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Capítulo diez

Febrero-marzo de 1933 Sara

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El lejano gemido de las sirenas despertó a Sara en la madrugada del último día de febrero, pero después de unos instantes de confusión en los que el sonido empezó a debilitarse y se desvaneció, volvió a quedarse dormida, confiando en que el peligro, fuera cual fuera, estaba demasiado lejos como para amenazar a su familia.

Al amanecer, se enteró de que no podía haber estado más equivocada.

Los periódicos de la mañana daban la espantosa noticia. Mientras dormían, el edificio del Reichstag había sido pasto de las llamas. En menos de tres horas desde que saltara la primera alarma, los bomberos habían controlado el incendio y habían llegado a la conclusión de que se trataba sin lugar a dudas de un incendio provocado. Sin pruebas en las que apoyarse, Hitler había echado la culpa del incendio a los disidentes comunistas. Poco había tardado en convencer al presidente Hindenburg, que estaba enfermo, para que promulgase un decreto de emergencia concediéndole poderes sin precedentes…, en apariencia, para permitirle encontrar y arrestar a los culpables, pero, en realidad, para eliminar a los comunistas como rivales políticos.

A primera hora de la mañana, Hitler ya había aprovechado su nueva autoridad dando orden a la policía de detener a más de cuatro mil comunistas. Los derechos humanos garantizados por la Constitución de Weimar se suspendieron por tiempo indefinido. De la noche a la mañana desaparecieron el habeas corpus, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de expresión, la libertad de prensa, el derecho a la intimidad de la correspondencia, el derecho a la propiedad y los derechos de reunión y asociación. La definición oficial de traición incluía ahora la producción, difusión o posesión de material escrito que llamase a la huelga o a cualquier otro tipo de sublevación.

—Tenemos que advertir a Natan —dijo la madre de Sara palideciendo—. Siempre ha sido demasiado lenguaraz. Puede que, sin querer, escriba algo que ayer se toleraba y hoy se considera traición.

—¿Sin querer? —repitió Sara—. Más probable me parece que lo haga aposta.

—Sara —la reprendió su padre, suplicándole con una mirada furtiva que no disgustase a su madre. Y añadió, dirigiéndose a su mujer—: Estoy seguro de que Natan está al tanto de las nuevas normas.

—Dudo que Natan vaya a llamar a la rebelión, pero no podemos pedirle que deje de escribir sobre las atrocidades nazis —dijo Sara—. Una prensa libre es el adversario más peligroso del fascismo. Por eso Hitler quiere desacreditarla y silenciarla.

—No se me ocurriría pedirle a Natan que deje de contar la verdad —contestó su madre—, solo que sea más prudente.

—Nuestro Natan es valiente, pero también es listo —dijo el padre de Sara, cogiendo la mano de su esposa—. No va a dejarse intimidar, pero tampoco va a provocar temerariamente a los enemigos.

Sara pensó que a los nazis se les provocaba con muy poca cosa, pero al ver que su madre se esforzaba por contener las lágrimas, se guardó el comentario.

En la actividad febril que precedió a las elecciones del 5 de marzo, se prohibió la prensa de izquierdas, y los huecos vacíos de los quioscos se llenaron de nuevos periódicos y revistas nacionalsocialistas. Los nazis endurecieron el control de la radio estatal, llenado las ondas de propaganda del partido. Una vez eliminadas las libertades de expresión y reunión, para Hitler era pan comido prohibir actos electorales de cualquier partido que no fuera el suyo. Los políticos comunistas y socialdemócratas apenas se atrevían a pisar la calle por miedo a ser atacados o detenidos.

Desde la noche del incendio del Reichstag, Sara y su padre habían visto la firma de Natan en el Berliner Tageblatt varias veces, pero los padres de Sara cada vez se inquietaban más cuando no pasaba por casa ni telefoneaba. Cuando Amalie les contó que su hermano había suspendido la noche de parranda que tenía planeada con Wilhelm, disculpándose y echándole la culpa al ritmo frenético de su oficio, Sara decidió pasarse por su apartamento al salir de clase para ver cómo iba todo. Tenía pensado ir preparando la cena, estudiar hasta que volviera Natan y ponerse al día mientras comían. Dudaba que hubiera disfrutado de una comida nutritiva o que hubiese dormido bien una sola noche desde el incendio del Reichstag.

La víspera de las elecciones, Sara entró en el apartamento con la llave de repuesto y llamó a su hermano mientras abría la puerta. Todo estaba oscuro y en silencio, y el aire viciado sugería que hacía varios días que nadie había cruzado el umbral. Encendió las luces, cogió el correo que se había ido acumulando en la alfombra después de caer por la ranura de la puerta, llevó la compra a la cocina y se puso a lavar y picar la verdura.

Al poco rato, ya tenía la sopa hirviendo a fuego lento y se había sentado a la mesa de la cocina con sus libros y sus notas. Le costaba concentrarse viendo que empezaba a anochecer y su hermano aún no había aparecido, pero al final consiguió enfrascarse en sus estudios.

Era casi medianoche cuando se abrió la puerta y entró su hermano, despeinado y desaliñado y con el labio inferior partido y sangrando.

—¡Natan! —exclamó levantándose de un salto—. ¿Qué ha pasado?

Su hermano dejó que le cogiera la cartera y le ayudase a quitarse el abrigo.

—La policía me paró cuando volvía a casa y me llevó para interrogarme.

Sara apartó el abrigo y la cartera, le puso la mano en la barbilla y examinó el labio partido.

—¿Así es como interroga ahora la policía en Alemania? ¿Les dijiste que eres periodista? ¿Les has amenazado con contarlo en tu periódico?

—No se me ocurrió, pero no creo que me hubiese servido de nada.

—¿Qué querían de ti?

—Saber si soy comunista y si tengo información del autor del incendio del Reichstag.

—¿Y cómo ibas tú a saberlo?

—Saben que he escrito sobre huelgas y protestas y que tengo contacto con el partido. Les sugerí que echasen un vistazo a las listas de los afiliados al partido y reconocieron que ya lo habían hecho y que no habían encontrado mi nombre. Les pregunté si pensaban que el Berliner Tageblatt era un periódico comunista y admitieron que no lo es. —Con cuidado, se llevó el dorso de la mano al labio partido—. Es posible que no piensen de veras que soy comunista y que fuera una mera excusa para intimidarme. En cualquier caso, al ver que no confesaba me soltaron diciendo que esperaban que me sirviera de advertencia.

—Pues para ser una advertencia, no está nada mal. —Sara le llevó a la cocina, y mientras Natan, agotado, se desplomaba en una silla, fue a por un paño fresco y húmedo para ponérselo en el labio—. Quizá deberías irte un tiempo de la ciudad, solo hasta que las cosas se calmen. Podrías quedarte en Schloss Federle.

—Si los nazis van a por mí, no dejarán de buscar en las casas de mis parientes, aunque para eso tengan que ir hasta Minden-Lübbecke. No pienso poner a Amalie, Wilhelm y las niñas en peligro. —Negó con la cabeza, haciendo una mueca de dolor—. No me voy a ir a ningún sitio antes de las elecciones. Todos los votos cuentan, y me niego a dejarme intimidar por los fascistas hasta el punto de renunciar a votar o a escribir esta historia.

La mañana del 6 de marzo, la familia Weitz se enteró de que, a pesar del programa nazi de intimidación, del férreo control de los medios de comunicación y de que se había asignado a las SA y a las SS que supervisaran las votaciones, los nazis no habían aplastado a la oposición. Aunque los comunistas habían perdido en torno a un cuarto de sus escaños, habían conservado 288. Y mientras que los nazis habían ganado cinco millones de votos más que en las anteriores elecciones y habían sacado 92 escaños en el Reichstag, no llegaban al 44 por ciento de los votos, lo cual significaba que todavía carecían de mayoría para la legislatura.

Pero al día siguiente los nacionalsocialistas anunciaron que habían sumado fuerzas con el Partido Nacional del Pueblo Alemán, formando una coalición que comprendía al 52 por ciento del Reichstag…, una mayoría, por escaso que fuera el margen.

Los días siguientes, más comunistas fueron detenidos, sacados de sus casas y de sus lugares de trabajo y retenidos sin cargos en prisiones improvisadas a toda prisa para dar cabida al exceso de detenidos. Natan aseguró a su familia que no corría ningún riesgo, dado que ya le habían interrogado, investigado y puesto en libertad, pero, con su habitual cautela, pidió a amigos y vecinos que le informasen si alguien se pasaba por su casa haciendo preguntas o exigiendo saber cuál era su paradero.

La tarde del 9 de marzo, la madre de Sara convocó a todos a una cena familiar, cosa rara entre semana. La cocinera se lució, inspirada por la visita de su querida Amalie y por la presencia del barón Von Riechmann, que, estaba convencida, esperaría las más finas exquisiteces, por mucho que Sara le hubiera repetido una y mil veces que Wilhelm era una de las personas más afables y menos pretenciosas que conocía.

Durante la cena, la conversación fue relajada, en atención a las dos niñas que había sentadas a la mesa. Solo después, una vez que los adultos se fueron a un extremo del salón y las niñas se quedaron jugando con sus muñecas en el otro, viró hacia la política.

—Los militares no apoyan a Hitler —les tranquilizó Wilhelm con tono enérgico—. Los generales le desprecian, y muchos piensan que Hindenburg los traicionó al nombrar canciller a Hitler. El general Ludendorff le acusó de entregar nuestra sagrada patria alemana a un demagogo, y predijo que habría de traer un sufrimiento inimaginable. Dice que las generaciones futuras habrán de maldecir a Hindenburg en su tumba por este paso.

La madre de Sara echó una ojeada a sus nietas y subió un poco la radio para que no oyeran la conversación.

—Espero que el general se equivoque con su predicción; me aterroriza que pueda estar en lo cierto.

—Puede que lo peor aún esté por venir, pero la coalición de Hitler acabará desmoronándose —insistió el padre de Sara—. Los nazis pueden sembrar odio y violencia, pero no pueden gobernar.

Natan frunció el ceño.

—Para hacer mucho daño en poco tiempo no les hace falta ser líderes competentes, basta con el odio y la violencia.

—Hijo, por favor —dijo su padre—. Vas a disgustar a tu madre.

—¿Queréis dejar todos de preocuparos por si me llevo un disgusto? —exclamó la madre de Sara—. Pues claro que estoy disgustada. Tonta sería si no lo estuviera. —Miró firmemente a su marido—. Querido, no puedo estar de acuerdo contigo cuando dices que Hitler y sus nazis y estos tiempos tan horribles se acabarán esfumando como un mal sueño si nos limitamos a estar vigilantes y a ser pacientes. Creo que nos conviene ser realistas y prepararnos para lo peor. —Respiró hondo y se puso derecha—. Quizá deberíamos plantearnos la posibilidad de emigrar.

—No quiero irme de Alemania —interrumpió Sara, pensando en la universidad y en su grupo de estudios, y en Dieter.

—No será necesario —dijo su padre—. Los rabinos nos aseguran que si no nos metemos donde no nos llaman y demostramos que somos ciudadanos de pro, la crisis pasará.

Su madre suspiró.

—Vamos, que la discusión se acaba antes de empezar siquiera.

—No tendréis que emigrar —dijo Wilhelm, cogiendo la mano de Amalie y mirándolos de uno en uno—. Haré todo lo que esté en mis manos para proteger a la familia. Ya lo sabéis.

—Sé que tienes buena intención, Wilhelm, pero ¿qué te crees que puedes hacer? —preguntó Natan—. Puede que estar casada con un cristiano proteja a Amalie durante un tiempo, pero las niñas y ella siguen siendo judías, y…

Sus últimas palabras se perdieron cuando el programa musical de la radio fue interrumpido para dar paso a un boletín informativo. Sara escuchó con inquietud creciente mientras el locutor anunciaba que se había declarado la nulidad de los delegados comunistas. Cuando abrió el nuevo Reichstag, no habían ocupado sus escaños.

—¿Cómo puede un partido decir sin más que los miembros de un partido rival no han sido elegidos realmente? —preguntó Sara, perpleja—. Los votos se contaron y los resultados se publicaron. Todo el mundo sabe lo que pasó realmente.

—Los nazis están al mando de la policía —dijo Natan, levantándose—. Tienen a los camisas pardas. Que Dios nos ayude si algún día toman el control de las fuerzas armadas. Y ahora me vais a tener que disculpar, pero he de ir a ver a unos comunistas importantes que conozco. Puede que contradigan ese informe.

—Es demasiado peligroso salir ahora —protestó su madre—. Espérate a la mañana.

Natan se detuvo a pocos pasos de la puerta y la miró con una sonrisa triste.

—Mutti, sabes que tengo que hacer mi trabajo.

Wilhelm se levantó.

—Venga, te acompaño.

—Te lo agradezco, pero la gente que quiero ver no me contará lo que necesito saber si me presento con un oficial de la Reichswehr.

Wilhelm asintió con el ceño fruncido y se volvió a sentar. Amalie le agarró inmediatamente la mano como para retenerle a su lado.

—Entonces iré yo —dijo Sara poniéndose en pie de un salto.

—Lo siento, Sara, pero mutti jamás me perdonaría que te dejase acompañarme.

—Desde luego que no —dijo su madre.

Refunfuñando, también Sara volvió a desplomarse en su silla, intercambiando una fugaz mirada de conmiseración con Wilhelm. Lo único que podían hacer era esperar a tener noticias, mantener la calma y cruzar los dedos.

Natan volvió dos horas más tarde, muy serio. A los delegados comunistas no solo se les había prohibido ocupar sus escaños en el Reichstag, sino que además se había ordenado su detención. Aquellos que la habían eludido habían huido del país o habían pasado a la clandestinidad.

Las mujeres de la orquesta roja

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