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Prólogo

Noviembre de 1942 Mildred

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Las pesadas puertas de hierro se abren y por unos instantes Mildred se queda inmóvil, parpadeando bajo la luz del sol. Una súbita ráfaga de aire fresco le acaricia la cara y le agita el cabello, dejándola sin aliento. El guardia la empuja para que pase al patio de la prisión, agarrándola del brazo con firmeza, haciéndole daño. Hay otras mujeres, todas ellas vestidas con idéntica indumentaria parduzca e informe, paseando despacio en parejas por el perímetro del cuadrado de grava. Las celdas de la prisión interna del cuartel general de la Gestapo de Prinz-Albrecht-Strasse están tan abarrotadas que apenas pueden moverse, y las presas aprovechan estos momentos para estirar los brazos y mirar al cielo, como bailarinas, como hojas de otoño secas esparcidas por una racha de viento.

¿Cuántas de ellas no habrían de volver a conocer más libertad que aquella?

—Nada de hablar —le recuerda el guardia, dándole un último empujón. Mildred tropieza, recupera el equilibrio y, como tiene prohibido pasear con las demás, echa a andar por la diagonal que une dos esquinas de los altos muros circundantes. Lo lleva haciendo cada día, durante diez preciados minutos, desde que la arrestaron hace dos meses, y, sin darse cuenta, sus miembros agarrotados y doloridos se adaptan a la rutina.

De manera deliberada, yergue la cabeza y da zancadas largas y regulares en un falso alarde de fortaleza que le cuesta un gran esfuerzo. Ha perdido peso, y por los mechones que se encuentra cada mañana en el camastro sabe que el exuberante cabello rubio de antaño es ahora quebradizo y blanco. Sufre continuos ataques de tos. Esa misma mañana, al apartar la mano de la boca y de la nariz, se ha visto gotitas de sangre en la palma. No hay medicina de sobra para la gente como ella, para los traidores al Tercer Reich, aunque ¿es correcto llamarla «traidora», teniendo en cuenta que es estadounidense?

Ni a sus carceleros ni a la ley, según la cual es estadounidense de nacimiento y tiene doble nacionalidad en virtud de su matrimonio, les importa. Para Adolf Hitler sí que tiene importancia, y mucha, que sea estadounidense, o eso le han dicho a ella. Y sin embargo Alemania es su hogar adoptivo, el lugar de nacimiento de su adorado esposo. Precisamente porque no soportaba separarse de él, se había quedado en Berlín incluso después de que el Gobierno de Estados Unidos advirtiese a sus ciudadanos que salieran del país.

Arvid. Se le parte el corazón al imaginárselo languideciendo en una celda abarrotada, fría y tenebrosa como la suya, en algún lugar no muy lejano, pero, en cualquier caso, inaccesible para ella. Los dos están pendientes de juicio. Quizá se vuelvan a encontrar en la sala de justicia, ellos y todos sus valientes y desafortunados amigos de la célula de resistencia que los nazis llaman Rote Kapelle, Orquesta Roja, por la «música» que emitieron a los enemigos del Reich. Se le hace raro que la Gestapo los considere un enemigo tan formidable como para merecer un nombre tan siniestro, como sacado de una novela de espías…, y eso que en la difusa red de escritores, profesores, economistas, burócratas, oficinistas y obreros no cuentan con un solo espía profesional.

Son personas corrientes, de todas las profesiones y condiciones sociales. Su querida amiga Greta Kuckhoff se crio en la pobreza, trabajó para pagarse los estudios y está decidida a darle a su hijo una vida mejor. Sara Weitz tuvo una vida rica y privilegiada hasta que los nazis tacharon a los judíos de indeseables y los despojaron de todos los derechos civiles y humanos. A Mildred se le parte el alma cuando piensa en Sara y en los demás estudiantes de su círculo: valientes, resueltos, idealistas, con toda la vida por delante, arriesgando más de lo que alcanzan a entender. ¿Dónde estarán ahora? Dispersos, algunos de ellos encarcelados en otros lugares, otros escondidos, otros huidos a tierras lejanas. Ah, si pudiera pedir ayuda a Martha Dodd una última vez…, pero Martha volvió a Estados Unidos después de que a su padre lo destituyesen de su cargo de embajador. Aun en el caso de que Mildred se las apañara para comunicarse con su amiga, tan impulsiva, tan abierta, ¿qué iba a poder hacer Martha?

De repente se pone a toser y se dobla, sujetándose los hombros para sobreponerse a las roncas convulsiones. Cuando puede, se endereza, aspira con fuerza, no hace caso al estertor premonitorio de sus pulmones y reanuda sus pasos en diagonal por el patio…

Y es tal su asombro que casi se frena en seco. Una presa que camina por el borde del patio la mira a los ojos con desolada compasión, tan evidente que a Mildred no le pasa desapercibida. La mujer está demasiado pálida y flaca para ser una recién llegada; seguro que conoce las funestas consecuencias a las que habrá de enfrentarse si los guardias la descubren mirando a Mildred con tanto interés después de que la hayan apartado del resto a modo de advertencia. Debe de saberlo, porque enseguida aparta la vista. A Mildred se le cae el alma a los pies, pero se recupera cuando la mujer la mira de nuevo de refilón esbozando una sonrisa de aliento, apenas perceptible.

Mildred siente fluir por su cuerpo un caudal de fuerzas renovadas. No es más que una mirada, pero a su alma desfallecida le sirve de alimento. Con el corazón palpitante, calcula a qué paso ha de recorrer la diagonal para cruzarse con la mujer en su lento paseo por el patio. Acelera el ritmo, no lo suficiente como para llamar la atención de los guardias, pero sí como para acabar cruzándose con ella en la esquina del fondo. En todo este rato no dejan de intercambiarse miradas furtivas, mensajes que dicen mudamente que no están solas, que siempre hay esperanza, que, cuando menos te lo esperas, un rayo de luz puede traspasar incluso el cielo más oscuro.

Y entonces se cruzan, aunque ni siquiera pueden detenerse lo suficiente como para tocarse las puntas de los dedos.

—Cuídate —susurra Mildred mientras se acercan arrastrando los pies y de nuevo empiezan a alejarse—. Estoy en la celda 25. No te olvides de mí cuando salgas. Me llamo Mildred Harnack.

Soy Mildred Harnack, se repite para sus adentros mientras se vuelve para cruzar de nuevo el patio. Mildred Fish Harnack. Esposa, hermana, tía. Escritora, erudita, profesora. Combatiente de la resistencia. Espía.

No te olvides de mí.

Las mujeres de la orquesta roja

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