peligro, y sentía indignación e impotencia al pensar en los compañeros y amigos que habían sido expulsados. Quería resistir, contraatacar, pero ¿cómo? ¿Qué podía hacer una estudiante universitaria contra una hostilidad tan demoledora?

Sus padres le insistían en que fuera cauta, aconsejándole que no pusiera en peligro su situación, tan precaria.

—Esto no es lo mismo que saltarse un boicot —dijo su padre mientras cenaban dos días después de que se anunciase la ley.

—Se parece mucho —contestó Sara—. ¿Y si van ahora a por los banqueros? ¿Y si pierdes tu empleo?

—El señor Panofsky jamás acataría órdenes de despedir a sus compañeros judíos.

—¿Y si los nazis cierran el banco del todo?

—Dudo que nadie vaya a hacer daño al señor Panofsky o a sus intereses —dijo su padre—. Tiene un plan para protegerse a sí mismo y a su familia de los nazis. Para ello será necesaria la colaboración involuntaria del embajador de Estados Unidos, pero si tiene éxito o, mejor dicho, cuando tenga éxito, ni el más entusiasta de los SA se atreverá a hostigarlos. Y si el señor Panofsky está protegido, protegerá a sus empleados.

La madre de Sara movió la cabeza desconcertada.

—El embajador salió de Alemania el mes pasado, cuando invistieron a su nuevo presidente.

—Me refiero a su sucesor, sea quien sea. Seguro que el señor Roosevelt no tarda en nombrar a un nuevo embajador.

—Esperemos que antes no le pase nada al señor Panofsky —dijo la madre de Sara.

A pesar de la certeza de su padre de que su empleo era seguro, Sara no podía quitarse de encima la omnipresente angustia sobre su futuro. Una tarde, mientras Dieter y ella paseaban de la mano por el Tiergarten después de ver Calle 42 en el cine, soltó a borbotones su preocupación por la posibilidad de que se aplicaran nuevas restricciones a los estudiantes judíos, hasta que Dieter tuvo que suplicarle en dos ocasiones que bajara la voz porque estaba atrayendo miradas curiosas.

—Perdona que esté tan alterada —dijo tragando saliva y parpadeando para contener las lágrimas—, pero la idea de que puedan expulsarme de la universidad por el mero hecho de mi religión me aterroriza.

—No tienes motivos para preocuparte —dijo Dieter—. Tu padre es un veterano. Estás exenta de las cuotas. Lo dice la ley.

—¿Y si cambia la ley? Los judíos nos enfrentamos cada día a más restricciones. Aunque ahora esté exenta, puede que mañana la cosa cambie. ¿Y qué me dices de todos los demás judíos cuyos padres no sirvieron en la guerra? ¿Cómo puedo quedarme sentada tan campante en el aula cuando a mis amigos les dan con la puerta en las narices?

—Sara, escucha. —Dieter se detuvo en medio de la acera y le cogió las manos—. No creo que en la Universidad de Berlín sean tan tontos como para permitir que una estudiante brillante como tú se les escape…

Sara soltó una risa ahogada.

—Han dejado que se vaya el profesor Einstein. Ahora está en Princeton. Si no tuercen la ley para mantenerle a él…

—Fue un grave error, y seguro que han aprendido la lección. Si resulta que tienes que dejar la universidad, no tiene por qué ser el fin de tus estudios. Puedes estudiar por tu cuenta, como hice yo.

—Si no prohíben a los judíos que entren en las bibliotecas…

—Si lo hacen, te compraré todos los libros que necesites. —Dieter se llevó sus manos a los labios y se las besó—. Cielo, te prometo amarte y protegerte todos los días durante el resto de mi vida.

En su voz notó una ternura nueva que le hizo vacilar.

—Gracias, Dieter —dijo indecisa. Le pareció que sería grosero explicar que quería ser capaz de defenderse sola, sin necesidad de que nadie la protegiera.

—Pensaba que iba a ser una tarde más alegre —dijo Dieter con ironía—, pero no por ello voy a retrasarlo, sobre todo cuando lo que quiero decirte quizá entierre algunos de tus temores. —Sin soltarla de las manos, se arrodilló—. Sara, cariño, cuando te he dicho que prometo amarte y protegerte, me refería a que quiero hacerlo como marido tuyo. ¿Me harías el honor de convertirte en mi mujer?

Sara le miró enmudecida. Estaba enfadada, estaba disgustada, estaba frustrada —no por su culpa, claro, pero aun así— ¡y él quería que pensara en el amor, en promesas y en la eternidad! El cambio, repentino y desgarrador, la dejó aturdida.

—Lo siento —consiguió decir—. ¿Qué?

Dieter se llevó la mano al bolsillo de la pechera y sacó una cajita.

—Sara, amor mío, ¿quieres casarte conmigo?

Abrió la caja para enseñarle un precioso anillo, un diamante reluciente rodeado de pequeñas esmeraldas.

Sara respiró hondo, regañándose a sí misma para sus adentros porque, en vez de sentir la lógica alegría desbordante de toda joven en un momento tan importante, deseaba que Dieter hubiera esperado a una ocasión más feliz y romántica.

—¿Has hablado con mis padres? —dijo con voz queda.

—Eres una joven moderna. Quería preguntártelo a ti primero. Si me aceptas, entonces iré a hablar con tus padres.

Eso le gustó; sonrió, y notó que la rabia y las preocupaciones empezaban a disiparse.

—Acepto —dijo con los ojos llenos de lágrimas—. Sí, me casaré contigo.

Dieter se levantó, le deslizó el anillo en el dedo y la besó, y en ese momento se sintió segura y protegida. El amor que compartían era muy valioso y potente. Lo único que sabían hacer los nazis era bramar y destruir, pero entre Dieter y ella edificarían algo más fuerte que todos ellos juntos.

A pesar de todo su odio, a pesar de su autoridad mal utilizada, Hitler no podía reducir el amor de los dos jóvenes ni anularlo con una ley.

Las mujeres de la orquesta roja

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