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Capítulo cinco

Septiembre de 1931-enero de 1932 Greta

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Los meses siguientes a su furibunda separación, Adam envió a Greta cartas afligidas deshaciéndose en disculpas y pidiéndole perdón por no haberle revelado de inmediato la verdad sobre su complicada relación con las hermanas Marie y Gertrud Viehmeyer, su primera esposa y la segunda. Te juro que te lo habría dicho antes de hacernos amantes si nuestra relación hubiera avanzado a un ritmo normal, escribió, pero la pasión nos arrolló a los dos. Caí rendido ante ti muy pronto, y quería evitar perderte a toda costa.

Sus cartas le despertaban excitantes recuerdos de los meses de pasión compartida, pero los apartaba a viva fuerza. De nada sirve que me expliques tus líos domésticos a estas alturas, respondió ella. No tengo el menor interés en sumarme a tu ménage à trois.

Después de echar la carta al correo se le ocurrió que habría dejado las cosas más claras si no le hubiese respondido, pero estaba enfadada y quería reprenderle.

No es un «ménage à trois», protestó él en su carta de respuesta. Marie y yo estamos divorciados. Con Gertrud me casé más tarde. Marie es mi primera mujer, la madre de mi único hijo y mi cuñada, pero no tenemos absolutamente ninguna relación sentimental. Hemos mantenido la amistad porque nos interesa profesionalmente, pero, sobre todo, porque es lo mejor para nuestro hijo.

Greta contraatacó: Nada de lo que me cuentas hace que estés menos casado con Gertrud.

La respuesta de Adam la confundió: Cariño, tienes razón al decir que mi matrimonio, por poco convencional que sea, es, en efecto, un matrimonio. Y después, como si lo lógico fuera que cualquier persona razonable se quedase satisfecha con esto, cambió de tema y pasó a describir largo y tendido un nuevo proyecto en el que esperaba embarcarse enseguida con Günther Weisenborn, el brillante autor de la obra antibelicista U-Boot S4, que los nacionalsocialistas habían tachado de propaganda pacifista cuando se estrenó en 1928.

Adam concluía con tono de lamento: Por desgracia, creo que tendremos que aplazar nuestra colaboración hasta que Weisenborn termine de adaptar La madre de Gorky para Piscator. Ya se ha decidido que el director sea Brecht y Helene Weigel la protagonista. Si me has perdonado para entonces, me encantaría acompañarte al estreno. Si sigues enfadada, ven de todos modos y disfruta viendo cómo me reconcomen los celos por no haber participado en la producción de la obra.

Rabiosa, Greta tuvo ganas de tirar la carta a la basura, pero no podía resistirse a devorar todas y cada una de las palabras. Weisenborn era uno de los autores teatrales más prometedores de Alemania, Erwin Piscator uno de los productores y directores más cualificados, radicales e influyentes. Bertolt Brecht —dramaturgo, asesor de repertorio, ganador del prestigioso premio teatral Kleist y el hombre al que Adam consideraba su principal rival— había recibido el elogio de la crítica por haber transformado la literatura alemana, dando a la era de posguerra «un nuevo tono, una nueva melodía, una nueva visión». Helene Weigel era su esposa, una judía austriaca de increíble talento, estrella en alza y comunista pertinaz.

¿Cómo no iba Greta a quedarse cautivada con una carta que interpolaba todos estos nombres con semejante familiaridad? Adam conocía a todas las personas a las que Greta anhelaba conocer, prosperaba en el mundo que deseaba hacer suyo. Se lo imaginó sujetándole la puerta de la entrada de artistas y haciéndole señas para que pasara a ese mundo. Podía estar allí con él, pero ¿a qué precio?

Intentó ensimismarse en su trabajo y dejarse de fantasías sentimentaloides sobre el de Adam, pero cada vez que su casera le deslizaba un sobre nuevo por debajo de la puerta triunfaba la curiosidad. Por fin, después de varios meses de enviar respuestas cortantes a las cartas cada vez más detalladas y atractivas de Adam, Greta accedió a quedar con él para tomar un café.

Había transcurrido más de un año desde aquella aventura de dos meses, y esperaba que la intensa atracción que había sentido por él se hubiera debilitado con el paso del tiempo. Pero nada más entrar en el café y verle sentado a una mesa enfrente de la ventana, resurgieron todos los sentimientos de antaño. Tuvo que hacer un alto para serenarse antes de cruzar el local para ir a su encuentro. Se preguntó cuánto tiempo llevaría esperándola. Y, a continuación, si le habría dado esa mañana un beso de despedida a su esposa y le habría dicho con quién había quedado más tarde… y el corazón se le endureció.

Adam se levantó al verla llegar, y aunque Greta se había hecho el firme propósito de considerar el encuentro como un asunto estrictamente profesional, antes de que pudiera darse cuenta Adam le había cogido las manos y le estaba dando un beso en la mejilla. Se quedó paralizada por unos instantes, presa de un nostálgico anhelo, pero enseguida se zafó, susurró un saludo y se sentó. Adam logró esbozar una sonrisa mientras se sentaba, pero Greta se dio cuenta de que su frialdad le había decepcionado.

—¿Qué tal te ha ido todo? —preguntó Adam, inclinándose hacia delante y escudriñando su rostro.

Greta recordó aquella expresión intensa, el calor que antaño le recorría el cuerpo cada vez que la miraba.

—Bastante bien —dijo echando un vistazo al menú. Si le sostenía la mirada, sus propósitos se evaporarían como la niebla con el sol—. ¿Estás tan ocupado como se desprende de tus cartas?

—Más aún. Y tú, ¿has estado escribiendo tu novela?

Se quedó tan sorprendida que se rio.

—No. ¿Qué novela?

—La que dijiste que esperabas escribir algún día.

—Bueno, algún día.

Se encogió de hombros y dobló la muñeca como diciendo que era un disparate intentar predecir el futuro.

—Pero habrás estado escribiendo, espero.

—Bueno… —titubeó—. Anoto pensamientos y observaciones cada vez que me viene la inspiración. Después me golpea la certeza de que en realidad hay que llevar algo a término para escribir unas memorias, y que no soy más que una antigua promesa de veintiocho años a la que le ha lucido muy poco, y tiro la pluma y aparto los papeles de un manotazo.

Adam frunció el ceño.

—Eres demasiado dura contigo misma. Tú sigue, y bajo ningún concepto destruyas lo que lleves escrito, sea lo que sea. Entre la escoria siempre hay alhajas a la espera de ser descubiertas y pulidas.

Greta se encogió de hombros y bajó la mirada sin comprometerse con ninguna respuesta.

Adam estiró el cuello para mirarla a los ojos.

—Pero ¿estás trabajando?

—Redacto textos publicitarios, reviso textos, doy clases de inglés a estudiantes universitarios… Lo suficiente para pagar las facturas y mandar un poco a mis padres todos los meses. Aunque nunca es suficiente.

El camarero se acercó y Greta le miró, agradecida de que interrumpiera su queja. Una vez que les hubo tomado nota, preguntó por los proyectos en los que estaba embarcado Adam en el Staatstheater, decidida a no decir una palabra más sobre sus menguantes perspectivas.

No tardó en olvidar que estaban distanciados. Sus historias del teatro eran tan fascinantes y su evidente interés por lo que pudiera pensar ella tan halagador, que su gélida reserva se fue derritiendo y volvió sentir la misma euforia que había sentido en Hamburgo en su compañía, como si fueran dos amigos de toda la vida que no habían perdido la ilusión de descubrir algo nuevo, inesperado y delicioso en el otro.

La tarde pasó demasiado deprisa. Greta se había quedado mucho más tiempo del que tenía pensado y había bebido más café del que debía, pero cuando miró su reloj por tercera vez, Adam alargó el brazo por encima de la mesa y le cogió la mano.

—Greta, cariño —dijo, su mano cálida y firme sobre la de ella—. Mis sentimientos por ti no han cambiado. Te quiero.

—Adam, por favor. —Miró en derredor, pero comprobó con alivio que no había nadie conocido—. No hablemos de esto aquí.

—De acuerdo. Déjame ir a tu casa.

—No seas ridículo.

—¿Tienes miedo de que si voy no hablemos?

Miedo no era la palabra, teniendo en cuenta que lo que más deseaba en el mundo era saborear su boca y sentir sus manos sobre la piel.

—No me parece buena idea.

—Quizá no, pero sería maravilloso.

—Adam, eres un hombre casado. Jamás podríamos ser nada más que amigos y colegas.

—Dime que no me amas y jamás volveré a sugerirte que seamos algo más.

Greta respiró hondo y se recostó en la silla. No quería mentirle.

—Lo sabía —dijo él en voz baja, pero tan entusiasmado que era como si lo gritase.

—Da lo mismo lo que yo sienta —dijo bruscamente—. Estás casado. No hay nada más que decir.

—Greta, te estoy ofreciendo mi corazón y a cambio no te pido nada más que tu amor. ¿Qué más quieres?

¿Qué quería? Desde luego, si algo no quería era ser su amante, su amiguita joven, un cliché. Quería una auténtica relación de pareja, alimentada por el intelecto y la creatividad, el respeto y el deseo. Quería una relación íntegra, fidelidad, amor. Quería lo que su amiga Mildred tenía con Arvid, algo sincero, auténtico y duradero, no un objeto de atrezo que solo servía para un rato, bajo la luz adecuada y si no se miraba desde demasiado cerca.

—Si de veras quieres estar conmigo —dijo—, divórciate.

A Adam se le nubló la expresión.

—Conque quieres un marido, ¿eh?

—¿Es demasiado burgués? Más bien, lo que no quiero es el marido de otra.

—No es posible —dijo él moviendo la cabeza—. La hundiría. Destrozaría la amistad que hemos construido tan cuidadosamente entre los cuatro… Gertrud, Marie, Otto y yo. ¿Crees que Marie seguiría permitiéndome que formase parte de la vida de mi hijo si hiciera daño a su hermana?

—No tengo ni idea. No conozco a Marie. En cuanto a hacerle daño a Gertrud, ¿no se lo estás haciendo ya? —Se colgó el bolso al hombro con ademán brusco y se levantó, incapaz de aguantar un segundo más—. Adiós, Adam. No puedo volver a verte.

Mientras salía, oyó que Adam la llamaba, pero no volvió la vista atrás.

Pasaron semanas antes de que volviese a saber de él. A finales de otoño, Adam le envío una breve carta, una disculpa por la pena que le había causado y un meláncolico deseo de que se lo pensara otra vez, y luego, en la posdata, el nombre y el teléfono de un editor de Rote Fahne, el mayor periódico comunista de Alemania, que, le decía, necesitaba un ayudante y estaba esperando su llamada.

Greta no respondió a su carta y tampoco se puso en contacto con el editor. No era comunista y nunca había trabajado en un periódico, así que estaba bastante segura de que el único requisito que cumplía para el puesto era que Adam la había recomendado. No quería endeudarse más con él de lo que ya estaba, a pesar de que vivía al día y siempre estaba rozando el desalojo. Entre unas cosas y otras, gracias a que un cliente satisfecho la recomendaba a otro, le seguían ofreciendo trabajos sueltos. Para cuando cayó la primera nevada de la estación, había empezado a sospechar que Adam estaba detrás de la mayoría de las ofertas de trabajo no solicitadas, pero no quiso preguntar. Como no podía permitirse rechazar más trabajo por orgullo, mejor no saberlo.

Pasó las vacaciones de Navidad en Fráncfort del Óder con su familia, pero volvió a Berlín a tiempo para asistir a una fiesta de Nochevieja en la casa de una vieja amiga de los tiempos de la facultad en Charlottenburg. Al principio había declinado la invitación porque le espantaba la idea de admitir delante de antiguos compañeros de clase, en respuesta a la inevitable pregunta, que estaba al borde del desempleo. Kerstin se había negado a aceptarlo como excusa.

—Todo el mundo está en apuros —había dicho una tarde que Greta fue a cenar con ella—. Hoy en día, todos somos pobres.

—Tú no —dijo Greta sin rodeos, señalando a derecha e izquierda la preciosa casa de Kerstin.

—Soy funcionaria —dijo Kirsten, sin darle importancia—. Pago mi bienestar soportando un tedio infinito en una oficina sofocante. Además, a saber cuánto me va a durar el trabajo, con los camisas pardas desfilando por ahí, exigiendo que las mujeres se queden en casa cocinando y pariendo. Celebremos mientras podamos. ¿Qué alternativa hay?

Greta no tenía una buena respuesta, de manera que aceptó la invitación.

Cuando llegó a las diez de la última noche del año, hacía un buen rato que había empezado la fiesta. En el fonógrafo sonaba jazz, se oían animadas conversaciones interrumpidas por risotadas y el olor de la leña de la chimenea se entrelazaba con aromas de perfumes y cigarrillos. Apenas se había quitado el sombrero y el abrigo cuando varios conocidos a los que hacía siglos que no veía la saludaron o cruzaron la habitación para abrazarla. Sus miedos se disiparon rápidamente cuando un amigo le sirvió una cerveza y otro se la llevó a presentarle a un grupo de artistas en ciernes. Kerstin no había exagerado; varios amigos tenían un trabajo remunerado, pero casi todos admitían tristemente que también a ellos les costaba llegar a fin de mes. Contaban chistes irónicos sobre cinturas de faldas que había que meter y zapatos mil veces remendados, y se intercambiaban consejos sobre los comercios para comprar carne barata pero comestible y pan de la víspera. Y, sin embargo, Greta notaba —y sospechaba que era la única— que los demás tenían una percepción muy distinta de la difícil coyuntura que afectaba a todos. Ella era hija de un trabajador del metal, estaba acostumbrada a la pobreza; para estos hijos de arquitectos y dentistas, era una desconcertante novedad. Daban por sentado que era una situación pasajera, y que el dinero volvería a caerles del cielo una vez que mejorase la economía. Greta sabía que bastaba con una enfermedad, una separación o un despido para que cualquier persona cayera en la ruina más absoluta.

Más tarde, Kerstin encontró a Greta entre el gentío y la llevó al comedor. Se le hizo la boca agua al ver el espléndido banquete y se mareó con los sabrosos aromas de la sopa de lentejas, el cochinillo asado con manzanas y el chucrut… Este último, como comprobó con el primer bocado, cortado en finas láminas, suavemente sazonado y espesado con cebada. Dejó el plato limpio, y acababa de beberse la cerveza y se estaba sirviendo sin reparos por segunda vez cuando pasó Kirsten con una bandeja de pfannkuchen y dijo, alzando la voz para hacerse oír entre la bulla:

—Si necesitas beber algo con todo eso, Felix está ahí en la chimenea haciendo ponche.

—No estaría mal —dijo Greta, y de repente reconoció el nombre—. ¿Felix Henrich, de la universidad?

Kerstin se rio.

—¿Quién si no?

Inmediatamente, Greta se fue a buscarle, abriéndose paso entre la multitud mientras picaba del plato que llevaba en precario equilibrio. Le encontró delante del fuego, atento a un caldero negro que colgaba de un gancho de hierro sobre las llamas. Estaba removiendo la mezcla con un cucharón de madera, y el vapor subía transportando el delicioso aroma del vino tinto, los toques picantes de la canela, la pimienta inglesa y el cardamomo, y las dulces fragancias afrutadas del limón y la naranja. Era casi cómicamente feo, bajito, con orejas de soplillo y una nuez enorme; y también era un brillante erudito, uno de los mejores alumnos de su promoción y una de las personas más buenas y generosas que había conocido Greta. Después de la universidad se había puesto a estudiar Derecho, y nada más licenciarse le había contratado el despacho de abogados más prestigioso de Berlín. Greta había oído que se había casado con la hermosa hija de uno de los socios fundadores y que tenían dos niños encantadores. Si alguien merecía tanta felicidad, era él.

Dejó el plato, se acercó al fuego y dijo su nombre en voz baja. El rostro de Felix se iluminó al verla.

—¡Greta! —exclamó, y, soltando el cucharón en el caldero, le cogió la mano y se la sacudió vigorosamente—. Me dijeron que habías vuelto a Berlín. ¡Qué alegría verte! ¿Qué te pareció Estados Unidos?

—Me gustó mucho —dijo ella arrimando una silla.

—¡Felix, el ponche! —gritó alguien.

—Ah, sí, claro.—Se remangó y agarró el extremo del cucharón, con cuidado de no tocar los lados del caldero ni el líquido que hervía a fuego lento—. Cuéntamelo todo. Estuviste en Wisconsin, ¿no?

—Eso es —dijo Greta, contenta de que se acordase. Mientras Felix se encargaba del ponche, Greta le contó la versión breve y divertida de su estancia en Madison, procurando que no sonara demasiado melancólica ni nostálgica, pendiente de los invitados que había cerca y muerta de ganas de probar el ponche caliente.

Poco después, Felix cambió el cucharón por unas gruesas tenazas, cogió un pan de azúcar con las pinzas y lo sostuvo encima del caldero. Con la mano libre, poco a poco fue echando ron sobre el zuckerhut y esperó a que el licor empapase el cono de azúcar fina y compacta.

—Greta —dijo señalando con la cabeza una cesta con brochetas de madera—, ¿me harías los honores?

Greta cogió una brocheta de la cesta, acercó la punta a las llamas y después al zuckerhut, que empezó a arder. La gente de alrededor murmuró admirada mientras la llama azulada bailaba sobre el cono y caramelizaba el azúcar, que iba goteando sobre el humeante ponche. Cuando la llama amenazó con extinguirse, Felix vertió más ron sobre el cono hasta que la botella se quedó vacía y el azúcar se derritió. Suspirando por el placer que les esperaba, los invitados se arracimaron con sus tazas mientras Felix cogía el cazo y empezaba a servir.

Con el tazón entre las manos, caldeada por el calor del fuego, el vino y el ron, Greta escuchó las esperanzas y los planes que tenían sus compañeros para el nuevo año. Alzaba con fervor la taza cada vez que alguien proponía un brindis por un nuevo año mejor, más próspero y más pacífico.

Al cabo de un rato, Felix dimitió de sus obligaciones como maestro del ponche, entregó el cazo y se llevó a Greta a un cuarto más tranquilo.

—¿Cómo te han ido las cosas desde que volviste a Alemania?

Le vinieron a la cabeza las explicaciones anodinas de siempre, pero antes de echarse a hablar adivinó por su expresión que su amigo ya sospechaba la verdad.

—No muy bien —confesó—. Intenté que me aceptaran en alguna universidad, en cualquiera, tanto de profesora como de alumna, pero no lo conseguí. He ido haciendo trabajillos por aquí y por allá, dando clases particulares y revisando textos, sobre todo. —Soltó unas risas forzadas—. Tal vez debería haber estudiado Derecho, como tú.

—Me dijo Kerstin que trabajaste en un teatro, organizando una biblioteca de guiones.

—Sí. Y además era un trabajo que me gustaba mucho, mientras duró.

—Tengo una propuesta que hacerte, pero prométeme que no la rechazarás hasta que te la hayas pensado dos veces.

Greta se encogió de hombros y apuró los restos del ponche.

—Te lo prometo.

—En primavera, me van a trasladar a las oficinas que tiene nuestro despacho en Zúrich. A Julia le encanta Suiza y los dos estamos muy contentos, pero… —Movió la cabeza—. Planificar una casa nueva es una tarea abrumadora, y yo voy a estar ocupado con mis casos.

—Claro —dijo Greta, intrigada. ¿Cómo encajaba ella en todo aquello?

—Estaba pensando que a lo mejor querrías acompañarnos. Tengo una enorme biblioteca que habrá que desembalar y organizar, y, además, quiero que las niñas aprendan inglés. Tendrás tu sueldo, por supuesto, y una suite privada para que escribas sin que nadie te moleste, e insistiremos en que te consideres un miembro de la familia.

—Es… es una oferta muy generosa, pero… no sé.

—La casa es preciosa —añadió él, afanoso—, y mis hijas son unos cielos. Sé que todos los padres piensan que sus hijos son maravillosos, pero en nuestro caso es cierto. Te encantarían.

Greta sonrió.

—No lo dudo.

—Por favor, dime que te lo pensarás. Necesitamos ayuda desesperadamente, y no se me ocurre nadie que pudiera hacernos mejor compañía que tú.

Halagada, Greta accedió a pensárselo, recuperando una esperanza que no había vuelto a tener desde el malhadado Internationaler Theaterkongresse. Le encantaba viajar, necesitaba un empleo fijo, estaba harta de su abarrotado cuarto de alquiler y anhelaba la paz de espíritu que daba saber que tenía garantizado el sustento. Un cambio de aires le daría una nueva perspectiva, le ayudaría a elegir un nuevo rumbo para su errática vida. Y también sería un alivio poner varios centenares de kilómetros entre ella y Adam.

El nuevo año entró frío, inclemente y tempestuoso. Greta no paraba de dar vueltas a la propuesta de Felix: la lista de las ventajas iba en aumento a medida que transcurrían las semanas, pero le preocupaba que si se iba al extranjero antes de haberse instalado firmemente en el teatro berlinés, a la vuelta tendría que partir de cero, hacer contactos y méritos, demostrar de nuevo su valía. Aunque quizá no estaría fuera el tiempo suficiente como para que la olvidasen. O quizá mejorara la situación económica y al volver se encontrara con abundantes oportunidades. Se temía que era más probable que la situación fuese a peor y que al volver sería la última de la cola para los pocos trabajos que quedasen. Tal vez haría bien en quedarse y agarrarse a lo poco que tenía.

A finales de enero, Greta iba caminando por Weydingerstrasse, esquivando el aguanieve sucia que se amontonaba en las acercas y temblando con su raído abrigo de lana, cuando se topó con una protesta de trabajadores enfrente de la Karl-Liebknecht-Haus, sede del Comité Central del Partido Comunista. Mientras se abría paso, una caterva de camisas pardas nazis irrumpió gritando consignas y blandiendo los puños. Instintivamente, se arrimó a un edificio, observando con alarma creciente cómo estallaba un terrible enfrentamiento. Mientras combatían rojos y pardos, se presentó la policía e inmediatamente se puso de parte de los fascistas, haciendo retroceder a los manifestantes con porras de goma y acordonando la plaza para detener a los comunistas a la vez que dejaba pasar a los camisas pardas. Fuera del perímetro del cordón policial, los manifestantes —trabajadores y desempleados, comunistas y socialdemócratas— iban y venían en pequeños grupos, vigilantes y lanzando miradas tan feroces que Greta casi podía sentir la hostilidad restallando en el aire gélido.

Agachando la cabeza para protegerse del implacable viento, hundiendo la barbilla en la bufanda, siguió su camino, tan solo para encontrarse con otra protesta cerca de Alexanderplatz. Un grupo de parados se estaba manifestando en la plaza exigiendo desesperadamente que el gobierno les diera comida y trabajo, pidiendo a gritos a los mirones escépticos que se sumasen a ellos.

—¡Nuestras familias se mueren de hambre! —gritó un hombre blandiendo el puño.

—¡Sumaos a los comunistas, juntos lucharemos para conseguir pan y trabajo! —gritaba otro hombre a los viandantes. La mayoría endurecía el semblante y pasaba apresuradamente .

—¡No disparen! —suplicó otro hombre a un par de policías que observaban impasibles la protesta desde sus caballos—.¡Deberían estar aquí con nosotros, no con los fascistas!

Toda la escena sugería que de un momento a otro estallaría la violencia, así que Greta aceleró el paso y no paró hasta que hubo cruzado el Spree. Era indignante que la policía tomase partido en una contienda política en lugar de mantenerse fiel al imperio de la ley. Su deber era seguir siendo funcionarios públicos imparciales, no lacayos de la Sturmabteilung de Hitler.

Estaba exhausta. El hambre, la preocupación y los incesantes conflictos que convertían un simple paseo por la ciudad en un calvario la habían dejado rendida. Necesitaba que la soledad y el miedo le diesen una tregua. Si marcharse al extranjero significaba que a la vuelta tendría que empezar de cero su frágil carrera profesional, empezaría de cero. Tal vez ni siquiera volviera a Berlín.

Esa misma noche llamó a Felix y le dijo que aceptaba el trabajo. Ahora que se había decidido, su única pena era que no se marchasen a Suiza hasta la primavera.

Las mujeres de la orquesta roja

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