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Capítulo siete

Julio de 1932 Sara

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Dieter llevaba más de quince días en Budapest y Belgrado por negocios, pero cuando la madre de Sara sugirió que celebrasen su regreso con una cena familiar en la residencia de los Weitz, Sara se quedó tan sorprendida que vaciló antes de aceptar. A veces sus padres charlaban un ratito con Dieter cuando iba a buscarla, y una tarde, después de que la acompañase a casa, le habían invitado a tomar un café y pastel, pero una invitación a cenar era otra cosa completamente distinta. Sara no podía evitar decirse que ojalá se debiera a un cambio en los sentimientos de sus padres hacia Dieter, un deshielo de aquella reserva cortés que, se temía, encubría su pesadumbre y su decepción.

Desde el principio, Sara había sospechado que a sus padres no les acababa de gustar del todo su relación con Dieter, aun cuando no tuviesen nada personal contra él. Dieter y ella se habían conocido a través de Wilhelm y del jefe de Dieter, al que Wilhelm había contratado para que le suministrase un raro mármol italiano con el que quería restaurar una chimenea del ala este de Schloss Federle que se estaba desmoronando. Casualmente, Sara había ido a pasar unos días con su hermana cuando vino Dieter a resolver unos detalles pendientes del pago y la entrega, y nada más verle se había quedado impresionada por su atractivo, su seguridad en sí mismo y sus atentos modales. Amalie le había invitado a comer con la familia antes de emprender el largo viaje de vuelta a Berlín, y Sara y él se habían enfrascado tanto en la conversación que Amalie dijo entre risas que se sentía desplazada. Al despedirse, Dieter le preguntó si podían quedar en Berlín para seguir la conversación, y Sara fingió un momento de prudente reflexión antes de responder que sí. Amalie y Wilhelm le tomaban el pelo diciéndole que estaba embelesada con los soñadores ojos azules de Dieter y su sonrisa deslumbrante, pero, en realidad, lo que más admiraba de él era su tranquila confianza en sí mismo, las historias de sus viajes a lugares remotos y capitales famosas que ella solo conocía por los libros y su asombrosa perseverancia, que le había permitido embarcarse en una carrera profesional de éxito partiendo prácticamente de cero. Se había ganado todo lo que tenía con su trabajo, y Sara jamás le había oído ni una sola palabra de amargura o de envidia sobre otros hombres que se beneficiaban de los contactos y las fortunas de sus familias.

Los padres de Sara no habían puesto ninguna objeción a su primera cita, pero habían enarcado las cejas e intercambiado miradas elocuentes cuando les había anunciado la segunda. Dieter y ella llevaban dos meses saliendo cuando Sara oyó a su madre lamentándose con una amiga sobre la desafortunada predilección de sus hijas por los gentiles. Wilhelm era estupendo, se había apresurado a añadir, y en absoluto lamentaba que Amalie se hubiera casado con él y le hubiera dado dos nietas preciosas, pero que Sara siguiera por el mismo camino le partía el corazón. Que una de tus hijas se casara con un gentil era mala suerte. Dos, una tragedia.

Sara se había apartado en silencio con las mejillas al rojo vivo. No había estado pensando en el matrimonio, ni con Dieter ni con nadie; desde luego, no a corto plazo. Hacía tiempo que había decidido sacarse el doctorado, viajar al extranjero y forjarse una carrera profesional antes de casarse y formar una familia. Pero a medida que Dieter y ella seguían viéndose, empezó, casi sin darse cuenta, a dar vueltas al asunto. Quería que las cosas siguieran como estaban, pero Dieter le sacaba varios años y quizá quisiera sentar la cabeza pronto. A veces hablaban de sus creencias y tradiciones religiosas, pero nunca de los abrumadores desafíos a los que se enfrentaban los judíos y los cristianos que se casaban. Y aunque Amalie y Wilhelm habían demostrado que podía hacerse con elegancia y comprensión, Sara sabía por las confidencias de su hermana que su felicidad no había sido coser y cantar.

Por ahora, lo único que deseaba era disfrutar del tiempo que pasaba con Dieter sin preocuparse por el futuro. No obstante, si en los años venideros los sentimientos se hacían más profundos y seguían siendo tan felices juntos como ahora…, entonces ya vería. Cuando no fuera capaz de imaginarse viviendo sin él, se casaría con él, si se lo pedía.

Desde hacía varias semanas, el tema predominante en los cafés y en la prensa habían sido las inminentes elecciones. Al presidente Hindenburg, de ochenta y cuatro años y con mala salud, le habían convencido para que se presentase a la reelección porque su partido, el de los socialdemócratas, le consideraba el único hombre que podía derrotar a Adolf Hitler y persuadir a las facciones rivales para que colaborasen por el bien superior. En las calles de Berlín, los fascistas y los comunistas andaban siempre a la gresca: un grupo atacaba al otro, este tomaba represalias y se desencadenaba una espiral de violencia cada vez mayor. Frau Harnack había dicho una vez a su grupo de estudios que los tiroteos le recordaban los enfrentamientos que había en Chicago entre las bandas mafiosas por el territorio.

La víspera de la cena, los nacionalsocialistas habían celebrado un inmenso mitin de campaña en el Lustgarten, la gran plaza de enfrente del palacio del káiser. Miles de obreros e intelectuales comunistas fueron hasta allí a manifestarse, pero se encontraron con que la plaza ya estaba abarrotada de apasionados nacionalsocialistas, casi todos vestidos con la indumentaria nazi. Natan cubrió el acto para el Berliner Tageblatt, y más tarde dijo a la familia que, a juzgar por las pancartas con eslóganes, las canciones triunfales, el revoloteo de minúsculas banderas con la esvástica, como un inmenso enjambre de furiosas polillas rojas, negras y blancas, al menos había cuatro veces más nazis que comunistas.

Mientras su hermano describía la escena, Sara escuchaba incrédula. ¿Cómo podía apiñarse tanta gente en el Lustgarten para jalear a los nazis? ¿Acaso no entendían lo que defendían los fascistas? Los nazis siempre habían sido un partido marginal. ¿De dónde salían estas multitudes de simpatizantes?

—El mitin ya ha pasado, pero habrá más. —Natan cruzó una mirada con Sara, que supo que más le valía prepararse para encajar la disculpa que iba a darle su hermano—: Lo siento, Sara, pero mañana no voy a poder venir a la cena.

—¡Pero es que quiero que conozcas a Dieter!

—Ya le conozco.

—Pero quiero que le conozcas mejor. Amalie y Wilhelm ya dijeron que no venían. ¿Qué va a pensar Dieter si tú tampoco vienes?

Natan se encogió de hombros.

—Pensará que a veces pasan cosas importantes en momentos inoportunos y que tengo que adelantarme a la competencia y sacar la primicia. Es un hombre de negocios. Discúlpate por mí y lo entenderá.

Pues claro que Dieter lo entendería, pero no se trataba de eso. Sara había contado con la ayuda de su hermano en caso de que la conversación se descarriase y acabase en aguas turbulentas. Natan sabía hablar con todo el mundo, conducir hábilmente a la gente de un tema a otro y sacar información de una manera tan sencilla y amable que no se daban cuenta de lo mucho que habían revelado hasta que ya era demasiado tarde.

Bien pensado, quizá fuera mejor que Natan no viniese.

La tarde siguiente, Sara se puso su vestido de flores, ayudó a su madre y a la cocinera con los preparativos de última hora y esperó impacientemente en el vestíbulo hasta que sonó el timbre de la puerta. Sus padres estaban justo detrás de ella cuando abrió y le hizo pasar, de manera que, con gran disgusto para Sara, el ansiado encuentro fue poco natural, un fugaz apretón de manos y un casto beso en la mejilla, ojos que prometían más si tan solo pudieran sacar un momento solas…

Dieter había venido con regalos, una botella de vino de Tokaji para sus padres y un exquisito encaje bordado tradicional, tan bonito que, al quitarle el papel de seda en el que venía envuelto, Sara soltó un gritito de placer. Lo que no podía decir en voz alta era que mucho más grato todavía era verle a él. Había venido con su mejor traje, que resaltaba los anchos hombros y la delgada cintura; llevaba el cabello, rubio miel, pulcramente peinado a un lado, y así seguiría hasta que ella tuviera la oportunidad de alborotárselo; y el hoyuelo que asomaba en su mejilla izquierda cada vez que sonreía la dejaba ligeramente aturdida. Mientras daban cuenta del pato asado con patatas, Dieter estuvo charlando con sus padres, contándoles sus viajes, los lugares de interés que había visto, los negocios que había cerrado con éxito. Sara intentó intervenir en la conversación con comentarios inteligentes, pero se temía que debía de haberse pasado toda la cena contemplándole con adoración, como una niña boba deslumbrada por una estrella de cine.

El hechizo se rompió a los postres, cuando Dieter mencionó que había leído el reportaje de Natan sobre el mitin del Lustgarten en el periódico de la mañana.

—Lo describía de una manera tan gráfica que me daba la impresión de estar viéndolo con mis propios ojos —comentó—. Siento habérmelo perdido.

Por el rabillo del ojo, Sara vio que sus padres intercambiaban una mirada significativa.

—Aunque Dieter no habría participado, ni siquiera aunque hubiese podido —se apresuró a decir Sara, forzando una sonrisa—. Dieter no es ni un nacionalsocialista ni un comunista.

—Ni tampoco Natan, y estaba allí —dijo Dieter.

—Por motivos profesionales —repuso Sara con una mirada de advertencia.

No pareció que Dieter la registrase.

—Si no hubiera estado trabajando, lo mismo me habría pasado a echar un vistazo.

—No como participante sino como espectador, ¿no? —apuntó el padre de Sara.

Dieter sonrió.

—Prefiero decir que como un observador objetivo. Creo que es importante escuchar a las dos partes, ¿usted no?

Sara no veía el momento de cambiar de tema, pero como pasaban los segundos y la pregunta seguía flotando en el aire, la necesidad de una respuesta se hacía cada vez más apremiante.

—Claro, escuchar a las dos partes —dijo alegremente—. Así, si ves que una de las dos es irracional y que se equivoca en todos los sentidos, sabes que tienes vía libre para no hacerle caso.

Dieter se rio, sus padres sonrieron y Sara cambió rápidamente de tema.

Después de cenar, Sara declinó la invitación de sus padres a acompañarlos al salón y, cogiendo a Dieter de la mano, le llevó hasta la hilera de tilos del jardín. Sabía que allí detrás no se les veía desde la casa.

—Bienvenido, Dieter —dijo entrelazando los dedos por detrás de su nuca y poniéndose de puntillas para besarle.

—Mi preciosa Sara —susurró él cogiéndole la cara con ambas manos y devolviéndole el beso—. Te he echado de menos.

Sara tiró de él y le hizo sentarse a su lado en un banco escondido.

—No podemos quedarnos demasiado tiempo aquí fuera. Mi padre se inventará cualquier excusa para venir a ver los parterres.

Dieter soltó un bufido y preguntó con tono irónico:

—Bueno, qué, ¿he aprobado?

—¿A qué te refieres?

—Ya lo sabes. ¿He aprobado la inspección de tus padres?

—Pues claro. ¡Si no ha habido ninguna inspección!

Dieter se rio.

—Bueno, a ver, ¿cuál es el veredicto?

Sara hizo como que se indignaba y le dio un empujoncito. Dieter sonrió, la rodeó con los brazos y volvió a besarla. El corazón de Sara latía aceleradamente de felicidad y deseo. Enseguida pareció que Dieter se olvidaba de que en realidad no había respondido a su pregunta; y menos mal, porque no habría sabido qué decirle.

Dos semanas más tarde, Natan firmaba una crónica espeluznante. Corrían rumores de que unos siete mil miembros nazis de las SA y las SS de Prusia habían provocado a sus enemigos políticos desfilando a través de Altona, un suburbio de Hamburgo con gran presencia comunista en el que habían sido recibidos a tiros por francotiradores apostados en los tejados. En la edición del día siguiente, los corresponsales de la ciudad confirmaban que diecisiete personas habían muerto por herida de bala y que había varios centenares de heridos. Tres días después, el canciller Papen declaró que los incidentes del Domingo Sangriento de Altona le exigían disolver el gobierno de coalición de centro-izquierda de Prusia, así como su formidable fuerza policial, y someter a ambos al control federal.

—Esto es un golpe de Estado —dijo el padre de Sara, moviendo incrédulo la cabeza mientras dejaba un periódico y cogía otro, buscando, en vano, alguna noticia buena—. Esto es nada menos que un derrocamiento del Estado Libre de Prusia.

Las elecciones nacionales del 31 de julio asestaron otro duro golpe. Los nacionalsocialistas sacaron más de catorce millones de votos, el treinta y siete por ciento del electorado. Aún más desconcertante para Sara, los estudiantes universitarios votaron a Adolf Hitler en cantidades desorbitadas. ¿Cómo podían estar sus compañeros tan cautivados por la retórica de Hitler, por su manera tan palmaria de seguir el juego a los peores temores y prejuicios de la gente?

—¿Qué ven las generaciones más jóvenes en los nazis? —le preguntó su madre.

—No tengo ni idea —dijo Sara angustiada—. Ninguno de mis amigos se está dejando arrastrar por todo esto.

—Te digo yo lo que ven los jóvenes —dijo su padre—. Algo diferente. Algo perturbador. Hasta donde les llega la memoria, el gobierno siempre les ha fallado. No tienen trabajo, no tienen esperanza, solo rabia, y no tienen motivos para pensar que los partidos políticos en los que han confiado en el pasado vayan a frenar el declive. Para ellos, cambio es sinónimo de mejora.

—Y ¿qué hay del resto del electorado? —dijo Sara—. Vuestra generación debería tener más conocimiento, ¿no?

—Las generaciones más viejas siguen molestas por el castigo que les impuso el resto del mundo después de la Gran Guerra. Estoy seguro de que la promesa de Hitler de restituir el país a una mítica edad de oro les parece atractiva.

—Es terrible, terrible —dijo su madre con voz temblorosa—. Quizá deberíamos abandonar la ciudad. Podríamos pasar el resto del verano en la finca de Wilhelm y Amalie, hasta que amaine la violencia.

El padre de Sara negó con la cabeza.

—Ya sé que el panorama no es muy alentador, pero Hitler no es presidente, ni canciller, ni lo va a ser nunca. El pueblo alemán jamás aceptará que alguien como él sea su líder. Está completamente incapacitado para desempeñar ese papel.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —respondió la madre de Sara—. Los miles de alemanes que se concentraron en el Lustgarten para apoyar a los nazis parecían de lo más dispuestos a coronarle rey.

—Ya se les apagará el entusiasmo —dijo su padre con firmeza—. De aquí a un año, la estrella de Hitler dejará de brillar, y con ella la influencia de los nacionalsocialistas. Podrán sembrar el odio y la violencia, pero no gobernar.

La madre de Sara asintió, apaciguada, pero Sara seguía con sus dudas. Quería creer a su padre, pero no se le iba de la cabeza la descripción que había hecho Natan del salvaje fervor que asomaba a los ojos de las masas presentes en el acto. Había fuegos que solo se apagaban una vez que habían arrasado con todo lo que estaba al alcance de las llamas.

Las mujeres de la orquesta roja

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