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Capítulo nueve

Diciembre 1932-febrero 1933 Mildred

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En agosto, Mildred recibió una oferta de trabajo: dar clases nocturnas en el Berlin abendgymnasium, una nueva escuela fundada por los socialdemócratas para que los adultos de clase obrera pudieran completar la educación secundaria y optar a la universidad. Aunque el sueldo era más bajo y la escuela carecía del prestigio de la universidad de Berlín, Mildred admiraba su misión, y el solo hecho de haber encontrado trabajo contra todo pronóstico era un gran alivio.

La mayoría de sus alumnos era de su misma edad, y, aunque tenían experiencia en oficinas o en fábricas, no estaban familiarizados con las aulas. Estaban en paro o aferrados a trabajos que se temían que no tardarían en perder, y se habían apuntado a la escuela nocturna con la esperanza de que los estudios los ayudasen a ascender socialmente. El precio de la matrícula era simbólico, los libros de textos, gratis, y a los estudiantes necesitados se les ofrecían comidas subvencionadas en un restaurante cercano antes de empezar las clases. Desde la primera fila, Mildred observó a sus alumnos y vio hombres y mujeres resueltos y esperanzados, pulcramente ataviados con trajes y vestidos oscuros, los zapatos lustrosos, el cabello peinado con esmero y expresiones que revelaban unas sinceras ganas de aprender.

Mildred, que era la única mujer y el único miembro estadounidense del profesorado, también había sido nombrada supervisora del Club de Inglés, que patrocinaba conferencias sobre temas académicos y culturales y de vez en cuando montaba obras de Shakespeare. Entre sus estudiantes había muchos que se habían apuntado, y cuando empezó a conocerlos mejor gracias a las actividades del club, se enteró de que había varios que compartían sus mismas convicciones antifascistas. Invitó a un puñado selecto a su grupo de estudios semanal, y le alegró ver hasta qué punto sus experiencias y sus puntos de vista enriquecían los debates.

A medida que iban pasando las semanas empezó a encariñarse con sus alumnos y le preocupaba la desalentadora realidad económica que les esperaba cuando se graduasen. Por muy bien que les enseñase, por muy diligentes que fueran o por mucho que se preparasen, los trabajos que se merecían tal vez no existirían cuando tuviesen el título en la mano.

La situación de Arvid era una prueba bien clara de que hasta los mejores y más brillantes podían ver frustradas sus esperanzas profesionales, aunque, en su caso, no solo la mala situación económica sino también la política le habían impedido conseguir una cátedra universitaria. El corazón de Mildred rebosaba amor y orgullo al ver que no se dejaba intimidar y que trabajaba sin rechistar en la firma de abogados a la vez que seguía persiguiendo su sueño. Después de organizar un viaje de investigación a la Unión Soviética para ARPLAN, había escrito un informe detallado sobre las fábricas, las granjas y las obras públicas que habían visitado, los representantes a los que habían conocido y las conferencias y actos culturales a los que habían asistido, y había repartido copias del informe a los otros miembros del grupo. También había empezado a escribir una guía económica y cultural de la Unión Soviética, describiendo su singular carácter nacional y el funcionamiento de la economía planificada.

—Cuando termine el manuscrito, voy a buscar un editor —le había dicho Arvid entre bostezo y bostezo mientras desayunaban después de otra larga noche volcado en sus papeles y sus notas—. Un libro con buena acogida podría abrirme por fin las puertas a un puesto de profesor universitario.

La resolución de Arvid, la determinación de sus alumnos y su fe en ellos la sostuvieron durante aquel otoño tan conflictivo. Después vinieron las elecciones de noviembre, y el revés de los nazis contribuyó a que las de 1932 fueran sus Navidades más felices desde que los nacionalsocialistas comenzaran su cruel y encarnizada lucha por el poder.

A comienzos de año hubo otra buena noticia: Rowohlt, una de las editoriales más grandes y prestigiosas de Alemania, aceptó publicar el manuscrito de Arvid. Le pagaron por adelantado, y cuando Arvid insistió en que Mildred utilizara la mitad del pago para comprarse un abrigo calentito de invierno, ella aceptó con la condición de que él invirtiera la otra mitad en unas gafas; hacía mucho tiempo que no se las graduaba, y además tenían una patilla rota y pegada con pegamento.

¡Hay tanto por lo que trabajar!, le escribió a su madre a finales de enero después de contarle la buena noticia de Arvid. El porvenir es magnífico, mejor que nunca. Tengo treinta años y un trabajo que me gusta, y no hay ningún obstáculo insuperable que me impida seguir avanzando. La vida me trata bien.

La tarde siguiente, arrebujada en su nuevo abrigo de lana y con una bufanda que le había tejido la madre de Arvid, se fue caminando al Berlin abendgymnasium y al llegar se encontró con que varios de sus alumnos la estaban esperando a la entrada con expresión sombría.

—¿Se ha enterado? —preguntó Karl Behrens, un trabajador del metal que aspiraba ser ingeniero mecánico—. Hindenburg ha nombrado canciller a Hitler.

A Mildred le dio un vuelco el corazón.

—¿Estás seguro?

—Conozco a uno de los asesores de Hindenburg —dijo Paul Thomas—. Los partidarios de Hindenburg intentaron formar una coalición respaldada por el ejército, pero al fracasar empezaron a negociar con los nacionalsocialistas. Los nazis convencieron a Hindenburg de que el sector más conservador conseguiría refrenar los impulsos más extremos de Hitler, de manera que… —Hizo un gesto de rabia con su único brazo—. En fin, que el Viejo Caballero dio el paso.

—Canciller Adolf Hitler —dijo Mildred silabeando. Las palabras sonaban preocupantemente falsas—. No, no puede ser.

—Pero es —dijo otra estudiante, apretándose los libros contra el pecho—. ¿Qué hacemos ahora?

En aquel momento, Mildred no tenía ni idea de si había algo que pudieran hacer, pero no pensaba desalentar a sus alumnos cuando habían acudido a ella en busca de esperanza.

—Ahora vamos a clase —dijo con firmeza señalando la entrada—. Seguimos como siempre, pero vigilantes. Vuestra educación es tan importante hoy como lo era ayer.

Con fuerza de voluntad, Mildred se centró y dio la clase como si fuera una tarde como otra cualquiera. A juzgar por las expresiones de sus alumnos, parecían divididos a partes iguales entre los que habían recibido la noticia del ascenso de Hitler con pavor y los que estaban exultantes. Estos últimos cogieron rápidamente los libros y salieron corriendo del aula nada más acabar la clase, mientras que la mayoría de los primeros se quedaron un rato más. Mildred los animó cuanto pudo mientras se consolaban unos a otros y especulaban acerca de lo que supondría un cambio tan drástico y repentino.

Cuando por fin se dispersó la clase, le sorprendió ver que Arvid la estaba esperando en la puerta de la calle. Le acompañaba su sobrino político de dieciocho años Wolfgang Havemann, estudiante de Derecho en la Universidad de Berlín. Inge, la hermana de Arvid, se había vuelto a casar el año anterior; Wolfgang era el hijo de su nuevo marido, el violinista y profesor de conservatorio Gustav Havemann.

—Wolfgang y yo pasábamos por aquí y se nos ocurrió que podríamos acompañarte a casa —dijo Arvid, saludándola con un beso en la mejilla.

—Hay mucha tensión en la universidad desde que dieron la noticia —dijo Wolfgang—. Los comunistas van a ir a la Cancillería a protestar contra el nombramiento de Hitler.

—Hemos pensado ir a echar un vistazo —dijo Arvid—, y a demostrarles a los nazis que no solo se oponen a ellos los comunistas.

Mildred sintió una punzada de angustia, pero no hizo caso.

—Vamos allá.

Al llegar a la Reichskanzlei, se encontraron con que no había una presencia apreciable de la oposición. Solo había multitudes de nazis entusiastas flanqueando las aceras, hombres y mujeres joviales y amenazantes sonriendo de oreja a oreja y ondeando banderas con la cruz gamada. La mayoría miraba hacia una ventana del primer piso de la Cancillería con un brillo de ilusionada reverencia en el rostro, y otros estiraban el cuello para ver bien la Wilhelmstrasse.

Al oír vítores y pisotones a lo lejos, Mildred cogió la mano de Arvid y le hizo detenerse. También Wolfgang se detuvo, y mientras el gentío rebullía entusiasmado a su alrededor, vislumbraron al fondo del bulevar un resplandor rojo parpadeante que se iba volviendo cada vez más intenso a medida que se acercaba.

—¿Fuego? —dijo Wolfgang.

Arvid asintió con la cabeza.

—Antorchas.

No tardaron en aparecer los manifestantes. Al frente iban los camisas pardas con las antorchas en alto, el humo subiendo hacia el cielo invernal. A continuación estaban los hombres de las SA, vestidos de negro, las insignias metálicas brillando a la luz de las antorchas. «Deutschland erwache!», gritó alguien en medio de la multitud, y otro hombre coreó el grito, y después, a ambos lados de la calle, las voces se alzaron al unísono cantando «Deutschland, Deutschland, Deutschland über Alles!».

Una tras otra iban pasando las filas de manifestantes, los rostros serios, orgullosos y triunfales, una avalancha de uniformes negros y pardos, luz de antorchas, metal centelleante. De repente, las voces se transformaron en un clamor. Cuando Arvid se volvió para echar un vistazo a la Cancillería, Mildred le siguió la mirada y descubrió que acababan de abrirse un par de ventanales de la primera planta y que había un hombre perfilado contra el resplandor de la luz eléctrica de la habitación de detrás. Le reconoció al instante: la baja estatura, el saludo acostumbrado —brazo derecho en alto, rígido, la palma hacia abajo—, el pelo castaño y lacio con raya a la izquierda y peinado a un lado, el bigote cuadrado y pasado de moda entre la nariz y el labio superior.

—Les presento a nuestro nuevo canciller —murmuró asqueado Wolfgang mientras Hitler saludaba a una sección de la muchedumbre y después a la otra, absorbiendo su adulación.

—No parece real —dijo Mildred con el corazón en un puño. No soportaba ver al nuevo canciller radiante y satisfecho, pero la escena que había debajo del ventanal no era mejor: hombres y mujeres corrientes, sus vecinos y conciudadanos, le vitoreaban con asombroso fervor. Mientras, el desfile de las SA y las SS continuaba sin parar: veinte mil hombres o más, los rostros orgullosos y siniestros a la luz de las antorchas.

—Mira cómo desfilan con las correas ceñidas y las dagas lustrosas —le dijo Arvid a su sobrino, apartando la mirada del nuevo canciller para posarla en los oficiales que le saludaban—. Están sedientos de sangre y son capaces de cualquier cosa. Ya lo verás. Con estas antorchas, lo primero que van a hacer es prender fuego a Alemania, y después al resto de Europa. Antes de que te des cuenta, te habrán puesto un uniforme.

Wolfgang palideció.

—Arvid —le reprendió Mildred.

—Ya lo verás —insistió Arvid. Cogió la mano de Mildred y les indicó con un gesto que salieran de la muchedumbre. Ya habían visto bastante.

Al día siguiente, mutti Harnack les dijo que un primo de Arvid, Dietrich Bonhoeffer, iba a pronunciar un discurso por la radio esa misma tarde en una emisión especial sobre el inesperado nombramiento de Hitler. En calidad de pastor luterano, le habían pedido que ofreciera una perspectiva religiosa.

La tarde del 1 de febrero, Mildred y Arvid invitaron a su grupo progresista de debate a escuchar el discurso de Dietrich, titulado «La visión alterada del concepto de führer de la joven generación».

—Si esperan que mi primo elogie a Hitler por ser un buen cristiano y aconseje a todo el mundo que acepte su nombramiento porque es la voluntad del Señor, se van a llevar una buena sorpresa —dijo Arvid sintonizando la emisora. A la vez que el crescendo de música sinfónica y la suave voz de barítono del locutor anunciaban el comienzo del programa, corrió a sentarse junto a Mildred en el sofá mientras los demás se apiñaban en torno a la radio.

Escucharon atentamente las palabras de Dietrich, que con voz clara, fuerte y seria reconocía que el país necesitaba un líder, pero se preguntaba por qué la juventud alemana, en particular, ponía todas sus esperanzas en un único hombre carismático.

«Un führer puede ser idolatrado por sus seguidores —advirtió Dietrich—. En su absoluta devoción, pueden crear un clima que exagere la idea que se hace el führer de su propia autoridad. Esto ha de evitarse a toda costa si no queremos que nuestro líder acabe guiándonos por el mal camino».

—Ya lo hace —dijo Paul Thomas.

Un murmullo de asentimiento acompañó a su comentario y se acalló cuando Dietrich siguió hablando.

«Son de temer aquellos que piensan que el führer es un ser supremo, superior al hombre, sin cortapisas y omnipotente. El führer ha de saber que no lo es, que es un servidor del pueblo. —La voz de Dietrich se volvió más vehemente—. El individuo es responsable sobre todo ante Dios. Para la mayoría de nosotros, esto es una obviedad. Pero ahora hay en marcha un movimiento para destronar a Dios, una conjura para instalar al führer como máxima autoridad sobre nuestras vidas. Si esto ocurriera…»

Un estallido de interferencias y, a continuación, silencio.

—¿Qué pasa? —preguntó Sara asustada.

Arvid se levantó de un salto para echar un vistazo a la radio.

—La radio funciona.

—Deben de haberle desconectado el micrófono —dijo Karl Behrens—. Espero que sea lo único que han hecho.

Mildred dio un grito ahogado.

—Seguro que Dietrich está bien —dijo Arvid, pero su voz forzada traslucía incertidumbre.

Hubo que esperar al día siguiente para que Arvid consiguiera comunicarse con su primo. Estaba a salvo, ileso… y furioso. No se había dado cuenta de que alguien de la emisora le había desconectado el micrófono y había seguido hablando cinco minutos más, advirtiendo al pueblo alemán que no imbuyese a Adolf Hitler los atributos de un icono religioso.

—Dietrich está empeñado en difundir su mensaje, así que está intentando que se lo publiquen —le dijo más tarde Arvid a Mildred—. Ya ha empezado a escribir otro ensayo en el que sostiene que los cristianos tienen la obligación moral y religiosa de defender a los judíos de la persecución.

—Espero que consiga que mucha gente cambie de opinión, y cuanto antes.

—Dietrich no está solo. Hay más gente diciendo lo que piensa, y nosotros también debemos hacerlo, antes de que perdamos la oportunidad. Hemos de apartar a Hitler de su nuevo cargo, antes de que eche raíces demasiado profundas.

Pero todo apuntaba a que se les estaba agotando el tiempo. Dos días después, el canciller Hitler reforzó su flamante autoridad convenciendo al presidente Hindenburg para que disolviese el Reichstag y convocase nuevas elecciones generales para el 5 de marzo.

Asustados e indignados, socialistas y comunistas aunaron fuerzas para oponerse a la jugada. Mildred y Arvid se hallaban entre los doscientos mil manifestantes que, portando antorchas, coreando eslóganes y entonando canciones de paz y unidad, se reunieron en el Lustgarten la gélida noche del 7 de febrero para protestar contra el nombramiento de Hitler. Aunque Mildred estaba temblando de frío, le reconfortó ver la cantidad de manifestantes que llenaban la plaza, personas como Arvid y ella y sus amigos, que reconocían el peligro de la marejada fascista y se negaban a ser arrastrados por ella. Había grupitos de camisas pardas merodeando a los lados de la protesta, lanzando miradas malévolas, pero aquella noche, al ser muchos menos, se abstuvieron de los habituales actos de violencia.

Fue una protesta triunfal, esperanzada, pero en los días siguientes miles de enemigos políticos, sobre todo comunistas, fueron arrestados por las SA, que con cualquier pretexto se los llevaba a cárceles improvisadas. A mediados de febrero, la violencia en las calles de Berlín se disparó cuando las turbas de camisas pardas sumaron los ataques a miembros del Partido Católico de Centro y a sindicalistas a los que venían siendo sus objetivos habituales, los comunistas y los socialdemócratas. Hubo políticos que hicieron un llamamiento a la calma a medida que se acercaba el día de las elecciones, pero muchos empleados públicos prominentes guardaron un extraño silencio.

—Todo el mundo sabe que los nazis son responsables de la violencia —dijo Arvid—. Ninguna persona razonable quiere que esto continúe. Seguro que el pueblo alemán votará para que Hitler y todo su partido abandonen el poder.

Mildred esperaba que estuviese en lo cierto. La situación era insostenible, y al final tendrían que prevalecer la razón y el sentido común. Las elecciones del 5 de marzo eran la oportunidad de volver a encarrilar la situación política para poder centrarse en la economía, en los puestos de trabajo y en ayudar a los pobres.

Entonces, el 27 de febrero, al caer la tarde, cuando Mildred empezaba a bostezar sobre un montón de trabajos de sus alumnos y se decía que ya era hora de acostarse, el gemido de la sirena de un camión de bomberos hizo que Arvid y ella se acercasen a las ventanas del mirador. A esta sirena siguió otra, y después otra más, hasta que la fría noche invernal parecía chillar alarmada.

Al noroeste, un rojo resplandor teñía el horizonte, y las ráfagas de viento traían olor a quemado. Arvid quería salir a ver qué se estaba quemando y si Neukölln corría peligro, pero Mildred, temiendo que hubiera disturbios o algo peor, no se lo permitió.

—A ver qué dicen en la radio —le insistió, pero las pocas emisoras que seguían abiertas a esas horas estaban retransmitiendo música, como cualquier otra noche.

Mildred y Arvid se quedaron cerca de las ventanas, mirando y escuchando hasta pasada la medianoche, cuando, al ver que las sirenas se acallaban y que ya no había camiones de bomberos en Hasenheide, se convencieron de que el fuego había sido sofocado. Exhaustos, se fueron a la cama y durmieron con el sueño agitado.

Por la mañana, se enteraron de que el origen del humo y de las llamas era el Reichstag, reducido ahora a un montón de ruinas que ardían lentamente al borde del Tiergarten.

Las mujeres de la orquesta roja

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