Читать книгу Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer Chiaverini - Страница 24
Capítulo dieciséis
Junio de 1933 Sara
ОглавлениеSara se ofreció a acompañar a Dieter cuando fuese a pedir la bendición de sus padres, pero él prefirió hablar con ellos a solas. Esperó en el jardín mientras se reunían en el salón, imaginándose su alegre sorpresa, las orgullosas sonrisas de su padre, las lágrimas de felicidad de su madre. Pero los minutos se iban alargando sin fin y, cada vez más nerviosa, empezó a pasearse bajo los tilos y a mordisquearse la uña del pulgar, un vicio infantil que por desgracia reaparecía en momentos especialmente angustiosos. Exasperada consigo misma, se metió las manos en los bolsillos del vestido y no las sacó hasta que oyó que se abría la puerta del invernadero y un murmullo de voces. Volvió corriendo a la casa, el corazón acelerado por la expectación, pero se paró en seco al ver las caras de sus padres. Dieter estaba radiante de felicidad, pero el rostro de su padre tenía una curiosa expresión de estoicismo y el de su madre no acababa de decidirse entre la aflicción y una sonrisa llorosa.
Le dieron la enhorabuena, la besaron y les desearon toda la felicidad del mundo. Y sin embargo en los días siguientes no preguntaron cuándo pensaban casarse, ni tampoco anunciaron el compromiso a sus amigos. Sara intentó no ofenderse. Varios años atrás, aunque sus padres apreciaban mucho a Wilhelm, el compromiso de Amalie les había dejado más apesadumbrados que felices. Su reticencia había amainado después de que Amalie les asegurase que no iba a cambiar de religión, que Wilhelm respetaría sus tradiciones y que sus hijos se criarían en la fe judía. Aun así, el chismorreo provocado por el inusual matrimonio mixto les había molestado sobremanera, y a veces la madre de Sara había llorado a solas, sin darse cuenta de que, después, sus ojos enrojecidos y su cara pálida delataban su secreto dolor.
Habían transcurrido varios años. El chismorreo había cedido, los felicísimos recién casados eran ahora padres abnegados y Wilhelm ya formaba parte de la familia. Sara había dado por supuesto que la felicidad de su hermana haría que a sus padres les resultase más fácil aceptar su propio matrimonio con un cristiano. En cambio, era como si tuvieran más dudas sobre su compromiso que las que habían expresado nunca por el de Amalie.
¿Y no sería que había otra cosa que los inquietaba, algo que no tenía nada que ver con la religión ni con su consternación ante la perspectiva de volver a ser objeto de lástima y chismorreo?
Un día de mediados de junio, Sara preparó una cesta con sándwiches, fruta y un gran termo de café bien cargado y fue a ver a su hermano al Berliner Tageblatt. Pero Natan no tenía tiempo para salir de pícnic con ella al Tiergarten, de manera que compartieron el almuerzo en su oficina; hicieron un hueco en el abarrotado escritorio y cerraron la puerta para evitar que los ajetreados mozos de los recados los interrumpieran con sus idas y venidas.
Natan se repantingó, plantó los pies sobre una pila de libros, dio un mordisco al sándwich y, arqueando las cejas, le dirigió una silenciosa y bienhumorada mirada inquisitiva.
—No creo que mamá y papá quieran que me case con Dieter —empezó Sara al ver que su hermano le estaba dando la entrada para que hablase—. No sé si es que se oponen porque Dieter no es judío o por alguna otra razón. —Suspiró y cogió un cachito de corteza del sándwich—. ¿A ti te cae bien Dieter?
—No me cae mal. ¿Cuántos años tienes, diecinueve? Amalie no se casó hasta los veinticuatro. ¿Qué prisa tienes?
—No hay prisa. Dieter y yo hemos acordado que no nos casaremos hasta que termine mis estudios.
—Bien. Cualquier plan que pase por un noviazgo largo tiene todo mi apoyo; cuanto más largo, mejor.
—Si crees que estoy cometiendo un error terrible, te agradecería que me lo dijeras claramente.
Natan dio otro mordisco y la miró con aire pensativo mientras masticaba y tragaba, intentando ganar tiempo.
—Puede que Dieter no sea el hombre que yo habría elegido para ti, pero mientras tú seas feliz y se porte bien contigo, me quedo satisfecho.
—¿Y por qué no lo habrías elegido?
—No me parece que tengáis muchas cosas en común. Sé que es guapo, sobre todo si te gustan los rasgos típicamente arios…
—No me casaría con alguien solo porque fuera guapo. —Y de repente lo entendió—. ¡Rasgos arios! ¡Conque ese es el problema! Dieter no es judío.
—Para mí no es ningún problema, pero para Dieter sí que puede llegar a serlo que tú no seas cristiana.
—Amalie y Wilhelm…
—Wilhelm es un hombre íntegro y honrado, un raro ejemplo de un aristócrata al que ni la riqueza ni el poder han corrompido. En cambio, Dieter parece… —Natan gesticuló como si quisiera atrapar una nubecilla de humo—. No sé, insustancial. Es uno de los hombres más amables e inofensivos que conozco, pero eso es porque se amolda a los que le rodean. ¿Quién es él de verdad cuando se queda a solas? ¿Qué defiende?
—¿Preferirías que fuera discutidor y desagradable?
—Si discutiera conmigo, sí. Prefiero mil veces una buena discusión sin pelos en la lengua que una sarta de cumplidos vacíos. —Natan apuró el café—. Pero tal vez sea cosa mía. Gajes del oficio.
—Puede que también a Dieter le condicione su trabajo… Un hombre de negocios ha de saber cómo llevarse bien con todo tipo de gente, al margen de sus opiniones personales. Cuando le conozcas mejor, estoy segura de que encontraréis un montón de cosas por las que discutir.
—Casi lo agradecería. Escucha. Si le quieres y se porta bien contigo, no tengo queja.
—Pero es que quiero que te caiga bien. Quiero que seáis amigos, igual que sois amigos Wilhelm y tú.
—No lo descarto.
Sara comprendió que más no podía pedir.
—¿Tú crees que mamá y papá piensan lo mismo que tú?
—No lo hemos hablado —dijo Natan—. A lo mejor piensan que no hay ningún hombre que esté a la altura de su hija. No creo que fueran los primeros padres de la historia que piensan eso del prometido de su hija.
Sara consiguió esbozar una lánguida sonrisa. Agradecía sus intentos de tranquilizarla, pero se quedaban cortos.
Al día siguiente, la madre de Sara sugirió que invitasen a Dieter y a su madre a cenar para que las dos familias se conociesen mejor. Sara sospechaba que detrás de esto estaba Natan; no le había hecho jurar que guardaría el secreto y el momento elegido encajaba demasiado bien para ser una coincidencia. Aun así, accedió, y después de darle vueltas con Dieter se decidieron por el domingo siguiente.
Sara apenas conocía a frau Koch; solo la había visto una vez. Una tarde de primavera, varios meses después de que Dieter y ella empezaran a salir, frau Koch había invitado a Sara a su pisito a tomar café. Era una mujer callada y adusta, flaca pero de hombros rectos y espalda tiesa, con una cara y unas manos que añadían diez años a sus cuarenta y tantos. Sara sabía por lo que le había contado Dieter que su madre había tenido una vida difícil incluso antes de que matasen a su padre en la Gran Guerra, y que él atribuía todos sus logros a la implacable devoción de su madre.
Sara le llevó flores en un jarrón de cristal tallado, se desvivió por ser agradable y cortés y elogió la tarta de mantequilla, que estaba francamente rica. A su vez, frau Koch le respondió con débiles sonrisas y susurros de cortesía, pero aparte de alguna que otra mirada dura y evaluadora cuando pensaba que nadie se fijaba, el foco de toda su atención fue Dieter, que cargó con el peso de la conversación como si no reparase en lo incómodas que estaban ellas dos.
Ahora que Sara era la prometida de Dieter, solo cabía esperar que su futura suegra tuviese un lado cariñoso que no había dejado ver en su primer encuentro.
Dieter y su madre llegaron a las seis en punto. Mientras sus padres los acompañaban al salón, la mirada de frau Koch correteaba por todas partes, deteniéndose en la lámpara de araña, el Renoir y el Manet de la galería, la elegancia y el buen gusto del mobiliario, la calidez de la abundante luz.
—Tienen ustedes una casa preciosa —dijo sentándose en la silla que le ofrecía el padre de Sara—. Dicen que todos ustedes son gente pudiente, y veo que así es.
Sara se puso tensa, pero su madre se limitó a arquear educadamente las cejas con gesto inquisitivo.
—Mamá quería que me dedicase a la banca —se apresuró a añadir Dieter—, pero mi formación me llevó por otros derroteros.
Sara sonrió aliviada: frau Koch se había referido a los banqueros, no a los judíos. Dado el clima político, era comprensible que los Weitz hubieran asumido lo peor.
Frau Koch rechazó un cóctel, pero Dieter aceptó. La conversación de los padres se centró en Sara y en Dieter, salpicada por las tímidas protestas de estos a las divertidas, y a veces embarazosas, anécdotas de su infancia. Durante la cena, una vez retirado el primer plato y cuando acababan de servirles el segundo, la madre de Sara se volvió hacia frau Koch y dijo:
—Quería decirle que nos alegra que Dieter y Sara se vayan a casar. Su hijo es un joven estupendo y estamos convencidos de que serán muy felices.
El rostro de frau Koch se contrajo en una expresión amarga:
—Eso espero, pero no han elegido un camino fácil, ¿no cree?
—No sé si entiendo a qué se refiere —dijo la madre de Sara con el mismo tono afable de antes.
—He criado a Dieter en el amor al Señor. —Frunció el ceño, como si los riesgos fueran tan evidentes que sobraba cualquier explicación—. Tengo entendido que Sara no piensa convertirse, pero espero que mi hijo consiga hacerle cambiar de opinión.
—Mutti —interrumpió amablemente Dieter—, ya te dije que estamos planeando hacer una ceremonia civil.
—Un matrimonio que no está bendecido por la Iglesia no es un auténtico matrimonio. —Frau Koch miró rápidamente a los padres de Sara—. Sin ofender.
El padre de Sara inclinó la cabeza impertérrito.
Frau Koch volvió a dirigirse a su hijo.
—¿Y qué me dices de los hijos? ¿Los bautizaréis? ¿Se sabrán las Sagradas Escrituras? —Su mirada tropezó un instante con Sara antes de volver a Dieter—. ¿Lo habéis pensado mínimamente?
Sara tragó saliva: de repente vio el flagrante descuido en el que habían incurrido Dieter y ella al no haber hablado de cuál de las dos religiones transmitirían a sus hijos. Sara nunca había sacado el tema porque, para ella, la respuesta era obvia; en su tradición, los niños nacidos de madre judía eran judíos. Pero quizá Dieter tuviera otras tradiciones distintas que a él le parecían igual de obvias.
—Es cierto que Sara y yo tenemos mucho de lo que hablar antes de la boda. —Dieter cogió la mano de Sara y se la apretó ligeramente para transmitirle con disimulo tranquilidad. Recorriendo a todos los comensales con la mirada, dijo—: Vendremos a menudo a pedirles consejo. Respetaremos sus opiniones. Eso sí, al final, todas las decisiones sobre nuestros hijos serán nuestras y solo nuestras.
Habló con tanta sensatez que desbarató cualquier posible objeción. Abrumada, Sara bajó la vista y se llevó la servilleta a los labios para esconder su angustia. ¿No sería que sus padres tenían objeciones tan firmes como las de frau Koch, y por motivos similares, pero se las estaban callando por respeto a su derecho a decidir por sí misma?
El resto de la velada transcurrió sin incidentes, pero cuando Dieter se despidió de ella no solo le dio un beso sino que también la dejó con la perturbadora sensación de que surgirían más objeciones antes de que se hubieran resuelto estas. Alegando jaqueca, agradeció a sus padres la cena, les dio un beso de buenas noches y subió corriendo a su dormitorio.
Se preparó para acostarse y se metió en la cama con un ejemplar muy gastado de La llamada de lo salvaje que le había prestado Mildred Harnack y que Sara no se atrevía a leer en ningún otro sitio más que en casa, ya que las obras de Jack London estaban entre las quemadas y prohibidas por la verbrennungstakt del 10 de mayo. Hasta entonces, su evocadora prosa siempre la había transportado en un abrir y cerrar de ojos a la vasta naturaleza salvaje de Yukón, pero aquella noche no se quitaba de la cabeza los asuntos planteados durante la cena y los que todavía quedaban por discutir. Dejó el libro a un lado y apagó la luz, pero el sueño le era esquivo. Al final apartó las sábanas de un tirón, se puso la bata y fue a prepararse una taza de manzanilla para que se le pasara el comecome. Salió sigilosamente para no despertar a sus padres, pero desde lo alto de la escalera vio luz en el salón y se dio cuenta de que seguían despiertos.
Seguro que una conversación sincera la tranquilizaría más que una manzanilla, se dijo, y bajó las escaleras. Justo cuando iba a dar unos toquecitos en la puerta abierta, oyó a su padre decir:
—Todo va a ir bien. No es un joven desagradable, ni cruel, ni inaceptable desde ningún punto de vista.
—Y entonces, ¿por qué nos oponemos? —contestó su madre.
El corazón de Sara latía aceleradamente. Respiró hondo, sin hacer ruido, y aguzó el oído.
—¿Oponernos? —dijo su padre—. Es una palabra muy fuerte para referirse a una pequeña reticencia.
—Natan dice de él que es un traje vacío.
—Natan tiene expectativas muy altas para los jóvenes que persiguen a sus hermanas.
—Siempre ha sido así —dijo su madre—. Sara quiere a Dieter. ¿No debería bastarnos con eso?
—Supongo. —Su padre suspiró—. Tenemos que pensar en todas las cosas buenas que pueden salir de este matrimonio. Está progresando en su profesión y seguro que mantendrá bien a su familia.
—Sí, y es muy guapo, así que tendremos nietos preciosos.
—¿Judíos preciosos o cristianos preciosos? Creo que la última palabra la tendrá la suegra de Sara.
—Jakob…
—Sí, es verdad, centrémonos en lo bueno. —Se oyó el crujido de una silla, como si su padre se hubiese levantado para pasearse por la estancia—. Sara tendrá un apellido ario. Puede que eso la proteja del acoso de los nazis.
—Y viaja a menudo al extranjero. Si Sara necesita abandonar el país, supongo que su marido podrá organizar una huida rápida.
Las voces se convirtieron en susurros, pero Sara ya había oído bastante. Volvió a subir en silencio, olvidándose de la manzanilla. Estuvo un rato tumbada bajo las sábanas, abatida y confusa, hasta que oyó que sus padres subían las escaleras y se retiraban a su cuarto, al fondo del pasillo. Solo entonces consiguió conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, como le remordía la conciencia por haber escuchado a escondidas, no dijo nada a sus padres sobre lo que había oído. Si la notaron alicaída, disimularon bien. Aun así, cuando estaba a punto de irse a clase, su madre, sin venir a cuento, la siguió hasta la puerta y la abrazó.
—Es verdad que Dieter y tú tenéis mucho de lo que hablar antes de casaros —dijo—, pero eso les pasa a todas las parejas. Anímate, cielo.
—Gracias, mutti —dijo Sara parpadeando para contener las lágrimas y dándole un beso en la mejilla.
Esa misma tarde, en vez de volver derecha a casa al acabar la última clase, cogió el metro y se fue al barrio de su hermana. Llegó a su casa en el preciso instante en que Amalie y la niñera estaban saliendo con las niñas, que iban preciosas con sus vestidos a juego y sus trenzas morenas.
—¿Te vienes al parque con nosotras? —sugirió Amalie, pero al ver la expresión de Sara se le borró la sonrisa—. O si no, que se lleve la señora Gruen a las niñas y tú yo nos quedamos aquí charlando con un café.
Cuando Sara, conteniendo las lágrimas, asintió con la cabeza, su hermana dio un beso rápido a las niñas, murmuró instrucciones a la señora Gruen y les dijo adiós. Cogiendo a Sara por el hombro, la hizo pasar a la cocina, le dijo que se sentara y puso la cafetera al fuego.
—A ver —dijo, una vez sentadas a la mesa con sendas tazas de café humeante y con un plato de galletas inglesas entre las dos—, ¿qué tal si me cuentas lo que te preocupa?
Y Sara le soltó todo a borbotones: los comentarios de Natan, las preocupaciones de frau Koch, los valerosos intentos de sus padres de ver el lado bueno del compromiso…
—No sé qué hacer —se lamentó Sara—. Era feliz, y ahora… —Alzó las manos y las dejó caer sobre el regazo—. Todo el mundo está agobiado, y odio haber disgustado a mamá y a papá, y lo único que quiero es que Dieter caiga bien a todos y que se alegren por nosotros.
—A mí Dieter me cae bien —dijo Amalie—. Me alegro por ti. Y sé que Wilhelm también.
Sara sintió una profunda gratitud.
—¿De veras?
—Sí, de veras. —Amalie estrechó la mano de Sara sobre la mesa—. No voy a negar que las diferencias religiosas sean importantes, porque por supuesto que lo son. Como también las cuestiones relativas a la crianza de los hijos. Wilhelm y yo también pasamos por todo esto antes de casarnos. —Sonrió, pero frunció el ceño, preocupada—. No rehúyas las preguntas difíciles, incómodas. Esas son las que más vas a necesitar responder. Es imposible prepararse para todos los desafíos que pueden presentarse en un matrimonio, pero la cuestión de la religión de tus hijos la tenéis que resolver antes de casaros. No pienses que todo se arreglará una vez nacidos. Decidáis lo que decidáis, los dos debéis estar seguros de que podéis acatar la decisión sin albergar secretas esperanzas de que el otro vaya a cambiar de opinión.
A regañadientes, Sara se obligó a sí misma a preguntar:
—¿Tú no crees que debería romper el compromiso?
—Pues claro que no. Nadie lo ha sugerido, ni siquiera frau Koch. —Amalie la observó detenidamente—. A no ser que lo hayas dicho a modo de sugerencia. ¿Es así?
—No, en absoluto —se apresuró a responder moviendo la cabeza—. Quiero a Dieter con todo mi corazón. Quiero casarme con él.
—Entonces, debes hacerlo. —Amalie sonrió, pero en sus ojos había un brillo de lágrimas—. ¡Ay, Sara! Con todo el odio y el miedo que hay en el mundo en estos momentos, si tienes la suerte de encontrar el amor verdadero deberías abrazarlo, conservarlo como el raro y valioso regalo que es.
Sara sonrió a través de las lágrimas y apretó la mano de su hermana. Ojalá que lo que tenían Dieter y ella fuese amor verdadero. ¿Había algún modo de saberlo antes de que por lo que fuera se pusiese a prueba y o bien se fortaleciese o bien se hiciese añicos?
—Conserva el amor, Sara. —La voz de Amalie era un susurrro quedo y feroz—. El amor es lo único que nos podrá mantener a flote en estos tiempos oscuros. Eso el miedo no puede hacerlo. Tampoco la preocupación. Solo el amor.