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Capítulo dos

Octubre de 1929-julio de 1930 Greta

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En su última carta desde Wisconsin, Greta había dicho a su familia que no fuese a recibirla al puerto de Hamburgo, pero cuando desembarcó y dio sus primeros pasos tambaleantes por el muelle, sintió una punzada de profunda soledad y deseó que hubieran hecho caso omiso de sus instrucciones. A su alrededor, las parejas se abrazaban y las familias saludaban a sus seres queridos después de las largas ausencias, mientras que ella caminaba sola con una maleta en cada mano.

Desde la oficina de la estación, envió un telegrama a sus padres para hacerles saber cuándo llegaba y se apresuró a coger el tren a Fráncfort del Óder. Mientras el tren hacía el trayecto de casi cuatrocientos kilómetros en dirección sudeste, vio pasar el paisaje a toda velocidad por la ventana del vagón de segunda. Curiosamente conmovida, se asombraba de lo poco que había cambiado su patria en los dos años que llevaba estudiando en el extranjero, a pesar de lo mucho que había cambiado ella.

Horas después, el tren dio unas sacudidas y se detuvo en una estación cerca de la frontera polaca. Al oír que el revisor anunciaba «Fráncfort del Óder», la expectación le hizo estremecerse. Cogió sus pertenencias y nada más bajar al andén fue recibida con un fuerte abrazo que la levantó del suelo. Sorprendida, soltó las maletas.

—¡Hans! —exclamó. Besó a su hermano en la mejilla, sin aliento por la emoción. ¡Qué buen aspecto tenía, tan alto, tan fuerte, los azules ojos brillantes y alegres, el cabello más oscuro y rizado de lo que recordaba!

—Bienvenida a casa, hermanita —dijo agarrando las asas de las maletas y dirigiéndose a la salida del andén—. Te has quedado flacucha. ¿Qué pasa, que en Wisconsin no había comida alemana como Dios manda? Mutti se va a empeñar en cebarte.

Solo de pensarlo, a Greta le sonaron las tripas.

—Que se empeñe todo lo que quiera, yo encantada.

—Está planeando una cena para mañana por la noche —dijo Hans abriéndose paso entre el gentío para salir a la calle—. Solo la familia y algunos vecinos, y todos tus platos favoritos.

—Espero que no se meta en muchos gastos.

—Ya conoces a mutti. Regateará con el carnicero y le zurcirá la ropa al panadero a cambio de pan, y papá presumirá de su astucia hasta que se ponga colorada.

Greta se rio, los ojos rebosantes de lágrimas de felicidad. Había echado de menos las bromas de su hermano sobre las entrañables rarezas de sus seres queridos, que incluían la frugalidad de su madre. Mutti tenía el don de preparar comidas nutritivas y deliciosas con ingredientes escasos, habilidad esta que la familia ensalzaba como virtud moral pasando discretamente por alto el hecho de que era fruto de la necesidad.

Durante los espantosos y turbulentos años de la Gran Guerra, los padres de Greta habían mantenido a raya la pobreza gracias al esfuerzo y a pura fuerza de voluntad. El padre era herrero en una fábrica de instrumentos musicales, y entre los recuerdos infantiles más vívidos de Greta estaba el de verle desplegar láminas resplandecientes de latón, poner encima los moldes y recortar meticulosamente intricadas piezas con las que construía cornetas, fiscornos y tubas. Su madre trabajaba a destajo de costurera, sobre todo haciendo ropa y mantas para unos lujosos almacenes de Berlín.

En cuanto pudo, Greta empezó a ganarse el sustento limpiando zapatos, pero sus padres habían insistido en que, salvo la iglesia, lo primero eran los estudios. Se habían apretado el cinturón y se habían sacrificado para costear los gastos de la oberschule, y años después, cuando Greta fue aceptada por la Universidad de Berlín, casi habían reventado de orgullo. Empeñada en pagarse sus gastos, había encontrado trabajo en un orfanato de Neukölln, un peligroso barrio industrial habitado sobre todo por comunistas, obreros e indigentes. La época del orfanato le había enseñado que, aunque su familia había pasado apuros, había gente que había sufrido privaciones mucho mayores. Aprendió a agradecer lo que tenía y a compadecer a la gran multitud de personas que tenían mucho menos. Empezó a sentir indignación por el sufrimiento de los inocentes y se hizo el firme propósito de mejorar su suerte, como pudiera y siempre que pudiera.

Desde el primer momento, sus padres la habían animado y se habían enorgullecido de sus éxitos. ¿Qué iban a pensar ahora que había vuelto de su gloriosa aventura estadounidense con recuerdos maravillosos, pero sin un doctorado que recompensase la dedicación de su hija y sus propios sacrificios?

Las aprensiones de Greta se dispararon al ver el hogar de su infancia: tres pisos estrechos de piedra y yeso, modestos pero muy bien cuidados, de una solidez y una resistencia reconfortantes en comparación con Madison, donde hasta los edificios más antiguos parecían sorprendentemente nuevos. Pero cuando cruzó el umbral que tan bien conocía, sus padres la recibieron con cálidos abrazos y lágrimas de felicidad. Greta contuvo los sollozos mientras los abrazaba, midiendo sus fuerzas al ver las nuevas arrugas, el cabello más encanecido, la espalda ligeramente encorvada de su padre y, con todo, el mismo brillo de amor y orgullo en sus ojos.

Durante la cena del día siguiente, todos, familia y amigos, proclamaban con alegría que estaban seguros de que había representado a Fráncfort del Óder con honores. Se mostraron tan amables y orgullosos que por un instante Greta temió haber olvidado decirles que no se había sacado el doctorado.

A la mañana siguiente, mientras ayudaba a su madre a limpiar la cocina después del desayuno, se armó de valor, respiró hondo y dijo:

—Mutti, siento haberos fallado a ti y a papá.

Perpleja, su madre arrugó el rostro suave y redondo.

—¿Se puede saber a qué viene esta tontería?

—¡Irme tan lejos y tanto tiempo, cuando podría haberme quedado a ayudar a la familia… y todo para volver con las manos vacías!

—Cielo mío —dijo su madre, indicándole que se sentase a la mesa de la cocina y sentándose a su lado—. Todavía no has alcanzado tu meta. Eso no significa que no vayas a alcanzarla nunca.

—Pero no me he doctorado, y no tengo trabajo…

—Pues entonces, te sacarás el doctorado y encontrarás trabajo. —Su madre la miró con amorosa conmiseración—. Me di cuenta en tu última carta de que estabas agotada y desanimada. Tómate un tiempo antes de volver a los estudios.

—Mutti —Greta escogió sus palabras con cuidado—. No creo que mis problemas vayan a resolverse con unas vacaciones.

—En cualquier caso, te sentarán bien. Además, aunque quisieras no podrías retomar los estudios en mitad del curso.

La expresión de su madre rebosaba tanto orgullo y confianza que Greta no tuvo valor para confesar sus dudas.

—Tendré que buscar algo que hacer mientras tanto —se limitó a decir—. He pensado que podría buscar trabajo en Berlín. No me hace ninguna gracia dejaros nada más llegar, pero…

—Por nosotros no te preocupes. Pues claro que sí, tú vete, a no ser que te entusiasme la idea de quedarte aquí conmigo a ayudarme a coser a destajo…

Greta se figuraba que le irían mejor las cosas en Berlín. Después de unos días de descanso con su familia, cogió el tren de la mañana con rumbo a la capital, y esa misma noche ya había alquilado una habitación amueblada en una casa de huéspedes, más pequeña y más fea de lo que habría podido obtener por el mismo precio en Madison, pero limpia y más o menos tranquila. La alfombra raída y las cortinas desvaídas le daban un aire de dejadez que no le costó imaginarse que acabaría contagiándose a su inquilina. Se dijo que ojalá pronto pudiera permitirse un lugar mejor.

Apenas acababa de instalarse cuando el devastador desplome de la bolsa estadounidense sacudió a Europa. Gracias a su formación en economía, comprendió las inquietantes repercusiones que tendría en Alemania incluso antes de que los zozobrantes bancos estadounidenses reclamasen la devolución de los préstamos concedidos a otros países. La frágil economía alemana, afectada ya por una inflación abrumadora y por el desempleo, no pudo soportar el golpe. Sin inversión extranjera, las fábricas cerraron, los proyectos de construcción se interrumpieron y miles de trabadores perdieron sus empleos.

A medida que se iba revelando la magnitud del desastre financiero, Greta se afanaba por obtener una esquiva beca universitaria, por convencer a algún profesor para que la contratase, por encontrar trabajo de conferenciante, investigadora o incluso de modesta profesora ayudante. No había vacantes de ningún tipo en ningún sitio. Los profesores universitarios se aferraban a sus titularidades, retrasando la jubilación por miedo a que las pensiones desaparecieran de la noche a la mañana. Los estudiantes seguían matriculándose con la esperanza de que cuantas más titulaciones académicas obtuviesen más ventajas tendrían sobre sus compañeros cuando por fin se vieran obligados a licenciarse y a engrosar las filas de los miserables millones de parados.

Greta aceptaba de buen grado el trabajo que podía encontrar: clases particulares, edición por cuenta propia, redacción de textos publicitarios. Le recordaba el trabajo a destajo de su madre, pero con pluma y tinta en lugar de hilo y aguja. Como apenas le quedaba dinero para gastar en ocio, redescubrió su amor de toda la vida por la literatura y el teatro, perdiéndose entre las páginas de una novela o de una obra de teatro y arañando de aquí y de allá los marcos necesarios para sacar entradas baratas para el Staatstheater o el Deutsches Theater. Las largas tardes de invierno se acurrucaba bajo las mantas en la única butaca de su cuarto y se ensimismaba en dramas y comedias, las obras maestras de la literatura alemana, francesa e inglesa.

Cuando el invierno dio paso a la primavera, acarició la idea de abrirse camino en el mundo del teatro. Podía traducir obras inglesas y francesas para los escenarios alemanes, o convertirse en autora teatral o asesora de repertorio.

—Deberías ir al Internationaler Theaterkongresse —le insistió su amiga Ursula, que era actriz—. Se celebra en Hamburgo en junio, nueve maravillosos días dedicados a todo lo relacionado con el teatro: actuaciones, seminarios, conferencias.

—Suena estupendo. Estupendo, sí, y muy caro.

—Ya, pero van compañías de teatro y profesionales de todo el mundo. ¿Qué mejor oportunidad para hacer contactos que lo mismo desembocan en un trabajo?

Eso Greta no se lo podía discutir, de manera que rápidamente reunió el dinero necesario saltándose comidas y privándose del sueño para terminar dos largos proyectos de edición antes de lo previsto. Consiguió tres estudiantes nuevos de inglés y pidió el pago de un mes por adelantado. Justo a tiempo, ahorró lo suficiente para cubrir el pago de la matrícula, el billete de tren y el alojamiento, pero mientras hacía la maleta le rondaba un comecome: ¿y si acababa despilfarrando todo su dinero en nueve días de juerga de los que saldría significativamente más pobre pero no más cerca de encontrar trabajo?

El primer día completo que pasó en Hamburgo se juntó con un alegre grupo de escritores y actores franceses que se alojaban en su mismo hotel. Hablaba francés con la suficiente fluidez como para merecer su aprobación, y ellos tenían una conversación lo bastante inteligente como para merecer la suya. Cuando la invitaron a que se considerase una más del grupo, aceptó con mucho gusto.

El tercer día, Greta y sus nuevos amigos asistieron a una charla especial de Leopold Jessner, un afamado productor y director del teatro expresionista alemán, presidente honorario del Theaterkongresse, jefe del Preussisches Staatstheater en la plaza Gendarmenmarkt y una eminencia de la escena berlinesa. En la sala de conferencias, una delegación de artistas del Staatstheater acompañó a Jessner al escenario. Cuando Jessner presentó al doctor Adam Kuckhoff, su principal dramaturgo, un hombre robusto de cuarenta y pocos años, labios carnosos y mirada taciturna subió de un tranco al podio.

Greta, resignada a escuchar una árida conferencia sobre la logística de la administración teatral, se arrellanó en su butaca, pero Kuckhoff pronunció un apasionado discurso sobre la naturaleza del teatro y del cine en la era moderna. Fascinada, Greta absorbió con asombro todas y cada una de sus palabras sin apartar por un instante la mirada de su rostro. De pronto cayó en la cuenta de que era el autor de un elocuente ensayo que había leído ese mismo invierno, Arbeiter und Film, una denuncia de «las mentiras sentimentales de las típicas películas de la alta sociedad» y del «espíritu trasnochado y los vítores patrióticos del cine nacionalista». Escuchó embelesada mientras Kuckhoff transformaba estos conceptos en una audaz y asombrosa visión de futuro del teatro alemán.

Su ferviente atención no le pasó inadvertida al orador. A veces, cuando sus ojos recorrían al público, se detenían en los de Greta, curiosos y escrutadores.

Al acabar, Greta y sus compañeros estaban decidiendo a qué sesión iban a ir después cuando se le acercó Kuckhoff.

—Me ha parecido que estaba usted muy absorta en mis comentarios —dijo en francés—. ¿Significa eso que está de acuerdo o en desacuerdo?

Greta se le quedó mirando unos instantes, desconcertada…, pero, claro, a la vista de sus acompañantes, cómo no iba a suponer que era francesa. Decidió seguirle el juego.

—Estoy de acuerdo, si es que sirve de algo; soy una novata en esto del teatro —dijo en francés, tendiéndole la mano—. Greta Lorke, una simple aspirante a autora teatral, o a asesora de repertorio, o a cualquier cosa que se tercie.

La miró a los ojos mientras se daban un apretón de manos.

—Dudo que la palabra «simple» la pueda definir a usted, mademoiselle.

Cuando la invitó a debatir su conferencia con más detalle en una excursión en barco por la bahía de Hamburgo, Greta solo vaciló un instante antes de aceptar.

Entre los lugares de interés y la absorbente conversación, las horas pasaron tan deprisa y de manera tan gozosa que el Theaterkongresse cayó en el olvido. La excursión concluyó con una romántica cena en uno de los hoteles más distinguidos de la ciudad, en una mesa con vistas al Elba. Después de la comida más deliciosa que había probado Greta en toda su vida y de una magnífica botella de vino, la charla derivó agradablemente hacia miradas sostenidas y sutiles roces; sobre la mesa, la mano de Adam descansaba sobre la de Greta, y, por debajo, la pierna de Greta se apretaba contra la de Adam.

Cuando, casi con formal cortesía, la invitó a subir a su habitación, Greta asintió con la cabeza y le dio la mano.

Por la mañana se despertó entre los brazos de Adam, y supo por el chorro de luz que entraba por las ventanas que las sesiones matinales del congreso habían empezado hacía un buen rato. No había pensado pasar la noche fuera de casa, ni tampoco hacer el amor con él, pero su modo de tocarla y sus palabras le habían despertado deseos que ni siquiera sabía que tuviera. En el último momento, cuando la prudencia le había advertido a gritos que escapase de sus brazos si no quería arriesgarse a perderlo todo —su futuro, su reputación— por un instante de pasión, Adam había sacado un paquetito que Greta reconoció en un santiamén. Era un condón. Por supuesto, para él no era la primera vez, como sí lo era para ella; y, como hombre de mundo que era, había venido preparado.

Cuando Adam se despertó, Greta se acurrucó contra él y apoyó la cabeza en su hombro. Medio dormido, la besó en la frente, aspiró con fuerza y soltó un suspiro.

—Ah, ma chère man’selle —se lamentó sonriendo—. Eres demasiado joven y hermosa para un viejo como yo.

—¿Cuántos años tienes?

—Confieso que cuarenta y tres.

—¡Menudo vejestorio! —bromeó ella, y a continuación titubeó—: Yo también tengo algo que confesar. No soy francesa. Nací en Fráncfort del Óder y vivo en Berlín.

Por unos instantes se quedó mirándola boquiabierto, y acto seguido se echó a reír.

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó en alemán, acodándose sobre la cama—. Di por hecho que eras…

—En efecto, lo diste por hecho. —Sonrió con malicia—. Me pareció divertido seguirte el juego.

Adam deslizó la mano por su hombro y al llegar a la cadera le dio un cachetito en las nalgas.

—Qué niña más traviesa, ¡mira que engañarme de esa manera!

—Seguro que tú tienes un montón de secretos.

—¿Yo? En absoluto. Mi vida es un libro abierto. —Se puso boca arriba, agarrándola con un brazo y pasándose el otro por debajo de la cabeza—. Adelante. Pregúntame lo que quieras.

—Supongo que la pregunta más importante es… —Se interrumpió, se pensó dos veces los interrogantes que le venían inmediatamente a la cabeza y en su lugar preguntó—: ¿Qué vamos a hacer hoy?

—Primero, desayunar. Después, haz lo que más te apetezca. Si quieres puedo recomendarte varios planes, pero a mí me esperan horas y horas de citas y conferencias y no voy a poder acompañarte.

—Claro, claro —se apresuró a decir, chafada—. No me refería a…

—Pero espero que cenes conmigo esta noche.

—¿Cenar?

—Y después, más cosas, si quieres.

Hablaba con tono despreocupado, pero en su voz había un eco excitante, prometedor.

—Bueno, tal vez quiera… —respondió ella, cogiéndole de la barbilla y acercándole la cara para besarle.

Durante el resto del Theaterkongresse, Greta pasó los días con la delegación francesa y las noches con Adam. A veces se sumaban a cenar algunos colegas de Adam, y a Greta le asombraba su buena suerte cuando le daban sus tarjetas y la animaban a que se pusiera en contacto con ellos en relación con posibles trabajos en distintos teatros berlineses… Trabajos mal pagados y nada sofisticados que la ayudarían a abrirse paso y podrían llevar a algo mejor. Pero, por alguna razón, la importantísima misión de buscar empleo había sido eclipsada por su floreciente idilio con Adam. Jamás se había colado tanto ni tan deprisa por nadie, y era tan emocionante como aterrador.

El último día del congreso, hizo la maleta con gran pesar. ¡Ojalá Adam y ella volvieran a Berlín en el mismo tren! Pero Adam iba a quedarse un día más para impartir una clase magistral en la Universidad de Hamburgo.

Fue a despedirla a la estación. Ya se habían intercambiado las tarjetas, pero cuando empezó a subir al tren después de darse el beso de despedida, Greta vaciló en la escalerilla.

—¿Volveremos a vernos? —preguntó, avergonzada del tono desesperado de su voz.

—Claro que sí, cielo —dijo él, frunciendo el ceño con cara de desconcierto—. ¿Por qué no íbamos a vernos? Tan pronto como revise todo el trabajo que se me ha ido acumulando en el Staatstheater en mi ausencia, te llamaré.

—Prométemelo.

Se llevó la mano al corazón.

—Te lo prometo.

Greta esbozó una sonrisa fugaz, y se dio media vuelta para subir antes de que Adam viera la duda que había asomado a sus ojos y la tomase por arrepentimiento.

De vuelta en casa, abrió de par en par las ventanas para que entrase la cálida brisa veraniega y se zambulló en su trabajo dando clases, corrigiendo textos y retomando los contactos que había hecho en el Theaterkongresse por si le salía un trabajo más lucrativo y gratificante. Día y noche la perseguía el recuerdo de las caricias de Adam, de su voz, de aquellos ojos penetrantes que la miraban con admiración mientras hablaban de teatro y de política.

Al cabo de tres días todavía no había dado señales de vida, pero Greta resistió la tentación de pasar por delante del Staatstheater con la esperanza de propiciar un encuentro. Entonces, al cuarto día, al volver a casa después de entregarle un manuscrito corregido al editor, la casera salió al vestíbulo con un papelito en la mano.

—La ha llamado un tal doctor Kuckhoff esta mañana, dos veces —dijo dándole la nota—. Dice que le llame lo antes que pueda. ¿Está usted enferma?

—No, estoy bien, gracias —dijo Greta por encima del hombro mientras corría a devolverle la llamada.

La voz de Adam era cálida y seductora. Le pidió que fuera a cenar con él esa misma noche y Greta aceptó sin pensárselo dos veces. Como era consciente de que frau Kellerman no le quitaba ojo y además no tenía ganas de que su vida privada fuera la comidilla del resto de los inquilinos, no invitó a Adam a su cuarto cuando la acompañó a casa bien pasada la medianoche, a pesar de que los dos estaban achispados y ardiendo de deseo. La siguiente vez que se vieron, dos noches después, abandonaron la cautela y subieron sigilosamente, conteniendo la risa y abrazándose con ímpetu nada más cerrar la puerta. Mucho antes del alba, mientras los demás habitantes de la casa dormían, Adam bajó furtivamente las escaleras con los zapatos en la mano.

El mes de julio transcurrió entre maravillosos placeres sensuales y esperanzas renacidas. Adam y ella pasaban tantas tardes juntos que, a fin de evitar ofender el sentido del decoro de Frau Kellerman, de vez en cuando sugería que fueran a casa de él. Pero Adam siempre encontraba una razón para negarse: que si ella vivía más cerca, que si no había venido la asistenta y le avergonzaba que viera la casa hecha una leonera… Greta habría tenido motivos para sospechar, de no ser porque Adam no tenía el menor reparo en presentársela a sus amigos cada vez que se encontraba con alguno en un restaurante o en el Tiergarten, el antiguo coto de caza de la realeza que ahora era un precioso parque público de doscientas cincuenta hectáreas con senderos para pasear a pie o en bici que serpenteaban entre bosquecillos, jardines de flores cultivadas, fuentes y estatuas. Uno de los colegas de Adam hasta llegó a contratarla para que organizase la caótica biblioteca de guiones de su teatro, un trabajo que mientras durase estaba medianamente bien pagado. Todos sus conocidos se mostraban amistosos y corteses, y detrás de sus sonrisas no se adivinaba el menor rastro de desaprobación. Así pues, se dio a sí misma la orden de no estropear las cosas con preocupaciones sin fundamento.

Entonces, un día de comienzos de agosto, cuando acababan de sentarse a una mesa de un café frecuentado por el mundillo del teatro, Adam vio a un director con el que tenía que hablar urgentemente.

—Vuelvo en un tris, cariño —dijo inclinándose para besarla en la mejilla—. Ve pidiendo algo rico.

Eso hizo, pero al irse el camarero se acercó Ursula y se sentó en la silla vacía de Adam.

—Vaya… —dijo marcando las sílabas y arqueando las cejas— Conque Kuckhoff y tú…, ¿eh?

Greta se encogió de hombros sin comprometerse, pero no pudo contener una sonrisa.

—Ya veo. —Ursula se recostó en la silla y la miró de arriba abajo—. Bueno, si te estás acostando con él para promocionarte, soy la menos indicada para juzgarte, pero espero de todo corazón que no te enamores de él.

—¿Y eso por qué?

—Porque no creo que a su mujer le fuese a gustar.

Greta la miró, incapaz de nada más por unos instantes.

—¿Su mujer?

—¿No lo sabías?

Negó con la cabeza.

—Supongo que tampoco habrá mencionado que tiene un hijo de su primera mujer, ¿no?

¿Primera mujer? ¿De manera que había dos? Aturdida, Greta volvió a negar con la cabeza.

—Francamente, debería habértelo dicho. Hace unos años, su primera mujer le abandonó para irse con Hans Otto. Sí, ese Hans Otto, el actor. Y un par de años después Kuckhoff se casó con su hermana. De alguna manera, se las han apañado para mantener la amistad.

De repente, Greta se sintió presa de un terrible malestar.

—¿Me disculpas? —murmuró a la vez que se levantaba; se notaba las orejas ardiendo. Salió disparada del café y, aunque Ursula la llamó, no volvió la vista atrás. Mientras volvía sola a casa, no podía parar de preguntarse si Adam la habría visto salir.

A la mañana siguiente, la estaba esperando en una esquina, a una manzana de distancia del teatro en el que, se dijo con amargura, tenía un trabajo gracias a él. O bien su jefe —un amigo de Adam— no estaba al tanto de su relación, o bien, comprendió horrorizada, él y el resto de los amigos que le había presentado Adam habían dado por hecho que ella sabía que era «la otra».

Al verle, frunció los labios y siguió caminando con paso enérgico, pero Adam la atajó con un movimiento rápido.

—Greta…

—No me hables.

La cogió del codo.

—Te dije que podías preguntarme lo que quisieras. No me preguntaste si estaba casado.

Greta se zafó de un tirón.

—Es el tipo de detalles que la gente con un mínimo de integridad suele dar sin necesidad de que se lo pidan.

—Mi mujer y yo tenemos una relación abierta. —Su mirada era sincera y suplicante—. Le he hablado a Gertrud de ti. Quiere conocerte.

—Eso no va a pasar nunca. No podría mirarla a la cara de la vergüenza.

—Greta, por favor. Lo que tenemos tú y yo es único, poderoso, ineludible. Los dos lo sabemos. ¿Te crees que estas cosas pasan todos los días?

—Hemos estado juntos dos meses —respondió con voz temblorosa—. Me olvidarás en otros dos.

—Sabes que no. Greta, te quiero.

Las palabras que tanto había ansiado oír le sonaron a falso.

—Entonces, llámame cuando estés soltero.

Con el corazón roto, le apartó y siguió dando zancadas en dirección al teatro, parpadeando para contener las lágrimas de ira y decepción. Adam no la siguió.

Las mujeres de la orquesta roja

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