Читать книгу Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer Chiaverini - Страница 8

Capítulo uno

Junio-octubre de 1929 Mildred

Оглавление

El viento cortante que soplaba sobre las aguas en las que el mar del Norte se juntaba con el río Weser azotaba mechones de la trenza de Mildred y hacía que se le llenasen los ojos de lágrimas, pero por nada del mundo se habría apartado de la barandilla de la cubierta superior del buque de vapor Berlin mientras se acercaba a Bremerhaven. Diez días atrás, diez largos días después de nueve meses solitarios separada de su esposo del alma, el barco había zarpado de Manhattan con rumbo a Alemania, pero las últimas horas habían transcurrido con una lentitud insoportable. A medida que el barco iba entrando en el puerto, escudriñó a la multitud que estaba reunida en el muelle en busca del hombre al que amaba, sabiendo que estaba allí entre el gentío, esperándola para darle la bienvenida a su patria.

La sirena del barco bramó en lo alto, dos toques largos; los marineros y los estibadores lanzaron cuerdas y las anudaron con destreza. Los pasajeros se removieron impacientes, a la espera de que preparasen las rampas para el desembarco. Justo al borde del muelle, una banda de viento tocaba una alegre tonada de bienvenida; había hombres ataviados con los tradicionales pantalones de cuero, chalecos bordados y gorras con plumas, y mujeres con faldas acampanadas de color rosa y verde, blusas blancas y diademas de lazos y flores en el cabello.

Al oír su nombre transportado por el viento entre la música, Mildred recorrió la multitud con la mirada, agarrándose bien a la barandilla… y entonces le vio, vio a su querido Arvid, el cabello pulcramente peinado hacia atrás desde el nacimiento de la ancha frente, los bondadosos e inteligentes ojos azules por detrás de la montura de alambre de las gafas. La saludó ondeando lentamente el sombrero por encima de la cabeza, repitiendo su nombre, radiante de felicidad.

—¡Arvid! —gritó ella, y él respondió agitando nuevamente el sombrero, y a los pocos instantes Mildred había desembarcado y corría a sus brazos abriéndose paso entre el gentío. Hecha un mar de lágrimas, le besó sin hacer caso de las miradas de reojo de los pasajeros y los familiares más reservados que había alrededor.

—Mi cielo… —murmuró Arvid, acariciándole la oreja con los labios—. ¡Qué maravilla volver a abrazarte! Eres todavía más guapa de lo que recordaba.

Mildred sonrió y le estrechó entre sus brazos, presa de una dicha tan grande que le impedía articular palabra. Si la ausencia la había vuelto más guapa a ojos de Arvid, él, a los suyos, era todavía más apuesto.

Desde el día que se conocieron, tres años antes, su amor por él había ido creciendo sin límites. En marzo de 1926, a poco de llegar a la Universidad de Wisconsin con una prestigiosa beca Rockefeller, Arvid había entrado en su aula de Bascom Hall con intención de oír una conferencia del famoso economista John R. Commons y, para su sorpresa, se había encontrado a una mujer moderando un debate sobre Walt Whitman. Fascinado, se había sentado en la última fila, y después se había quedado para disculparse por la interrupción, explicando con un inglés encantadoramente imperfecto que había querido ir a Sterling Hall y que al parecer se había perdido. Embelesada, Mildred se había ofrecido a acompañarle al edificio correcto. Por el camino fueron charlando y al despedirse quedaron en verse otra vez para estudiar juntos. Ella ayudaría a Arvid a dominar el inglés y él la ayudaría a mejorar su alemán, que había descuidado desde que de niña aprendiera los rudimentos en Milwaukee, la más alemana de las ciudad americanas.

Arvid se presentó a la sesión de estudio con un precioso ramo de fragantes gardenias blancas. La clase, en una cafetería de la esquina de las calles State y Lake, se convirtió en un largo paseo por el sendero arbolado de la orilla del lago Mendota. Mientras conversaban en una mezcla de inglés y alemán, Mildred se enteró de que Arvid se había doctorado en Derecho en 1924 y estaba haciendo un segundo doctorado en Económicas. Había venido a Estados Unidos a estudiar el movimiento obrero estadounidense, y, al igual que ella, estaba muy preocupado por los derechos de los trabajadores, las mujeres, los niños y los pobres. A ambos les apasionaba la educación y aspiraban a ser profesores de universidad, aunque Mildred también ansiaba escribir novelas y poesía, aparte de ensayos académicos y artículos.

A esta cita siguieron otras, y Mildred no tardó en darse cuenta de que se había enamorado de él hasta los tuétanos. Y, a su vez, descubrió que aquel hombre, superior a todos cuantos había conocido, la amaba, la admiraba y la respetaba.

El sábado 7 de agosto de 1926, dos días después de que Mildred aprobase los exámenes del máster, Arvid y ella se casaron en una ceremonia al aire libre en la granja de su hermano Bob, setenta hectáreas de tierra a unos treinta kilómetros al sur de la universidad. Durante dos años la pareja trabajó, estudió y disfrutó de la dicha de los recién casados en Madison, pero cuando la beca Rockefeller de Arvid llegó a su fin en la primavera de 1928, comprendieron que no podían permitirse que ella le acompañase de vuelta a Alemania.

—Venga, hagamos otra vez las cuentas —había dicho Mildred, estudiando las pulcras columnas de notas y cálculos escritas con la esmerada caligrafía de Arvid en un cuaderno amarillo, cálculos de los ingresos de su marido y presupuestos de los gastos de ambos ajustados a la desmesurada inflación de Alemania. Cuando Arvid le pasó el lápiz con una sonrisita irónica, Mildred se rio y añadió—: Aunque supongo que un doctorando de Económicas será capaz de calcular un simple presupuesto familiar.

Arvid se quitó las gafas y se frotó los cansados ojos.

—A mí también me angustian los datos, liebling, pero es lo que hay. No puedo mantenerte, solo soy un doctorando, y dado el estado de la economía alemana, no podemos dar por hecho que vayas a encontrar trabajo allí.

Mildred alargó el brazo por encima de la mesa y le cogió la mano.

—Pues entonces buscaré trabajo en la universidad aquí, en Estados Unidos, y miraremos cada céntimo hasta que podamos permitirnos estar juntos.

Mientras tanto, tendrían que vivir separados.

Cuando Arvid volvió a Alemania a seguir con sus estudios en la Universidad de Jena, Mildred se mudó a Baltimore para dar clases en Goucher College. Los largos meses de soledad y añoranza habían transcurrido despacio, pero en primavera Mildred había obtenido una beca de estudios para hacer el posgrado en cualquier universidad alemana de su elección. Sumando su estipendio al dinero que habían ahorrado, por fin podían permitirse que se fuese a vivir a Jena con Arvid.

Ahora, con el trayecto desde ultramar a sus espaldas, por fin volvían a estar juntos… y, si de ella dependiera, jamás volverían a separarse.

Cogieron su equipaje y subieron al tren que salía del puerto con destino a Bremen, donde Arvid sugirió que salieran a ver la ciudad para que estirase las piernas. Aunque Mildred tenía los ojos clavados en el añorado rostro con el que llevaba meses soñando, a menudo se le iba la vista a la preciosa ciudad. Admiró los altos edificios, terminados en punta y con entramado de madera, que flanqueaban las aceras empedradas, las plazas radiantes y cuidadísimas y las ventanas rebosantes de geranios alpinos colorados, peonías blancas y hiedra verde. Había bicicletas por doquier y se oía la incesante melodía de sus timbres, pero de vez en cuando también pasaba algún automóvil calmoso y hasta algún que otro coche de caballos.

—¡Qué pintoresco es todo! —exclamó Mildred, apoyando por un segundo la cabeza en el hombro de Arvid mientras paseaban cogidos del brazo—. ¡Y mira que se empeñó Greta en que rebajara mis expectativas!

Arvid enarcó las cejas.

—¿Greta Lorke denigró su propia patria?

—No exactamente —dijo Mildred. Le hacía gracia la tendencia de Arvid a asumir instintivamente lo peor de su antigua rival académica. Por supuesto, la lealtad de Mildred era para Arvid, pero le había tomado mucho cariño a Greta después de que se conocieran en el Friday Niters, el famoso grupo de estudiantes de posgrado y profesores que estudiaban las políticas económicas, laborales y de bienestar social y ayudaban a los legisladores del estado de Wisconsin a redactar anteproyectos de ley de talante progresista. Mientras que Mildred era alta, esbelta y rubia, Greta era menudita y tenía curvas, ojos oscuros y cabello moreno, que llevaba peinado en una melenita ondulada. Tenía los pómulos marcados y una boca carnosa diseñada para esbozar sonrisas cálidas y atractivas, pero había en su actitud cierta cautela que sugería que estaba acostumbrada a los conflictos.

—Greta me dijo una vez que se temía que mi idea de Alemania venía de vuestra poesía, vuestras novelas y vuestros cuentos de hadas —le explicó Mildred—. Me advirtió que tengo una perspectiva romántica e idealizada, y me aconsejó que leyera la prensa alemana para enterarme, por mi bien, de cómo es la verdadera Alemania.

—Todo un presentimiento.

—Pero fue un buen consejo. ¿Por qué no iba a aprender todo lo que pueda sobre tu hogar?

Mildred sabía que Alemania no era perfecta, que, como Estados Unidos, se enfrentaba a muchos problemas económicos, políticos y sociales, pero ahora, mientras recorría Bremen con Arvid, sintió un gran alivio. Greta, su querida, inteligente, seria y escéptica Greta, le había pintado un panorama demasiado inquietante de su país.

Mildred y Arvid se fueron de Bremen justo cuando las campanas de la catedral de San Pedro daban las doce del mediodía. El sol brillaba luminoso en lo alto de un perfecto cielo azul cuando partieron en el rutilante Mercedes descapotable que Arvid le había pedido prestado a un primo suyo. Bosques y tierras de labranza, cerros ondulantes y coquetas aldeas… durante varias horas, el precioso paisaje conquistó la atención de Mildred, pero después de que parasen a comer en Hanóver y siguieran con rumbo sudeste a través de la Baja Sajonia, empezó a sentir que la invadían los nervios cada vez con más frecuencia. Aunque Arvid jamás alardeaba, Mildred sabía que su distinguida familia gozaba de respeto y admiración en toda Alemania, en especial en círculos académicos, políticos y religiosos. Eran, como decía Greta, la realeza intelectual. Los orígenes de Mildred eran mucho más humildes. Su padre, un apuesto, infiel e irresponsable diletante, amigo de dejarse el sueldo en el hipódromo, había sido incapaz por naturaleza de conservar ningún empleo demasiado tiempo. La madre de Mildred, una seguidora de la iglesia de la ciencia cristiana inteligente y capaz, había mantenido a la familia trabajando de empleada doméstica y alquilando habitaciones, pero, a pesar de todos sus desvelos, la familia se mudaba cada año poco antes de que los caseros reclamasen los alquileres atrasados.

Mildred se preguntó cuánto le habría contado Arvid a su familia de todo esto. Aunque en sus cartas siempre se habían mostrado cariñosos y corteses con ella, Greta le había avisado de que los Harnack y su extenso clan de Bonhoeffers y Dohnányis tal vez la recibieran con frío desdén.

Empezaba a caer la tarde cuando el Mercedes prestado cruzó las montañas Harz para descender a las colinas de Turingia oriental. Al llegar a Jena, Arvid señaló la universidad, la plaza de la ciudad y otros lugares importantes por los que pasaron de camino a su hogar de la infancia. Al cabo de un rato, se detuvo delante de un edificio alto de entramado de madera, blanco, con postigos negros y con balcones en los dos primeros pisos que conectaban las dos alas perpendiculares. La madre de Arvid se había mudado con sus hijos a esta casa cuando Arvid tenía catorce años, después del suicidio de su padre. Mildred respiró hondo para calmarse mientras Arvid aparcaba y apagaba el motor.

—Les vas a encantar —dijo a la vez que le cogía la mano y se la llevaba a los labios. Mildred consiguió esbozar una sonrisa.

Mientras Arvid la acompañaba por el sendero empedrado hasta la puerta principal, el corazón empezó a latirle con fuerza al ver que varios hombres y mujeres y dos niños vivarachos salían corriendo a darles la bienvenida. Los nervios se le fueron pasando a medida que la abrazaban, sonriendo y saludándola cariñosamente en alemán y en inglés. Mientras Arvid hacía orgullosamente las presentaciones, Mildred tuvo una curiosa sensación de reconocimiento al enterarse de que el apuesto joven que tenía la misma sonrisa cálida de Arvid era su hermano de diecisiete años, Falk. Las dos hermosas mujeres de familiares ojos azules y melena rubia a lo garçon eran sus hermanas Inge y Angela, y los dos alegres niños eran los hijos de Inge, Wulf y Claus. También conoció a varios primos, incluido uno al que Arvid había mencionado a menudo cuando rememoraba su hogar: Dietrich Bonhoeffer, un pastor luterano de mejillas rollizas y mentón firme.

A continuación, Arvid hizo pasar a Mildred a conocer a su madre.

—Mi querida niña —dijo afectuosamente mutti Clara en un inglés impecable, estrechándole las manos y besándola en ambas mejillas. Tenía las facciones muy marcadas y una mirada viva e inteligente, y llevaba el canoso cabello castaño claro recogido en un esponjoso moño—. Eres todavía más hermosa de lo que dijo Arvid. Bienvenida a Alemania. Bienvenida a casa.

Llamó a la familia a la mesa, donde Dietrich bendijo los alimentos. La cena —salchichas con salsa de vinagre y alcaparras, bolitas de patata y repollo relleno, y de postre tarta de semillas de amapola— les supo a gloria después del largo día de viaje. Entre cálidas sonrisas y risotadas, bromeaban y se elogiaban unos a otros, bromeando en griego y en latín, citando a Goethe y preguntando a Falk y a los dos niños sobre cuestiones relacionadas con sus estudios. A Mildred le maravillaba que fuera todo tan gozoso, y tan distinto de las cenas familiares de su infancia, marcadas por la tensión entre sus padres, por los problemas de dinero y por las frecuentes ausencias del padre.

Al final de lo que fue una velada perfecta, Arvid la llevó a casa… Después de tanto tiempo, por fin un hogar para los dos, un apartamento de alquiler en un edificio de la calle Landgrafenstieg, pequeño pero ingeniosamente organizado para sacar el máximo partido al limitado espacio. Las ventanas de la fachada tenían unas vistas maravillosas de las montañas, y había sitio de sobra para las estanterías que iban a alojar los libros que esperaban ir adquiriendo en los años venideros. Después de pasar unos días en Jena, Mildred y Arvid emprendieron una segunda luna de miel a la Selva Negra, donde la soledad de su larga separación no tardó en disiparse para convertirse en un recuerdo lejano.

En otoño, Mildred empezó sus estudios de doctorado en la Universidad de Jena. Su vida volvía a estar agradablemente llena; los días estaban dedicados al estudio y las noches a su amado Arvid. Echaba de menos a su familia de Estados Unidos, pero los Harnack la hacían sentirse tan acogida que no podía quejarse de nostalgia.

Y de repente, a finales de octubre, un día precioso y despejado teñido de los vivos colores del otoño, Arvid salió a buscarla al jardín, donde estaba estudiando a la luz del sol de la tarde.

—Lo siento, liebling —dijo en tono grave, dándole un periódico—. Malas noticias de Estados Unidos.

Echó un vistazo a los titulares y el corazón le dio un vuelco. La bolsa se había derrumbado después de haber perdido en dos días más de tres mil millones de dólares.

Se armó de valor.

—¿Arvid?

Con su formación académica y su experiencia, seguro que sabía tanto como los de Wall Street de lo que significaba esto para su país.

Arvid la miró a los ojos y movió la cabeza. Mildred comprendió que lo peor aún estaba por llegar.

Las mujeres de la orquesta roja

Подняться наверх