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Capítulo quince

Mayo de 1933 Greta

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Greta no respondió a la carta de Adam para decirle que iba a volver a Alemania. No sabía bien por qué. Quizá no quería que pensara que volvía por él en vez de por su país; combatir el ascenso del fascismo en su patria era más importante para ella que su desventurada historia de amor. Quizá no quería renunciar a la posibilidad de cambiar de opinión si en el último momento decidía que no podía verle.

Llegó a Fráncfort del Meno dos días después de que decenas de miles de libros fueran pasto de las llamas en plazas de toda Alemania. Los estudiantes de la Universidad de Fráncfort habían organizado su propia limpieza de fuego en Römerberg, delante del ayuntamiento. Para cuando Greta cruzó la plaza, el montón de cenizas ya había desaparecido, barrido por la lluvia o por algún barrendero diligente. Daba la sensación de que el hedor de la quema seguía flotando en el ambiente, como un fantasma del pasado o una visión premonitoria de lo que les deparaba el futuro.

Antes de zarpar de Dover, había comprado un periódico en un quiosco cercano al muelle. En primera plana había una carta abierta al Cuerpo de Estudiantes de Alemania escrita por Helen Keller, la famosa escritora y activista estadounidense sordociega. La historia no os ha enseñado nada si pensáis que podéis matar las ideas, había escrito. Los tiranos lo han intentado a menudo, y las ideas se han alzado con toda su fuerza y los han destruido. Podéis quemar mis libros y los libros de las mejores mentes de Europa, pero las ideas que contienen se han filtrado a través de millones de canales y seguirán estimulando a otras mentes. Les recordaba que, años atrás, movida por su amor y su compasión por el pueblo alemán, había dispuesto que los derechos de autor de las ventas de sus libros se destinaran al cuidado de los soldados alemanes que habían quedado ciegos en la Gran Guerra, pero concluía con una advertencia: No penséis que las barbaridades que estáis cometiendo contra los judíos no se conocen aquí. Dios nunca baja la guardia, y habrá de castigaros. Mejor sería para vosotros colgaros una piedra de molino al cuello y hundiros en el mar que sufrir el odio y el desprecio de todos los hombres.

Las emotivas palabras habían animado a Greta mientras los vientos del canal amenazaban con arrancarle el periódico de las manos. Pero una vez que llegó a Fráncfort, el peso opresor del Reich cayó sobre sus hombros como un manto de plomo, obligándola a caminar con la vista clavada en el suelo y los hombros ligeramente encorvados, como protegiéndole el corazón. Maletas en mano, se forzó a subir la barbilla y caminar con paso resuelto, sin cruzar miradas con los hombres de las SA y las SS, pero sin rehuirlas. Se negaba a que los nazis le hicieran arrepentirse de haber vuelto a Alemania. Amaba a su patria y no se la iba a entregar a los bárbaros fascistas sin pelea.

Cuando entró en la habitación de la casa de huéspedes, al principio no vio nada raro. Le había pedido a la casera que le recogiese el correo y regase las plantas en su ausencia, pero mientras deshacía las maletas se fijó en que varios objetos de la cómoda estaban cambiados de sitio, y el montón de cartas de la mesita de al lado de la puerta era menor de lo que debería haber sido. Al fijarse en el escritorio, desordenado como siempre, echó en falta su máquina de escribir.

Greta bajó corriendo las escaleras y llamó a la puerta de la casera.

—¿Ha cogido mi máquina de escribir? —preguntó nada más abrirse la puerta.

—Vaya, se dice hola, ¿no? —respondió la casera—. No estaba segura de que fuese usted a volver.

—¿Ha cogido mi máquina de escribir? —repitió, intentando conservar la calma—. Si es así, no pasa nada, pero necesito que me la devuelva, por favor.

—No la tengo yo —dijo con voz trémula la casera—. Unos SA se pasaron por aquí y estuvieron preguntando por usted. Tuve que dejarles registrar su cuarto. ¿Cómo iba a negarme?

—¿Las SA se llevaron mi máquina de escribir? ¿Dijeron por qué?

—No, pero me dieron orden de llamarles si volvía usted. Supongo que puedo esperarme un día más…

—No hace falta. Ahora mismo voy yo a verlos.

La mujer se puso pálida.

—¿Está segura de que es una buena idea?

—¿Cómo voy a recuperar si no la máquina?

Mirando en derredor por si había alguien que pudiese oírles, la casera dio razones en contra. Al ver que Greta no vacilaba, suspiró, se retiró a su cuarto y volvió con la tarjeta que le había dejado el oficial de las SA.

Al llegar al cuartel general de las SA, que estaba cerca del ayuntamiento, en la plaza Römerberg, el secretario estudió unos papeles, hizo una mueca y le ordenó que le siguiera por el pasillo. Se detuvo delante de un cuartito sin ventanas, amueblado únicamente por una mesa de madera y dos sillas, una a cada lado.

—Siéntese —ordenó, señalando la habitación. Greta obedeció, y se le puso un nudo en el estómago al ver que el secretario se quedaba en el pasillo y la dejaba encerrada.

Con el corazón desbocado, se levantó y se puso a andar de un lado a otro diciéndose que ojalá no hubiera venido. Probó a girar el pomo de la puerta, pero apenas lo había tocado cuando alguien empezó a moverlo por el otro lado. Enseguida volvió a su silla y trató de serenarse mientras entraban dos hombres de las SA vestidos de negro, uno joven y alto y el otro más mayor y achaparrado. Ambos la miraron con severidad.

El mayor llevaba una carpeta, y la abrió sobre la mesa mientras se sentaba. El más joven se plantó entre la mesa y la puerta.

—¿Nombre? —preguntó el mayor con voz áspera.

Greta supuso que la información estaría en la carpeta, pero dijo:

—Greta Lorke.

La miró con el ceño fruncido.

—¿Nombre completo?

—Margaretha Lorke.

—¿Lugar y fecha de nacimiento?

—Fráncfort del Óder, 14 de diciembre de 1902. —Vio que marcaba dos casillas del primer papel de la carpeta—. Disculpe, pero he venido a recoger mi máquina de escribir. Uno de sus agentes la cogió de mi apartamento y me gustaría recuperarla, por favor.

—¿Por qué la necesita?

—Soy estudiante de posgrado y la uso para escribir trabajos, y también para cartas, lo normal.

—¿Y también pasquines convocando a sus camaradas a reuniones subversivas?

Greta dio un respingo.

—Claro que no.

—¿Ayudó usted al judío Karl Mannheim a huir a Inglaterra?

—¿Huir? ¿Por qué iba a tener que huir el profesor Mannheim?

El hombre dio un puñetazo en la mesa.

—¿Le ayudó o no le ayudó?

—Le ayudé con la mudanza al Reino Unido —respondió Greta sobresaltada—. Me contrató a tal efecto. Lo que me confunde es la palabra «huir». Herr Mannheim se fue de Fráncfort para incorporarse al cuerpo docente de la London School of Economics, no por ningún motivo nefando.

—¿Dónde aprendió usted a volar? —preguntó el oficial joven—. ¿En Estados Unidos?

Greta miró al más mayor y volvió a mirarle a él.

—No entiendo.

—¿Niega haber ido a Estados Unidos? —preguntó el mayor incrédulo.

—Por supuesto que no. Fui a la escuela de posgrado de la Universidad de Wisconsin. Estoy orgullosa de lo que conseguí y, desde luego, no lo oculto.

El más joven plantó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia ella con gesto amenazante.

—¿Dónde está su avión?

Greta respiró hondo y le sostuvo la mirada.

—De veras que no tengo ni idea de qué me están hablando. Jamás he ido en avión. Yo solo he venido a por mi máquina de escribir.

—¿La máquina que utilizó para escribir esto? —El oficial de más edad cogió un papel de la carpeta y se lo puso delante—. ¿Me va a negar que puso esto en el Departamento de Sociología de la universidad? —Indicó su nombre, escrito a mano en la esquina inferior derecha—. Es su firma, ¿no?

Greta se quedó mirando el papel, boquiabierta.

—Sí, pero…

—¿Fliegergruppe? —vociferó el más joven, señalando con un dedo muy largo la palabra—. ¿Un grupo de vuelo con un zepelín?

—¿Dónde está su aeronave? —insistió el otro.

Greta se echó a reír. Los dos oficiales la miraron estupefactos.

—Lo siento —dijo Greta con voz entrecortada, esforzándose por contener unas ganas locas de reír—. No quería faltarles al respeto. Sí, hice esas octavillas y las puse en los tablones de anuncios del departamento. El Fliegergruppe no es más que un grupo de estudios. Lo llamamos «grupo de vuelo» porque volamos de un tema y de un lugar a otro, de una reunión a otra. Supongo que no llevarán ustedes mucho tiempo en Fráncfort, porque si no, habrían oído hablar de Zeppelinalle… es una calle pegada a la zona oeste del campus. —Movió la cabeza y apretó los labios, consciente de que la perplejidad podía dar paso a la ira de un momento a otro—. Hablamos de Sociología, escribimos trabajos en colaboración, nos preparamos los exámenes. Les juro que entre nosotros no hay ni un solo piloto.

El oficial mayor la miró con gesto agrio.

—Haría bien en elegir otro nombre para el grupo.

—Sí, ahora me doy cuenta. Lo sugeriré en nuestra próxima reunión.

—Puede que no sea necesario. —El más joven se enderezó y entrelazó los dedos a la espalda—. Mientras estaba usted fuera, hubo tantos profesores que decidieron pedir la excedencia que el departamento se ha cerrado.

Greta le miró fijamente, sin saber qué pensar.

—No sabía nada.

—¿Qué va a hacer ahora, fräulein Lorke? —preguntó el joven fingiendo lástima—. ¿Volver a Inglaterra con el judío Mannheim?

—Supongo que… —Greta se devanó los sesos en busca de una respuesta que les agradase—. Volveré a Fráncfort del Óder para cuidar de mis padres, que empiezan a estar ancianos.

El mayor asintió con la cabeza.

—Y una vez que se instale en casa, debería casarse. Kinder, Kirche, Küche!

Greta inclinó la cabeza fingiendo sumisión.

—Les agradezco su paciencia. Ahora que hemos aclarado este malentendido, ¿puedo recuperar mi máquina de escribir, por favor?

—¿Para qué iba a necesitarla, si ya no va a seguir estudiando? —preguntó el joven con falso desconcierto.

—Para escribir cartas, para organizar los asuntos domésticos de mis padres… —Greta se encogió de hombros—. A fin de cuentas, es mía y no he hecho nada malo, nada que merezca que me confisquen mis cosas.

—Creo que le vendrá bien no tener la tentación de una máquina de escribir, fräulein Lorke. —El oficial mayor cerró la carpeta y se puso en pie—. Le daremos un buen uso en beneficio del Reich.

Greta apretó los labios para reprimir una contestación furiosa. No podía permitirse comprar una máquina de escribir nueva cada vez que un nazi metía la pata.

Echando pestes para sus adentros, se dejó acompañar hasta la puerta por el oficial joven, a cuyo brazo alzado se limitó a responder con un seco movimiento de cabeza. Se fue directamente a la universidad, donde confirmó que el Departamento de Sociología estaba prácticamente difunto. El profesor Mannheim se había ido justo a tiempo.

No había ya nada que la retuviera en Fráncfort. Avisó a su casera de que se marchaba, cerró las cuentas bancarias y pagó recibos pendientes, y empaquetó todas sus cosas. Dos días después, se embarcó en el tren de la mañana con rumbo a Berlín.

Lo primero era encontrar un lugar donde alojarse. Como solo disponía de unos pequeños ahorros y no tenía ninguna certeza de que fuese a encontrar trabajo enseguida, se abstuvo de lujos y comodidades y alquiló una habitación en un cobertizo para botes en la orilla del río Havel en Pichelswerder, un lejano barrio del oeste situado al norte de Grunewald.

Después dejó un mensaje para Adam en el Staatstheater: si quería verla estaría en el Romanisches Café a las tres de la tarde del día siguiente.

Tal y como se imaginaba, Adam acudió; para su sorpresa, fue el primero en llegar. Al verla entrar, se levantó de la mesa y cruzó la sala para salir a su encuentro. La cogió de las manos, la acercó a él, le dio un beso en la mejilla y murmuró tiernas palabras de bienvenida, todo con una energía intensa, casi febril.

Se sentaron y pidieron café y tarta.

—¿Has venido solo de visita o piensas quedarte?

—Me quedo. —Quiso ser sincera, y añadió—: Por ahora.

Si se quedaba sin ahorros antes de encontrar trabajo, tal vez tuviera que volver a casa con sus padres.

—Has vuelto a una ciudad muy distinta de la que dejaste.

—Me di cuenta nada más bajarme del tren. —Reprimiendo un escalofrío, Greta dio un sorbo al café y miró la calle; en la acera de enfrente vio banderas con la esvástica colgando de ventanas y balcones—. Anna Klug insiste en que el teatro alemán está muerto. Dime por favor que se equivoca.

Adam hizo una mueca.

—Ojalá pudiera.

El Staatstheater se había vuelto insufrible bajo la nueva dirección, explicó mientras Greta disfrutaba del sonido de su voz, de las expresiones y ademanes que tan bien conocía. El director no había renovado el contrato del cuñado de Adam, Hans Otto, a pesar de los elogios que había recibido su magnífica actuación en Fausto: Segunda Parte. La coprotagonista ocasional de Otto, la hermosa y aclamada Elizabeth Bergner, judía, había huido de Alemania. El escritor Armin Wegner, colaborador asiduo de Adam, había desaparecido en los campos de prisioneros de la Gestapo después de escribir una apasionada carta denunciando el antisemitismo y enviársela a Hitler a través del cuartel general de los nazis en Múnich. Otros amigos y colegas habían sido arrestados o habían huido del país, o habían elegido guardar un cauto silencio que Adam despreciaba.

—No puedo eludir la responsabilidad de mantenerme políticamente activo —dijo con vehemencia, suscitando la admiración a la vez que la inquietud de Greta—. Tú también tienes que comprometerte políticamente. Abandona ese desapego profesional de socióloga y comprométete. No te quedes al margen observando, analizando.

—Eso tenía pensado —respondió, un poco a la defensiva—. ¿Para qué si no te crees que he vuelto? Pero voy a usar la cabeza. No voy a enviarle amables cartas a Adolf Hitler implorándole que deje de odiar a los judíos.

—Sí, tienes razón; en situaciones de desventaja, la discreción quizá sea el ingrediente más importante del valor. Pero en esta lucha, todo el mundo debe tomar partido. El que no se oponga activamente a los nazis será su cómplice.

—Yo jamás seré su cómplice —contraatacó, la voz baja y rabiosa. Sus miradas se cruzaron. Los ojos de Adam rebosaban afecto y admiración, y Greta se sintió desbordada por un torrente abrasador de amor y deseo, maravilloso y terrorífico a la vez, hasta que se obligó a apartar la vista, no fuera a arrastrarla y acabara perdiéndose.

Se hizo un largo silencio. Bebió otro sorbo de café, que se estaba enfriando en la taza, y dio un mordisquito a la tarta.

—¿Estás trabajando? —preguntó Adam al fin—. ¿Vas a terminar el doctorado en la Universidad de Berlín?

—¿Ahora que están expulsando a los estudiantes? No creo que me aceptasen. —Greta subrayó sus palabras moviendo la cabeza—. He pensado que podría buscar trabajos de edición y clases particulares. Ya me las he apañado antes trabajando a destajo. Seguro que podré volver a hacerlo.

—Preguntaré por ahí, si quieres. Puede que alguno de mis amigos del mundo del teatro necesite un ayudante.

—Gracias. —Sacó un lápiz y un cuadernito del bolso, garabateó su nueva dirección y el número de teléfono, arrancó el papel y lo deslizó por encima de la mesa—. Te agradezco la ayuda.

Adam hizo ademán de coger el papel, pero le cogió la mano.

—Greta, me dijiste que te llamase cuando estuviera soltero. No lo estoy.

Se le cayó el alma a los pies.

—Cuando me escribiste, tuve la esperanza de que fuera porque habían cambiado las cosas.

—Si me divorcio de Gertrud, Marie jamás me dejará volver a ver a mi hijo.

—Eso me dijiste.

—Gertrud y yo tenemos un pacto.

—Yo no soy como Gertrud, Marie, Otto y tú. Llámame burguesa o anticuada si quieres, pero no podría ser feliz con un acuerdo así. No necesito estar casada, pero tengo que saber que mi hombre es mío y solo mío.

La mano de Adam se cerró más sobre la suya.

—Y yo lo sería. Te quiero más de lo que jamás he querido a nadie. Te lo juro, sería tuyo y de nadie más.

A regañadientes, Greta apartó la mano.

—Piénsatelo. Piénsatelo bien, con sinceridad. Cuando estés seguro, y solo entonces, hazme una promesa que pueda creerme.

—Greta…

—Piénsatelo, Adam.

Se levantó rápidamente y salió del café, temiendo que se le fuese al traste la resolución y se retractase de todo lo dicho antes que arriesgarse a perderle para siempre.

Cuando ya había recorrido dos manzanas, oyó que un hombre la llamaba, y al pronto se sintió dividida entre la euforia y la consternación por que Adam no se hubiese tomado más tiempo para pensarse el ultimátum que le había dado. Pero al volverse vio a un hombre rubio, alto y delgado con gafas redondas de montura de alambre que la saludaba con la mano mientras corría hacia ella.

—¿Arvid? —balbuceó—. ¿Arvid Harnack?

—Greta Lorke. Sí, eres tú. —Asombrado, le cogió la mano y le dio un fuerte apretón—. No me lo puedo creer. No has cambiado ni pizca.

Greta se rio, y la risa le salió un poco temblorosa.

—Sí que he cambiado, sí.

—¿Qué has estado haciendo todos estos años? ¿Cuándo te fuiste de Wisconsin? —Movió la cabeza y sonrió—. ¡Cuántas preguntas! Pero Mildred también querrá oír las respuestas. Vente conmigo a casa y cena con nosotros. No está lejos.

Mildred. Al oír el nombre de su amiga, Greta sintió una punzada tan intensa de cariño y nostalgia que se le cortó la respiración.

—Me encantaría ver a Mildred. ¿Llamamos para avisarla de que voy?

—No, no, que sea una sorpresa. —Sonriendo, le ofreció el brazo, y, tras un segundo de vacilación, Greta se lo cogió—. Donde comen dos, comen tres.

Teniendo en cuenta la cantidad de títulos superiores que había acumulado Arvid y los contactos de su familia, a Greta le asombró saber que Mildred y él vivían en Neukölln, el sórdido barrio de clase baja que Greta recordaba bien de sus tiempos de estudiante, cuando trabajaba en el orfanato.

—¿Cariño? —dijo Arvid abriendo la puerta de su piso de la cuarta planta del número 61 de Hasenheide y haciéndole un gesto para que pasara—. Ven a ver a quién me he encontrado paseando por Gendarmenmarkt.

Sonriendo, Mildred salió de la habitación contigua. Estaba aún más delgada de lo que recordaba Greta, la ropa pulcra y favorecedora aunque un poco desvaída y discretamente remendada, pero sus cabellos dorados, su cálida sonrisa y su mirada abierta y acogedora eran exactamente como los recordaba Greta.

—¡Greta! —exclamó Mildred abalanzándose a abrazar a su vieja amiga y besándola en ambas mejillas—. No me lo puedo creer. ¡Ha pasado demasiado tiempo!

—Demasiado, sí. Os he echado mucho de menos.

Mientras daban cuenta de una sustanciosa sopa de col, patata y salchichas, se pusieron al día de los avatares de sus vidas desde la última vez que se vieron, cuatro años antes. La frugal comida y el barrio en el que vivían habían llevado a Greta a sospechar que la pareja no andaba muy sobrada, pero aun así le sorprendió enterarse de que Arvid había sido incapaz de conseguir un puesto en la universidad.

—Al menos tú te sacaste el doctorado —dijo Greta, disgustada por tener que reconocer su fracaso ante su antiguo rival—. Yo, a pesar del tiempo que le he dedicado y de todo lo que he estudiado, aún no me lo he sacado.

—Ni yo —dijo Mildred con tristeza—. Sigo dándole duro a la tesis.

—Mi época de estudiante ya pasó —dijo Greta—. Ahora lo que espero es encontrar trabajo en el mundo del teatro o en el del periodismo.

—El periodismo es una profesión peligrosa hoy en día —dijo Arvid—, a no ser que estés dispuesta a taparte la nariz y escribir para la prensa nazi.

—Jamás —contestó Greta.

—Mientras, deberías sumarte a nuestro salón literario —sugirió Mildred—. Hemos reunido un grupo muy animado de escritores, editores, periodistas e intelectuales con el fin de hablar de literatura y publicar. Es un grupo artístico, no político. Y si lo que buscas es algo más parecido a los Friday Niters, podrías incorporarte a nuestro grupo de estudios progresista.

—¡Cuánto echo de menos a los Friday Niters! —suspiró Greta, melancólica—. Y los refrescos en Rennebohm’s, y Bascom Hill, y pasear por la orilla del lago Mendota en otoño…

Mientras anochecía, recordaron sus lugares favoritos de Madison y a los amigos comunes: John Commons, William Ellery Leonard, Clara Leiser, Rudolf y Franziska Heberle, entre otros. El tiempo pasó volando, y de repente Greta se sobresaltó al ver lo tarde que era.

—Prométeme que vendrás a la siguiente reunión del salón —dijo Mildred mientras Arvid y ella la acompañaban a la puerta.

—Te lo prometo.

Greta abrazó una vez más a su amiga antes de salir pitando agradecida por el reencuentro, un gozoso interludio en una temporada desapacible.

Eran más de las doce cuando por fin llegó a Pichelswerder, pero no tenía ninguna sensación de peligro. La inesperada reunión con los Harnack había reducido el dolor de la agridulce cita con Adam. Las farolas alumbraban el camino, y por las aceras se cruzaba con parejas y grupos de amigos cuyas conversaciones en voz baja y esporádicas risotadas le recordaban que incluso en aquellos tiempos tan inciertos la vida tenía mucho que ofrecer. Pero cuando llegó al cobertizo y vio una sombra deslizándose cerca de la entrada, se paró en seco, cautelosa, y pensó que ojalá no estuviera sola.

La silueta dio un paso, y bajo la luz vio a Adam, el sombrero echado hacia atrás, las manos metidas en los bolsillos y los labios apretados con expresión decidida.

—Me dijiste que viniera cuando tuviera las cosas claras —dijo acercándose—. Le dije a Gertrud que quiero el divorcio. Me dijo que jamás me lo va a conceder.

Justo cuando empezaba a abrigar esperanzas, cayeron en picado.

—Entiendo.

—Seguiré intentándolo. Puede que algún día se enamore de alguien y me libere. —Le cogió las manos—. Te mereces algo mejor, pero si eres capaz de aceptar esta lamentable situación y me aceptas con todas mis imperfecciones, serás la única mujer a la que ame el resto de mi vida.

A Greta se le llenaron los ojos de lágrimas. Quería más, pero tonta sería si en unos tiempos tan feos e inciertos dejaba escapar la oportunidad de ser feliz con el hombre que amaba.

—Te creo —dijo, y le besó.

Las mujeres de la orquesta roja

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