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Capítulo doce

Marzo-abril de 1933 Greta

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La mañana siguiente al desmoronamiento de los últimos vestigios de la República de Weimar, Greta se dirigió al campus a zancadas, la cabeza alta y firme el mentón, presa de una ira que no se atrevía a expresar. ¿Cómo podían haber cometido sus conciudadanos la imprudencia de entregar su país a un loco vociferante? ¿Era ignorancia lo que les había llevado a abrazar el fascismo o era malevolencia?

Al cruzarse por la calle con hombres y mujeres que iban sumidos en el trajín cotidiano, se preguntó si estarían tan horrorizados como ella o si sus expresiones impasibles enmascaraban júbilo. A no ser que lucieran la cruz gamada en un brazalete o en un alfiler, o que se pavoneasen triunfales con el uniforme de las SS o de las SA, su mirada indagadora no descubría nada. Las apariencias externas delataban bien poco la verdad del corazón, no decían si estaba secretamente enfurecido y lloroso o si odiaba a los judíos, a las mujeres y a los comunistas y estaba henchido de satisfacción porque pronto se iban a llevar su merecido, como habían prometido los nazis.

Cuando llegó al despacho del profesor Mannheim, se lo encontró sentado delante de su escritorio. Estaba mirando por la ventana con las gafas en la punta de la nariz y los hombros caídos en actitud resignada. Al verla entrar, movió la cabeza a modo de saludo y se puso a ordenar papeles sobre la mesa, mirándolos sin verlos. Tenía el rostro ceniciento y ojeroso, como si llevara muchos días sin dormir.

—Es un día nefasto para Alemania —dijo ella, dirigiéndose a las estanterías para continuar con la tarea del día anterior—. Mi formación académica no me ha preparado para esto.

El profesor soltó una risa ahogada.

—Entiendo lo que dice. Como sociólogo, reconocí las señales de mal agüero y, sin embargo, de alguna manera, seguí creyendo que al final el pueblo alemán rechazaría el fascismo, que elegiríamos la libertad, la igualdad y el progreso. Y fíjese… —Señaló hacia la ventana, al mundo, ahora insondable, que había al otro lado—. Aquí estamos.

—Aquí estamos —repitió Greta preguntándose dónde estaban exactamente, hacia dónde los iba a lanzar aquel viraje repentino y drástico del eje de la vida que había conocido hasta entonces.

—Señorita Lorke, tengo una propuesta que hacerle. —El profesor Mannheim la miró fijamente, como tasándola—. Le gusta viajar al extranjero, ¿no?

—Sí, mucho.

Sintió una punzada de melancolía al pensar en el precioso hogar de los Henrich en Zúrich, en las cenas con los Friday Niters en el University Club de Madison. ¡Qué lejano le parecía ahora todo aquello, qué cálido, seguro y acogedor, qué inaccesible!

—¿Domina el inglés?

La sinceridad la obligó a admitir:

—No lo practico desde que volví de Estados Unidos, pero estoy segura de que no tardaría en recuperar toda la soltura que haya podido perder.

—He recibido una oferta para incorporarme a la London School of Economics. Los últimos acontecimientos me han convencido.

—Entiendo. —Greta se esforzó por disimular su desasosiego. ¿Qué podía significar esto para ella, para su trabajo, para su tesis?—. ¿Cuándo se marcha?

—En cuanto esté todo arreglado.

Greta asintió con la cabeza, descorazonada; no le iba a dar tiempo a sacarse el título, entonces.

—Confío en que quiera ser mi ayudante —continuó—. Todavía tengo muchos asuntos pendientes: vender la casa, saldar deudas, preparar a mi familia, hacer las maletas, sacar los visados… —Cerró los ojos y movió la cabeza como si quisiera vaciarla de ruido—. Me gustaría, si está usted dispuesta, que fuera a Londres de avanzadilla para montar mi oficina, buscar una residencia adecuada y, por lo demás, preparar la inmigración de mi familia.

Greta escuchó estupefacta mientras le exponía los términos de la propuesta: fecha de partida, aumento de sueldo, pensión completa gratis hasta que él llegase a Londres, inscripción acelerada en su nuevo departamento si quería terminar allí el doctorado. Incluso si prefería volver a Fráncfort una vez que él se hubiera instalado en Londres, hasta entonces podía seguir escribiendo su tesis, con todos los recursos de la London School of Economics a su disposición.

Cuando le sugirió que se tomase unos días para pensárselo, Greta recuperó el habla.

—No será necesario —dijo abrumada por el alivio, la esperanza y el súbito cambio de fortuna—. Acepto.

Después de un corto viaje a Fráncfort del Óder para ver a su familia, Greta cogió el tren a Calais y desde allí cruzó el canal en barco hasta Dover. Rumbo a Londres en el tren, rodeada de conversaciones en inglés que parecían llegarle entremezcladas desde todas las direcciones, le sobrevino la estremecedora sensación de que estaba reviviendo un recuerdo ligeramente distorsionado de su pasado, la extraña sensación de disonancia que le produjo oír su lengua materna de nuevo cuando volvió a Alemania de Estados Unidos.

Al cabo de unos días en Londres en los que se sumergió en el inglés mientras resolvía la larga lista de tareas que le había encargado el profesor Mannheim, Greta ya estaba casi tan suelta conversando como antaño en Madison. La ciudad le causó una profunda impresión: su historia, sus encantadores municipios y la pasión de la gente por convertir el más mínimo pedacito de tierra en un jardín frondoso y ordenado.

Si bien la comida no era tan satisfactoria y sabrosa como la alemana, era abundante, y su alegre casera la abastecía sobradamente de té y galletas en el salón de la casa de huéspedes de Covent Garden.

Greta no tardó en familiarizarse con Clare Market, en Westminster, donde estaba la escuela, y mientras paseaba por las calles que había entre la casa de huéspedes y el campus se veía quedándose en Londres para terminar el doctorado, tal y como había sugerido el profesor Mannheim. Era como si hubiese dejado una pesada carga de desconfianza en el embarcadero de Calais y de nuevo pudiera pensar y hablar libremente, sin temor a las repercusiones. No había banderas con la esvástica ondeando al viento que soplaba junto al Támesis ni camisas pardas desfilando en Pall Mall, y un caballero racional, aunque imperfecto, que mantenía estrechos vínculos con el movimiento obrero era el primer ministro.

En ausencia de las agradables distracciones de sus amigos y su grupo de estudios, decidió dar un buen empujón a su tesis. Al principio, después de la larga jornada de trabajo, se sentaba responsablemente cada tarde ante sus libros y sus papeles en su habitación de la casa de huéspedes, tomando notas y escribiendo unas cuantas páginas. Pero al otro lado de la ventana, el West End le hacía señas, y al cabo de unos días la tentación del teatro fue irresistible. Hacía economías con las comidas y se iba caminando a todas partes, reservándose el sueldo para comprar entradas baratas para el Teatro Real de Drury Lane, el Prince Edward, el Adelphi, el Phoenix. El cine también lo frecuentaba, permitiéndose comedias y musicales además de dramas y adaptaciones literarias. Y cuando los noticiarios daban reportajes alarmantes sobre el aumento del fascismo en Alemania, los murmullos indignados del público la consolaban y le daban la sensación de que, en efecto, sus preocupaciones y su rabia estaban justificadas, que no eran fruto de una imaginación excesivamente activa ni de un progresismo ferviente.

Una noche, después del pase de El expreso de Shanghái en el cine Carlton, Greta se dirigía a casa paladeando todavía la maravillosa interpretación de Marlene Dietrich cuando oyó que alguien la llamaba. Buscó con la mirada y vio a una coreógrafa que conocía de Berlín cruzando la calle a la carrera. Se abrazaron, asombradas de encontrarse de manera tan improbable tan lejos de casa, y sin más preámbulos decidieron ponerse al día tomando tarta y té en un café cercano.

Las noticias que traía Anna de Berlín eran perturbadoras.

—El teatro alemán está muerto —dijo tajantemente echándose azúcar en el té—. Los genios que crearon nuestra edad de oro, ya sean judíos, comunistas o simplemente adversarios del fascismo, han huido del país o guardan silencio. La única opción que tienen es amoldarse al nuevo régimen, que a mí me parece un destino peor que la muerte.

El renombrado autor teatral Bertolt Brecht había dejado la cama del hospital para escapar a Praga con su mujer y su hijo de ocho años, dejando en Alemania a su hija de dos con la esperanza de que unos parientes pudieran sacarla más adelante. El célebre cineasta judío y director de escena Max Reinhardt había huido a su Austria natal. El productor judío y socialista Leopold Jessner, que Adam había presentado a Greta en el Internationaler Theaterkongresse, se había ido a Nueva York. Erwin Piscator, miembro declarado del Partido Comunista, se había refugiado en Moscú.

—Günther Weisenborn es más valiente que todos nosotros juntos —dijo Anna—. Su obra Warum lacht Frau Balsam? se estrenó el mes pasado en el Deutsches Künstlertheater tal y como estaba previsto, pero se había corrido la voz de que era antifascista y los nazis asaltaron el teatro. El espectáculo terminó esa misma noche y la obra fue inmediatamente prohibida. Solo Dios sabe cuándo podrá producir Weisenborn otra obra en Berlín.

—Una gran pérdida… —murmuró Greta. Günther Weisenborn tenía un talento excepcional, como todas las personas que había mencionado Anna—. Sin Jessner, ¿qué va a pasar con el Staatstheater?

—Nada bueno, eso seguro. Ahora está al mando Franz Ulbricht, que nunca ha intentado ocultar su admiración por Hitler y Mussolini. —Anna se estremeció y se inclinó sobre su taza como si quisiera fortalecerse con su calor—. Yo, al menos, jamás volveré a trabajar allí.

—¿Y qué es de Adam Kuckhoff? —preguntó Greta en un tono demasiado indiferente.

Anna le dirigió una mirada cómplice.

—Ha recibido un montón de ofertas de teatros de otros lugares de Europa, pero parece empeñado en no moverse. Me dijo que, al no ser ni comunista ni judío, es uno de los pocos escritores alemanes comprometidos que no está en el punto de mira por motivos raciales o políticos. Que, como puede quedarse, su obligación es quedarse, enfrentarse al fascismo desde dentro.

Greta notó cómo le recorría el cuerpo una grata sensación de afecto y orgullo. Qué típico de Adam, tan valiente y desinteresado… y tan temerario.

—Espero que consiga esquivar esos nuevos campos de prisioneros —dijo.

Anna le sostuvo la mirada por un instante antes de mirar hacia otro lado.

—Su cuñado, Hans Otto, no se lleva bien con Ulbricht. Ha recibido ofertas de teatros de Viena, Zúrich y Praga, pero parece tan reacio a abandonar Alemania como Kuckhoff.

Greta asintió con la cabeza. Entendía lo que intentaba decirle Anna. Si Otto no se marchaba, entonces su mujer tampoco, y por tanto Armin-Gerd, el hijo que había tenido Marie con Adam, tampoco. Si el resto de la familia se quedaba en Alemania, era muy probable que Gertrud, hermana de Marie y esposa de Adam, también lo hiciera. La situación doméstica de Adam seguiría siendo tan complicada como siempre.

—Estás mejor aquí —dijo de repente Anna, alargando el brazo por encima de la mesa para agarrarle la mano—. Las dos lo estamos.

—Eso dicen también mis amigos de la Universidad de Fráncfort. Me dicen que tengo mucha suerte por poder respirar libremente y escribir, y que no se me ocurra volver en varios meses, pero…

—¿Pero…? —la incitó a continuar Anna.

—Pero Alemania es mi hogar —dijo Greta con vehemencia—. Estoy de acuerdo con Adam. El que pueda quedarse y luchar, debe hacerlo. Judíos y comunistas… sí, ellos deberían huir si pueden. Llevan una diana dibujada en la espalda. Pero el resto de nosotros… —Movió la cabeza—. ¿Quién se va a quedar para resistirse a los nazis si toda las personas decentes se escapan?

—Bueno, pues la persona decente que te habla piensa quedarse en Londres hasta que tenga claro que es seguro volver a casa. —Anna la escudriñó—. Tienes que ser consciente de que volver te puede costar la carrera, la libertad, incluso la vida.

El corazón de Greta latía con fuerza, pero al ver la angustia de su amiga se limitó a encogerse de hombros y forzar una sonrisa.

—Tal vez. Eres muy persuasiva. ¿Por qué no? Podría quedarme aquí, darle un buen empujón a la tesis y disfrutar del West End en la medida de mis posibilidades. ¿Qué importancia tiene una mujer más o menos, sobre todo una mujer tan poco capacitada para la política como yo?

La preocupación que había asomado a los ojos de Anna remitió un poco.

—Cuando escriba a los amigos —dijo con cautela—, ¿digo que preguntaste por Kuckhoff?

Greta hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—Da lo mismo. He preguntado por muchas personas. No hace falta que menciones a Kuckhoff a no ser que menciones a los demás.

Anna se encogió de hombros y tomó un sorbito de té como si fuera un asunto sin importancia, pero Greta sospechó que Adam no tardaría en enterarse de que estaba en Londres.

Una semana después, el profesor Mannheim llegó a Londres, exhausto pero elogiando y agradeciendo efusivamente los esfuerzos de Greta.

—Todo perfecto —dijo—. Es como si fuese a la deriva en un bote salvavidas y la London School of Economics me hubiese llevado a un puerto seguro. Dudo que reconocieras la Universidad de Fráncfort, con la cantidad de profesores que se han ido.

—Eso me temía —dijo Greta—. En su última carta, mi padre mencionaba que había leído en el periódico que, de repente, los profesores de toda Alemania están pidiendo la excedencia. Dijo que solo en Fráncfort del Meno había seis bajas.

—¿Solo seis? La información de su padre está anticuada. —El profesor Mannheim soltó una risa sardónica—. Excedencia. Menudo eufemismo. A los judíos, a los comunistas y a otros indeseables se les está extirpando a la fuerza de la academia. ¿A quién le tocará después?

—A las mujeres, me imagino.

El profesor le dirigió una mirada comprensiva por encima de las gafas.

—No permita que eso la disuada de acabar la tesis.

—Descuide.

Su interés por la tesis estaba decayendo por otros motivos muy distintos.

Cualquier persona razonable habría llegado a la conclusión de que su única elección racional era matricularse en la London School of Economics, sacarse el doctorado y esperar a que cesaran los conflictos en casa. Que se encargasen otros de entablar ese combate por el alma de Alemania, gente más capacitada para librar batallas políticas, gente como Adam.

Dos semanas después, Greta recibió una carta a la atención del Departamento de Sociología, una carta desde Alemania que llevaba esperando desde su inesperado encuentro con Anna Klug.

Adam llevaba meses sin escribirle. Greta se guardó la carta en el bolsillo y decidió no leerla hasta esa noche, o quizá por la mañana. Había quedado con una amiga en el British Museum y no quería que las palabras de Adam la distrajesen ni la angustiasen. Pero el corazón le latía con furia mientras caminaba en dirección noroeste por Drury Lane: cada teatro por el que pasaba le recordaba a él, las largas y absorbentes conversaciones sobre obras memorables, sobre el renacimiento del teatro alemán y el papel del artista en la sociedad.

Consiguió llegar a las escaleras del museo antes de rasgar el sobre y sacar una pequeña hoja de papel.

Adam apenas había escrito una frase: Ven. Te estoy esperando.

Se sintió desbordada por una mezcla de emociones: alegría y esperanza, anhelo y desconfianza. Adam la estaba esperando, pero ¿había dado algún paso para poner fin a su matrimonio? ¿Y si le estaba malinterpretando y solo se refería a que tenía que volver para sumarse a la lucha contra el fascismo?

Sí, admitía que le inquietaba. Volver a Alemania significaba aceptar voluntariamente la incertidumbre y el peligro. Y, sin embargo, el breve mensaje de Adam, cuatro simples palabras, la obligaba a reconocer lo mucho que añoraba su hogar. Echaba de menos a su familia y a sus amigos, la comida y la cultura alemanas, el teatro berlinés. Se moría de rabia y de indignación cuando pensaba en amigos judíos que estaban sufriendo bajo el régimen nazi, amigos a los que podría ayudar si estuviese allí.

Cuantas más vueltas le daba, más ansiaba volver.

Su decisión, una vez tomada, fue firme e inquebrantable. Volvería a Alemania, pero lo que no podía saber era si Adam tendría algún papel en su vida, ni si quería que lo tuviera.

Las mujeres de la orquesta roja

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