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Capítulo ocho

Abril-noviembre de 1932 Greta

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Zúrich era todo lo que Felix había prometido y más. La elegante residencia de los Henrich era un oasis de serena prosperidad, y como Felix y Julia la trataban como a un miembro más de la familia, Greta disfrutaba de lujos hasta ahora desconocidos para ella: trufas de Périgord, caviar ruso, el mejor champán… Su suite, compuesta por un amplio dormitorio, un cuarto de estar y un cuarto de baño adjunto, era más grande que cualquiera de los apartamentos que había considerado su hogar, y las ventanas presumían de unas preciosas vistas de montañas nevadas y verdes valles abarrotados de ásteres violeta y senecios amarillos. Felix y Julia la incluían en sus salidas al teatro, a la ópera y a las salas de conciertos, y disponía de todo el tiempo que quisiera para explorar Zúrich y los alrededores a solas.

Su trabajo era interesante y ameno, y nunca tan arduo como para que tuviese ganas de quejarse. La biblioteca de Felix era el sueño de cualquier bibliófilo, inmensa tanto en cantidad como en variedad, pero estaba embalada de una manera tan arbitraria que la primera vez que abrió las cajas Greta se rio a carcajadas de puro asombro ante el desorden. Las dos niñas eran listas y encantadoras, generosas en abrazos, besos y piropos, y aprendían las sencillas lecciones de inglés tan deprisa que Julia confesaba que estaba asombrada y que envidiaba sus dotes. A cambio de todo esto, Felix pagaba a Greta un sueldo generoso además de la pensión completa. De este modo, podía cubrir sus necesidades, ahorrar para cuando vinieran las vacas flacas y enviar una buena suma de dinero a sus padres, agradecida de ser capaz de devolverles, por fin, una pequeña parte de todo lo que habían sacrificado por ella.

Y, para colmo, vivir en Zúrich le permitía poner más de ochocientos kilómetros entre ella y Adam, cuyas cartas, cuando Greta dejó de responder, se volvieron cada vez más infrecuentes hasta que dejaron de llegar del todo.

Greta siempre había sabido que el empleo no iba a durar para toda la vida, pero sintió una punzada de tristeza cuando colocó en su sitio el último de los libros de Felix y cayó en la cuenta de que el idilio suizo estaba llegando a su fin. Felix y Julia le aseguraron que podía quedarse cuanto quisiera como profesora de inglés de las niñas, pero las clases solo le ocupaban unas horas a la semana, y se notaba nerviosa, impaciente por enfrentarse a un nuevo desafío.

Llevaba tiempo observando a los estudiantes cuando iban a clase y a conferencias o estaban enfrascados en sus libros en la biblioteca y en los patios de la Universidad de Zúrich, escenas que le recordaban su época en la Universidad de Wisconsin. Pensaba con melancolía en su tesis doctoral inacabada, en sus planes frustrados, y empezó a preguntarse si no debería terminar lo que empezó. Por mucho que hubiera disfrutado de su desvío hacia el teatro, era difícil ver cómo podría continuar por esa senda sin toparse tarde o temprano con Adam. El tiempo y la distancia habían aliviado el dolor, pero las cicatrices eran demasiado recientes como para arriesgarse a hurgar de nuevo en las heridas.

Durante las largas tardes que seguían a las clases de inglés de las niñas, Greta escribía cartas a universidades alemanas para pedir información. Empezó con sus antiguos profesores de la Universidad de Berlín. También hizo consultas a la Universidad de Jena, preguntándose si Arvid y Mildred Harnack estarían entre el profesorado y diciéndose que sería maravilloso reunirse con ellos o, al menos, con Mildred. Y hubo más cartas: a universidades en Giessen, Fráncfort y Hamburgo (esta última le recordó dolorosamente el Internationale Theaterkongresse) y a varios lugares de Austria y de Suiza, por si acaso.

A comienzos de septiembre, recibió una respuesta de Karl Mannheim, un profesor de Sociología de la Universidad de Fráncfort del Meno.

—Dice que mis méritos le parecen impresionantes —les dijo Greta a Felix y a Julia esa misma noche, después de cenar—, pero insiste en entrevistarme antes de aceptarme oficialmente.

—Tienes que ir a la entrevista, por supuesto —dijo Felix—. No buscaremos una nueva maestra para las niñas hasta que decidas aceptar el puesto.

—Quizá no me lo ofrezcan.

—Estoy seguro de que sí.

—La única duda es si aceptarás —dijo Julia—. Si luego resulta que no crees que te vayan a gustar el trabajo o el profesor Mannheim, vuelve a casa con nosotros.

Conmovida al ver que Julia la consideraba parte de su hogar, Greta les dio las gracias y prometió tener en cuenta su amable oferta. Y, sin embargo, cuando llegó la hora compró un billete de ida y empaquetó todas sus pertenencias. Aun cuando el profesor Mannheim no la contratase, sabía que su futuro no estaba en Zúrich.

Por la mañana temprano, después de despedirse de la familia Henrich y de que a sus jóvenes alumnas se les saltase la lagrimilla y le rogasen dulcemente que volviera pronto, Greta recorrió los cuatrocientos kilómetros en dirección norte que la separaban de Fráncfort del Meno, una próspera ciudad que seguía el curso del río Meno a su paso por Hesse. El doctor Mannheim no había cumplido los cuarenta, tenía el cabello oscuro y con entradas, una mirada penetrante e inteligente y una voz a la que el encantador acento húngaro infundía calidez. La saludó cordialmente, fumó en pipa durante toda la entrevista y pareció que lo que más despertaba su curiosidad eran las investigaciones de Greta en la Universidad de Wisconsin y su trabajo con el profesor John Commons y los Friday Niters. Explicó que sus intereses intelectuales se centraban en la sociología del conocimiento, y le dijo que esperaba que pudiera darle más información sobre las novedades académicas de Estados Unidos.

—Tengo suficientes fondos en mi presupuesto para contratar a un estudiante de posgrado que pueda servirme de ayudante y secretario —le dijo—. Una de sus primeras tareas sería poner en orden mi biblioteca.

—De hecho, tengo una dilatada experiencia organizando bibliotecas.

Veinte minutos después, al salir de su despacho, tenía el trabajo, y también la firma del doctor Mannheim en valiosos documentos que la aceptaban en la universidad como doctoranda.

De nuevo, tenía ocupadas todas las horas del día. Alquiló un cuarto en una casa de huéspedes a poca distancia del campus, se instaló y se familiarizó con la sección de Sociología de la biblioteca universitaria. Pero había otra biblioteca que le exigía casi toda su atención: la inmensa colección personal de libros del doctor Mannheim, apiñados caprichosamente en estantes arqueados y repartidos por el suelo de su oficina en precarios montones. Cuando Greta no estaba clasificando libros, pasaba cartas a máquina, organizaba papeles, calificaba trabajos de estudiantes de licenciatura y se encargaba de cualquier tarea aburrida pero imprescindible que le confiase el doctor Mannheim. Sobre la marcha, conoció a otros estudiantes de posgrado del departamento, todos tan sobrecargados de trabajo y a la vez tan contentos de tenerlo como ella.

Un día especialmente agotador se topó con otro doctorando que se había acercado a comer algo rápido a un café barato cercano al Departamento de Sociología. Cuando, entre trago y trago de café, hizo una pausa para lamentarse de que era imposible sacar dos horas seguidas para trabajar en la tesis, el estudiante asintió con gesto cómplice.

—Esto es lo que nos pasa por haber elegido profesores así —comentó—. Para la próxima vez ya sabemos que no debemos consentir trabajar para judíos, ¿eh?

—No sé de qué me hablas —dijo Greta dando un paso atrás. Le había cogido mucho cariño al doctor Mannheim y le fastidiaba que le insultasen, sobre todo con aquellas calumnias antisemitas desagradables y chabacanas que no se apoyaban en ninguna verdad ni exigían un especial ingenio para ser pronunciadas.

—Sí que lo sabes —protestó el estudiante sonriendo—. Ya sabes cómo son los judíos.

—¿A qué judíos te refieres? —contraatacó Greta—. ¿A todos? Supongo que no. Ningún aspirante serio a sociólogo sería tan poco científico como para creerse capaz de describir a millones de personas que casualmente comparten la misma religión con un puñado de adjetivos facilones y estereotipos absurdos.

—No me entiendes. Solo quería decir que…

—Los judíos que yo conozco son personas trabajadoras, académicos brillantes, amigos generosos… y, vale, también los hay que no lo son tanto, pero incluso el peor de ellos sería mejor compañía que tú.

Cogió su plato, su taza y sus libros y se fue a otra mesa.

El estudiante jamás volvió a dirigirle la palabra y evitaba mirarla si se cruzaban por los pasillos, pero Greta no le echaba de menos. Convertir a los judíos en chivo expiatorio —o a los comunistas, a los polacos, a las mujeres o a los inmigrantes— era el refugio de los vagos, de los envidiosos, de los faltos de imaginación. Solo servía para que el mundo se convirtiera en un lugar feo y hostil, y no ayudaba a resolver ningún problema real. Prefería ser una solitaria a contar con intolerantes entre sus amigos.

Afortunadamente, conoció a muchos más estudiantes del departamento con los que congenió, y hubo varios con los que no tardó en trabar una buena amistad. También organizó un grupo de estudios de estudiantes de posgrado, en parte porque estudiar con compañeros siempre la motivaba, pero también porque estaba deseando reproducir la camaradería de los Friday Niters. Al principio el grupo era muy pequeño, solo Greta y unos compañeros de clase a los que había invitado una tarde a café, pero, cuando decidieron expandirse, los letreros que puso por el departamento atrajeron a un grupo casi cuatro veces mayor. Era imposible escoger un día y una hora al gusto de tantos estudiantes, así que decidió repartir las reuniones a lo largo de la semana para que los miembros pudieran asistir cuando más les conviniera. Los puntos de encuentro también variaban, pero siempre elegían cafés y salas de estudiantes en Zeppelinallee, la simpática calle zepelín, al oeste del campus. Como pasaban volando de un tema importante a otro tan a menudo como cambiaban de horario y de lugar, Greta decía que eran el Fliegergruppe, «el grupo de vuelo», una divertida alusión a sus hábitos así como a la calle favorita de todos ellos.

En otras ocasiones, por lo general entrada la noche, después de abandonar el despacho del doctor Mannheim muerta de cansancio y con los hombros doloridos de coger mamotretos y colocarlos en estanterías altas, Greta se reunía con estudiantes de otros departamentos, amigos que compartían su interés por la política y su odio al fascismo. Durante aquel tenso otoño, no pudieron desconectar de la cacofonía de la campaña electoral: los nazis y los comunistas se peleaban por ganarse a los votantes de otros partidos antes de las inminentes elecciones. En la anterior ronda de las elecciones, en julio, cuando Greta estaba en Zúrich dando vueltas a su porvenir, ni Hindenburg ni Hitler habían sacado suficientes escaños en el Reichstag como para gobernar en mayoría, así que se habían vuelto a convocar elecciones para principios de noviembre. La mayoría de los nuevos amigos de Greta sostenía que los socialdemócratas habían llevado al país al borde de la ruina, pero estaban todos de acuerdo en que los nacionalsocialistas no ofrecían ninguna solución válida, solo rabia, vagas promesas de devolver a Alemania su grandeza y gritos.

Varios días antes de que el pueblo alemán acudiese a las urnas, Estados Unidos iba a elegir a su próximo presidente. Greta también siguió estas elecciones con gran interés. Sabía que entre la escalada de la Gran Depresión y una tasa de desempleo superior al veinte por ciento, al presidente Herbert Hoover le iba a costar convencer a nadie de que merecía cuatro años más al frente del país. Greta prefería a su contendiente demócrata, el gobernador de Nueva York Franklin D. Roosevelt. El New Deal que proponía, con su política progresista de ayudar a los empobrecidos y reactivar la economía, perfectamente podía salvar a aquel país, mientras que lo único que ofrecía Hoover era un prolongado estancamiento.

Hacía ya muchas horas que había empezado el miércoles 2 de noviembre en Berlín cuando Greta se enteró de que Roosevelt había ganado por abrumadora mayoría.

—¡Siete millones de votos! —exclamó asombrada mientras la radio del Bierpalast daba la noticia con la música de fondo de Vuelven los días felices.

—Estupendo para los estadounidenses —refunfuñó un amigo—, pero ¿qué supone para nosotros, aquí, en Alemania?

—Quizá sea una señal de que el mundo empieza a seguir un rumbo nuevo y progresista —dijo Greta.

Josef la miró, incrédulo.

—Este optimismo injustificado, ¿es un hábito que adquiriste en Estados Unidos?

A Greta casi le da la risa.

—Eres la primera persona que me considera una optimista.

—Todo es relativo. Díselo al profesor Einstein.

Otro amigo levantó las manos pidiendo paz.

—Si el señor Roosevelt consigue darle la vuelta a la economía estadounidense, puede que sus bancos vuelvan a conceder préstamos al exterior. Eso nos ayudaría.

—Tal vez a la larga sí —dijo Josef—, pero tendrán que pasar muchos años.

—Vale, puede que los días felices aún no hayan llegado —concedió Greta—, pero a lo mejor nos estamos acercando.

Parecía que sus esperanzas habían sido proféticas. Varios días después, los nacionalsocialistas sufrieron un inesperado revés en las urnas alemanas: la pérdida de dos millones de votos y treinta y cuatro escaños en el Reichstag. A los socialdemócratas les fue mejor, solo perdieron doce escaños, pero aun así quedaban en segundo puesto por detrás de los nazis. Los comunistas quedaron en tercer lugar, pero presumían de haber sacado once escaños más en el Reichstag, mientras que en el resto de los partidos se producían variaciones inapreciables a mejor o a peor.

Dentro de lo que cabía, Greta no podía haber esperado mejores resultados, y aquel día se volcó en su trabajo con una sonrisa en la cara, más contenta y esperanzada de lo que había estado desde los soleados y pacíficos días de Zúrich. Hasta el profesor Mannheim se dio cuenta.

—Parece como si estuviera usted bailando mientras coloca los libros —comentó, alzando la mirada del escritorio cubierto de papeles para observarla por encima de la montura de las gafas—. ¿A qué se debe su buen humor?

—A las elecciones, por supuesto —dijo Greta, sosteniendo una pila de libros con la cadera—. ¿Usted no estás contento?

El profesor se encogió de hombros.

—Podría haber sido mucho peor.

—Sí, ¡y cuánto me alegro de que no lo fuera! Hasta ahora, los nazis han ido ganando escaños en cada convocatoria. Por fin se les ha acabado la racha. Por fin, Alemania ha rechazado el fascismo.

—No descorchemos aún el champán —advirtió el profesor Mannheim—. Puede que los nacionalsocialistas hayan perdido escaños, pero aun así han arrastrado a un tercio del electorado. Más de once millones setecientos mil alemanes piensan que Adolf Hitler sirve para gobernar.

—Pero a lo mejor esto es un punto de inflexión. Cuanta más gente acabe entendiendo lo que representan los nazis, más gente acabará por rechazarlos.

—Me temo que la gente entiende perfectamente lo que quiere Hitler, y lo que se propone, y que es justo por eso por lo que le votan. No porque le malinterpreten sino porque le entienden perfectamente, y les parece bien.

—Espero que se equivoque usted, profesor.

—Yo también. Pero tiene razón en eso de que hemos de celebrar las victorias, por pequeñas que sean. Por mucho que los nazis tengan el mayor número de escaños del Reichstag, no tienen mayoría. A no ser que formen coalición con otro partido, no podrán gobernar sin trabas. Es probable que el presidente Hindenburg y el canciller Von Papen sigan gobernando por decreto.

Greta se encogió de hombros, reacia a perder la esperanza en un día como aquel.

—Mejor sus decretos que los de Hitler.

El profesor Mannheim asintió con expresión sombría.

—En eso, señorita Lorke, estamos completamente de acuerdo.

Las mujeres de la orquesta roja

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