Читать книгу Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer Chiaverini - Страница 22

Capítulo catorce

Abril-mayo de 1933 Mildred

Оглавление

Las nuevas leyes arias de Hitler provocaron la ira y la indignación no solo de los judíos sino también de todos los alemanes incapaces de soportar la opresión de sus conciudadanos. Cada vez más consternada, Mildred animaba a sus alumnos judíos a perseverar y se despedía tristemente de colegas que habían preferido abandonar Alemania antes que vivir amedrentados por la posibilidad de ser despedidos o arrestados.

No todo el que quería emigrar podía. Un día, a finales de abril, Samson Knoll, un estudiante al que Mildred había conocido en la Universidad de Berlín, acudió a ella de parte de Alfred Futran, un librero y periodista judío cuyo padre había muerto a tiros a manos de unos extremistas de derechas en 1920 durante un intento de golpe de Estado.

—Futran tiene que salir del país —dijo Samson—. Usted tiene contactos con la embajada americana. ¿Podría ayudar a mi amigo a llegar a Estados Unidos?

—Estados Unidos tiene cupos de inmigración —le advirtió Mildred, compadeciéndose de él—. Tu amigo quizá tenga que esperar años hasta que su caso tenga prioridad.

—Bastaría con ayudarle a salir de Alemania. —Samson le agarró la mano—. Por favor. No se lo pediría si no fuera urgente.

Profundamente afectada, Mildred prometió hablar con un amigo de la embajada. El amigo era el cónsul estadounidense George Messersmith, que, aunque comprendía la situación, no podía tramitar la inmigración de Futran a Estados Unidos.

—Lo más que puedo hacer es ayudarle a ir a París.

Mildred le dio las gracias efusivamente, y los siguientes días pidió cosas parecidas para otros amigos. Messersmith siempre hacía lo que podía.

Como estadounidense en un país cada vez más hostil hacia los extranjeros, a veces se preguntaba si también ella debería marcharse de Alemania. A finales de marzo, un grupo de camisas pardas se había enfrentado a tres estadounidenses que estaban en Berlín en viaje de negocios al ver que no hacían el saludo nazi al paso de la caravana de Hitler. Después de arrestarlos, los SA se los había llevado al cuartel general, los habían desnudado y los habían dejado toda la noche temblando de frío en una celda. Por la mañana les habían pegado hasta dejarlos inconscientes y los habían tirado en medio de la calle. Poco después, un corresponsal de la agencia de noticias United Press International había sido detenido sin cargos, pero gracias a las insistentes indagaciones de Messersmith había salido libre e ileso.

Mildred no creía que se hiciera notar por ser extranjera como los empresarios y los periodistas estadounidenses, pero se pasaba a menudo por la embajada de Estados Unidos y desempeñaba un papel activo en el Club de Mujeres Americanas, de manera que quizá se equivocaba. Pero, aunque así fuera, ¿cómo iba a pensar en abandonar Alemania, donde se había construido una vida rodeada de familia y amigos del alma? Arvid no quería emigrar, y no soportaba la idea de irse sin él. Para un observador casual, parecía alemana. Seguro que estaría a salvo si no hacía nada que llamase la atención de los rufianes antiestadounidenses.

—Necesitamos un embajador fuerte para que lidie con todas estas atrocidades nazis —le confió Messersmith después de la liberación del corresponsal de la UPI—. Esperemos que el nuevo presidente nos envíe uno pronto.

Mientras tanto, buena parte de las funciones del embajador recayeron sobre Messersmith y sobre el consejero de la embajada George Gordon, incluida la de obtener la liberación de los estadounidenses detenidos por la nueva policía secreta estatal, la Geheime Staatspolizei, o, dicho de forma resumida, la Gestapo. La prensa, sometida a censura, apenas informaba sobre los ataques a los estadounidenses, pero por la pequeña comunidad de expatriados corrían como la pólvora tensos rumores. Como se sabía que Mildred y Messersmith eran amigos, a menudo le pedían que confirmase estremecedoras informaciones sobre detenciones o ataques. Cada vez que el Club de Mujeres Americanas se reunía en la cómoda suite de la Bellevuestrasse, cerca del consulado, con motivo de comidas, conferencias, partidas de bridge o meriendas, tenía que aguantar una lluvia de preguntas a las que, según iba pasando el tiempo, cada vez era más difícil dar respuestas tranquilizadoras.

Para todos los que se oponían a los nazis, la discreción pasó a ser primordial cuando el gobierno impuso la gleichschaltung, o «unificación», en el país, ajustando a la fuerza todos los aspectos de la sociedad alemana a la ideología nazi. Las escuelas fueron uno de los primeros blancos fundamentales de esta «unificación». A lo largo y ancho de Alemania, se investigó a los maestros y al personal no docente, y a todo el que se le consideraba no ario o políticamente cuestionable se le expulsaba con carácter permanente.

Mildred no se sorprendió cuando el Berlin abendgymnasium, una institución progresista fundada por los socialdemócratas, fue sometido a un escrutinio especialmente intenso. Al volver a la escuela después de las vacaciones de Pascua, descubrió que el descanso iba a prolongarse indefinidamente mientras los nazis llevaban a cabo una inspección exhaustiva. Una secretaria le confió que la administración estaba resignada a hacer cualquier concesión, por desagradable que fuera, con tal de mantener la escuela abierta.

—Lo tengo difícil —dijo Mildred andando de un lado para otro del piso mientras Arvid estudiaba en su butaca favorita del mirador—. Soy la única mujer del cuerpo docente, y extranjera. Basta con que pregunten a herr Schönemann por qué me echó de la Universidad de Berlín y seguro que me despiden.

Arvid intentaba animarla, pero estaba tan convencida de que el despido era inminente que cuando recibió una carta con la fecha de reapertura de la escuela se preguntó si querrían que diera clase o que recogiera sus bártulos del escritorio. El primer día solo era para los profesores, convocados a una reunión en la que se iba a hablar de todas las cuestiones planteadas por la inspección. Quizá querían despedirla de viva voz.

Llegó el día señalado y nada más llegar se quedó horrorizada. Aunque, por alguna razón, ella conservaba su puesto, la mitad del profesorado había sido expulsada, incluidos el director y los cuatro profesores numerarios que preparaban y supervisaban los exámenes de fin de carrera. El doctor Stecher, el orientador del alumnado, había sido nombrado director provisional. Mildred se esforzó por mantener una expresión impasible mientras oía su discurso inaugural, en el que denunció «la manifiesta tradición demócrata-liberal de la escuela» y su «ideología marchita» y declaró que los cruciales acontecimientos históricos de 1933 habían impulsado a la escuela a una nueva era grandiosa de «poderosa transformación». Al acabar su discurso, que fue recibido con aplausos tibios, mecánicos, sus ayudantes corrieron a reasignar a los estudiantes a los doce profesores que quedaban. Inmediatamente después, se estableció en la escuela una división de la Asociación de Estudiantes Alemanes Nacionalsocialistas con el fin de animar a los alumnos a adaptarse a los ideales del nuevo Estado. Una vez reanudadas las clases, y para cuando empezaron los exámenes finales, en el Berlin abendgymnasium se había extirpado de raíz hasta el último vestigio de la ideología y la filosofía socialdemócrata.

El primero de mayo era, por tradición, un día en el que los sindicatos alemanes celebraban su solidaridad con desfiles y discursos, pero aquel año los nazis se lo apropiaron para sus propios fines, declarándolo Día Nacional del Trabajo y convirtiéndolo en un festivo pagado para ganarse las simpatías de los obreros. A lo largo y ancho del país se celebraban enormes concentraciones y festivales, pero el mayor fue en Berlín, donde incluso algunos sindicatos que hasta entonces se habían mostrado escépticos participaron en el espectáculo. Decenas de miles de personas desfilaron por delante de las ventanas de Mildred y Arvid que daban a Hasenheide, cantando, gritando eslóganes y portando pancartas, con rumbo al campo de aviación Tempelhof, donde más de un millón de personas, entre participantes en el desfile y espectadores entusiastas, abarrotaban el terreno. A la vez que se desplegaban en lo alto banderas con esvásticas, doce grandes bloques de participantes uniformados se lucieron con marcada precisión militar, arrancando vítores eufóricos de la mayoría de la multitud e infundiendo en otros un pavor atenazante.

¡Qué hermoso fue!, escribió Mildred a su madre al día siguiente, adoptando un sencillo código que confiaba que su madre entendería y que consistía en decir exactamente lo contrario de lo que pensaba. Miles y miles de personas desfilando ordenadamente, cantando y tocando por las majestuosas calles que se abren en abanico desde nuestra casa. Me acordé de los desfiles de preparación que se hacían en nuestro país al inicio de la Gran Guerra. En las masas hay un gran impulso que puede despertarse… un impulso grandioso y bello. Como sabes, me pareció que este impulso se encauzaba adecuadamente en la guerra, y de la misma manera pienso que también ahora se está encauzando adecuadamente. Es algo muy hermoso y muy serio…, tan serio como la muerte.

Más tarde, Mildred habría de enterarse de que, mientras ella escribía, los nazis estaban ejecutando un ataque coordinado a los sindicatos socialdemócratas de todo el país, allanando sus oficinas, cerrando sus publicaciones, apropiándose de sus fondos. Detuvieron a líderes sindicales y los pusieron bajo custodia protectora en campos de concentración… menos a aquellos a los que mataron en el acto, supuestamente por resistirse a ser detenidos.

—Un día los nazis celebran al trabajador —dijo Arvid— y al día siguiente le destruyen.

—Me figuro que el pueblo alemán verá la misma pauta que vemos nosotros —dijo Mildred—. En algún momento dejarán de distraerlo las concentraciones y los espectáculos. Al final será cuestión de elegir entre el bien y el mal, el sentido común contra el absurdo.

Arvid guardó silencio.

—¿No estás de acuerdo? Las cosas no pueden seguir así. Al final la gente dirá que ya basta.

—¿Qué gente? —dijo Arvid—. ¿Los comunistas y los sindicalistas que están en campos de prisioneros? ¿Los judíos alemanes a los que cada día despojan de más derechos civiles? ¿Los estudiantes hambrientos que se dejan llevar por el entusiasmo de Hitler porque quieren respuestas fáciles y un chivo expiatorio?

—La gente racional —dijo Mildred—. La gente que actúa impulsada por la decencia, la compasión y el respeto a la ley, y no por el odio y el miedo. Esa es la verdadera Alemania, y no… —Desde el mirador, señaló en general desde la acera de abajo hacia el campo de aviación de Tempelhof—. Y no ese delirio de mentiras que vimos ayer.

—¿Tú estás segura de que nosotros somos más que ellos?

—¿Cómo no vamos a ser más?

—Eso pensaba yo. Ya no estoy tan seguro. Pero por mucho que nuestras filas sean poco numerosas, no puedo deshacerme de mis convicciones más íntimas solo para seguir la corriente a la mayoría.

—Yo tampoco.

—Pues entonces, no lo haremos. —Arvid cogió las manos de Mildred entre las suyas—. Permaneceremos fieles a nosotros mismos, pero hemos de tener cuidado.

Mildred lo sabía perfectamente. A medida que la «unificación» iba arraigando a su alrededor, había empezado a sentirse demasiado angustiada para hablar con libertad sobre temas políticos si no era en casa de amigos o familiares. En el aula, medía sus palabras incluso con miembros de su grupo de estudios progresista, por si acaso había alguna persona hostil al alcance del oído.

La presencia de la Asociación de Estudiantes Alemanes Nacionalsocialistas fue transformando a un ritmo constante el carácter del abendgymnasium. Aunque Mildred luchaba por alejar de su clase la influencia del grupo, no podía evitar los carteles que cubrían los pasillos con las Doce Tesis para restaurar la pureza de la lengua y la literatura alemanas. La mayoría eran llamadas a purgar la cultura alemana del «intelectualismo judío» y volver a la expresión «pura y sin adulterar» de sus tradiciones populares. «Nuestro enemigo más peligroso es el judío y aquellos que son sus esclavos», chillaba la cuarta tesis, y la quinta comenzaba: «Un judío solo puede pensar en judío. Si escribe en alemán, está mintiendo».

Las Doce Tesis carecían de toda lógica, solo había odio y rabia, y a Mildred le asqueaba ver a estudiantes leyendo los carteles y discutiéndolos en serio como si fueran verdades que merecían explicaciones intelectuales y no un puñado de basura entremezclada con invectivas. Le apenaba ver a algunos de sus alumnos preparándose con ilusión para la Acción Contra el Espíritu Anti-Alemán convocada por la Oficina Principal de Prensa y Propaganda de la asociación. Se instaba a las divisiones, a compilar listas negras de autores «degenerados», a escribir artículos denunciando la influencia judía en la cultura literaria alemana y a entregar los documentos a la prensa y a la radio de la localidad. Su campaña publicitaria iba a culminar el 10 de mayo a escala nacional en una inmensa säuberung…, una limpieza literaria por medio del fuego.

Mientras el crepúsculo daba paso a aquella noche fatídica, Mildred estaba enfrente de las ventanas del mirador viendo con aire pensativo cómo se encendían las luces en las ventanas a ambos lados del Hasenheide. Arvid la encontró allí y la abrazó por detrás con ternura.

—No hace falta que vayamos —dijo contemplando la escena por encima del hombro de Mildred—. ¡Como si no nos bastase con imaginarlo! No hace falta que compruebes con tus propios ojos que sucede.

—Quiero verlo. —Mildred respiró hondo, se dio la vuelta sin soltarse de su abrazo y le besó—. Tengo que ver con mis propios ojos hasta qué punto hemos llegado a una situación desesperada, porque si no, no me lo creeré.

Poniéndose un jersey de lana para protegerse de la fría noche primaveral, siguió a Arvid escaleras abajo y salieron a la calle, donde seguían flotando los dulces aromas del kuchen y de la vainilla a pesar de que la pastelería llevaba varias horas cerrada. Cogió a Arvid del brazo y echaron a andar deprisa hacia la Universidad de Berlín, donde el primo Dietrich Bonhoeffer los estaba esperando a la puerta del edificio donde tenía su despacho.

—Los estudiantes llevan cuatro días formando la pira —dijo mientras se dirigían a Opernplatz, donde miles de estudiantes y ciudadanos y varios profesores con togas y birretes se apiñaban nerviosos e ilusionados—. Empezaron vaciando la biblioteca entera del Institut für Sexualwissenschaft, y detrás vinieron innumerables libros más, obras de Freud, Einstein, Mann…

Dietrich se interrumpió al oír gritos, vítores y canciones. Cuando se volvieron para echar un vistazo a la calle, a Mildred se le cayó el alma a los pies: una vez más, el parpadeante resplandor rojo iluminaba las fachadas de los elegantes edificios que flanqueaban Unter den Linden.

—Otro desfile… —refunfuñó Arvid, cogiendo a Mildred de la mano sin apartar la mirada de los manifestantes que se acercaban—. Más antorchas.

—Pero esta vez, las antorchas que les alumbran el camino también van a sumirlos en la oscuridad —dijo Dietrich en voz baja—. La oscuridad de la intolerancia y de la ignorancia, más peligrosa que la noche más oscura.

Estudiantes, miembros de las SA, Juventudes Hitlerianas…, todos desfilaban en dirección a Opernplatz, fila tras fila, sus rostros siniestros bajo la luz deslumbrante. En los brazos llevaban libros cogidos de bibliotecas escolares, librerías, estanterías de casas en las que Mildred se imaginaba a matrimonios perplejos lamentando el extraño fanatismo que había transformado a sus queridos hijos en aterradores extraños. Un estruendoso clamor le hizo volver de nuevo la mirada hacia la plaza. Estaban lanzando antorchas a la pira de libros, que empezaban a arder lentamente, humeaban y acababan devorados por las llamas.

Mientras los manifestantes se acercaban a la pira a lanzar más libros a la llamarada, Mildred sintió que un escalofrío atenazador le subía por la espalda cuando decenas de millares de voces empezaron a entonar una letanía de «juramentos de fuego»: primero, la ofensa contra la lengua y la literatura alemanas; después, lo que tenía que defenderse en su lugar, y, por último, los autores a los que se sepultaba en el olvido.

—Contra la lucha de clases y el materialismo —coreaban—. A favor de la comunidad nacional y un modo de vida idealista. ¡Marx y Kautsky!

Un griterío ensordecedor acompañaba a cada libro que se arrojaba a la hoguera.

—Contra la decadencia y la degeneración moral. A favor de la disciplina y la decencia en la familia y el Estado. ¡Mann, Glaeser y Kästner!

A Mildred le picaban los ojos debido al humo acre y no le pasaba el aire por la garganta. ¡Tantas y tantas obras de autores que respetaba y admiraba, cuyas brillantes palabras enseñaba a sus alumnos! La novela autobiográfica de Erich Remarque sobre la Gran Guerra, Sin novedad en el frente. Obras de Theodor Wolff y Georg Bernhard. Por su corruptora influencia extranjerizante, Ernest Hemingway y Jack London. Por su pacifismo, por defender a los discapacitados, por querer mejorar las condiciones de los trabajadores y de las mujeres, Helen Keller.

El ministro de Propaganda del Reich, Joseph Goebbels, se dirigió a la muchedumbre desde un podio cubierto por una bandera con la cruz gamada. Su habitual voz de tenor sonaba rasposa a causa del humo o del exceso de uso.

—La era del intelectualismo judío extremo ha llegado a su fin, y la revolución alemana ha vuelto a abrir el camino a la verdadera esencia de ser alemán —declamó, enunciando cada sílaba con precisión—. Durante los últimos catorce años, vosotros los estudiantes habéis tenido que sufrir con callada vergüenza las humillaciones de la República de Weimar. Vuestras bibliotecas fueron invadidas por la basura y la mugre de los literatos judíos. El viejo pasado arde pasto de las llamas. ¡Los nuevos tiempos brotarán de la llama que arde en nuestros corazones!

Y así sucesivamente, provocando en la multitud un delirio de exultante ira. Apretando la mano de Arvid con tanta fuerza que le dolían los dedos, Mildred veía horrorizada cómo las obras más apreciadas de algunos de los autores más célebres del mundo se convertían en humo y cenizas.

De repente, reconoció a alguien, y fue tal el sobresalto que se le cortó la respiración.

Entre los manifestantes, vestido con el color pardo de las SA, desfilaba uno de sus antiguos alumnos, a poco más de medio metro de donde estaba ella. Tenía la vista clavada con fervor en la imponente hoguera y no la reconoció, pero Mildred le conocía, como también el libro que llevaba bajo el brazo: una selección de obras del famoso poeta decimonónico Heinrich Heine, un judío alemán.

Mientras le veía desfilar rumbo a la pira, Mildred supo que en las universidades de toda Alemania había otros estudiantes descontentos, enfadados y vengativos destruyendo precisamente aquellos libros que podían enseñarles que lo que estaban haciendo estaba mal, que no iba a dar paso a nada que no fueran cenizas y pérdidas. No iba a traerles alegría, ni a darles trabajo, ni a llenarles la barriga. No iba a borrar la sabiduría que resonaba desde la mente del autor al corazón del lector.

Mientras las llamas y el humo se elevaban hacia el cielo, le vinieron a la memoria unas palabras de la obra teatral de Heine Almansor: «Dort, wo man Bücher verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen».

Donde se queman libros, se terminan quemando también personas.

Las mujeres de la orquesta roja

Подняться наверх