Читать книгу Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer Chiaverini - Страница 11
Capítulo cuatro
Octubre de 1930-agosto de 1931 Mildred
ОглавлениеCuando Mildred se trasladó a la Universidad de Berlín en otoño de 1930, se fue sola.
Ese mismo verano Arvid había obtenido el doctorado en Económicas, summa cum laude, y había solicitado a la Universidad de Berlín que le permitiese completar su habilitationsarbeit, la investigación y las publicaciones posdoctorales necesarias para obtener una cátedra. Cuando le aseguraron que su plaza estaba prácticamente garantizada, Mildred arregló las cosas para acompañarle, pero justo cuando acababa de completar su traslado a la universidad, la solicitud de Arvid fue denegada debido a recortes presupuestarios y de personal docente. La única oferta que recibió fue de la Universidad de Marburgo, a unos quinientos kilómetros al sudeste de Berlín.
—¡Y pensar que he cruzado el océano para estar contigo y ahora tenemos que volver a separarnos! —se había lamentado Mildred después de que fracasaran sus frenéticos intentos de última hora para encontrar trabajo en Marburgo.
—Será por poco tiempo —la había tranquilizado él, cogiéndole la cara con las manos para besarla—. Te veré casi todos los fines de semana, y con Inge y los niños no te sentirás sola. También ella se alegrará de que le hagas compañía.
Después de su reciente divorcio del escultor Johannes Auerbach, Inge se había mudado con sus dos hijos desde su casa de París a un apartamento en Berlín.
—Quédate conmigo hasta que Arvid pueda volver aquí contigo —le había ofrecido al saber de la inminente separación de Arvid y Mildred—. Tengo sitio, y las dos juntas estaremos menos solas.
Mildred había aceptado de buen grado. Adoraba a Inge y a los chicos, y Arvid y ella apenas podían permitirse pagar un alquiler mensual, menos aún dos alquileres en dos ciudades. Pero aun sabiendo que tendría la compañía de Inge, la idea de separarse de Arvid la había aterrorizado. Se habían prometido escribirse a diario cartas tan detalladas y expresivas que tendrían la sensación de haber estado juntos en todo momento. El uno era para el otro el aliado más fiel a la vez que el crítico más perspicaz, compañeros para todo, colegas además de amantes. Y eso no lo podía cambiar una nadería de quinientos kilómetros.
Una vez en Berlín, Mildred se había instalado en el cuarto de huéspedes de Inge, y, casi con la misma facilidad, se había volcado en sus obligaciones de estudiante de posgrado y conferenciante. Llenaba las horas con trabajo y también con placeres: estudiando, dando clase, asistiendo a conciertos y a representaciones teatrales, y jugando con sus sobrinitos. Arvid iba a verla siempre que podía. Una mañana, a los pocos días de los disturbios del 13 de octubre, Mildred y él llevaron a sus sobrinos al zoológico del Tiergarten. A Mildred le asombró que hubieran tardado tan poco en recoger los cristales rotos y cubrir las pintadas. Casi podía uno imaginarse que el nuevo Reichstag se había inaugurado en un clima de absoluta tranquilidad.
Parecía que Wulf y Claus se habían olvidado por completo del tumulto, si es que habían llegado a darse cuenta. Mildred y Arvid intercambiaban sonrisas mientras los chicos salían disparados de un grupo de animales a otro, imitando a una familia de babuinos, maravillándose de la enormidad de los elefantes. Algún día, se decía Mildred, Arvid y ella llevarían allí a sus propios hijos.
Incluso cuando Arvid no podía acompañarla por Berlín, Mildred descubrió que la ciudad tenía muchos aspectos atractivos: los museos, la ópera, los parques, los teatros y, sobre todo, la famosa universidad. Algunos de sus colegas nuevos se mostraron sorprendidos porque una estadounidense de Wisconsin viniera a Alemania a hacer un doctorado en literatura americana, pero les explicaba que estudiar Literatura Americana desde una perspectiva europea le ayudaba a verla con más objetividad, a entender mejor el lugar que ocupaba su país en el mundo.
Berlín también le permitía descansar de la creciente popularidad de los nazis en Jena y en Giessen, donde había dado clases. En Giessen, Mildred se había quedado consternada cuando, en respuesta a una encuesta del periódico universitario sobre preferencias políticas, casi la mitad del alumnado había manifestado su apoyo a los nacionalsocialistas. En varias ocasiones inquietantes había visto a estudiantes hostiles enfrentarse a miembros del profesorado de los que sospechaban que eran socialistas o pacifistas. En la Universidad de Berlín, aunque cada vez más alumnos suyos se presentaban en clase con uniformes de los camisas pardas o insignias nazis, su indignación hervía a fuego lento y no a borbotones, lo cual, sin ser lo ideal, era mejor que lo que sucedía en otros lugares.
Los fines de semana que Arvid no podía ir a Berlín, Mildred intentaba ir a Marburgo. El aspecto gótico de la ciudad la fascinaba, sobre todo después de enterarse de que los hermanos Grimm habían recopilado buena parte de sus cuentos de hadas allí. Durante el otoño y también una vez iniciado el invierno, Arvid y ella paseaban por las callejuelas estrechas y sinuosas del barrio medieval, acompañados a veces por el nuevo amigo de Arvid, Egmont Zechlin, un profesor de Historia de la universidad. Hasta que las primeras nevadas fuertes volvieron la caminata demasiado difícil, los tres disfrutaban haciendo excursiones por el río Lahn o agotadoras escaladas en Frauenberg para ver ruinas de castillos, hablando por el camino de política, de la crisis económica y de si conseguirían algo los soviéticos con su Plan Quinquenal. Desde luego, saltaba a la vista que el capitalismo había fracasado tanto en Estados Unidos como en Alemania. Quizá fuera necesario un sistema económico completamente distinto para sacarlos de la Gran Depresión.
Mildred y Arvid pasaron las vacaciones de Navidad en Jena con el clan Harnack, dos semanas llenas de amor y risas, de familiares y amigos, en las que no se separaron prácticamente ni un instante. Cuando se despidieron a primera hora del día de Año Nuevo para volver a sus respectivos campus en ciudades remotas, Mildred se sintió tan sola que ni el consuelo de la amistad de Inge ni la distracción del trabajo aliviaban su pena. Con todo, a medida que iba avanzando el nuevo trimestre vislumbraba esperanzadoras señales de que se avecinaban tiempos mejores. En febrero, para su sorpresa, la universidad la invitó a dar una conferencia especial sobre literatura americana para el profesorado y los estudiantes. El tema que eligió fue «Amor romántico y matrimonial en la obra de Hawthorne», y se quedó muy satisfecha —y aliviada— con la reacción abrumadoramente positiva del público.
Aquella conferencia dio pie a que le pidieran más.
—¿Es que no saben que solo soy una alumna de posgrado? —le preguntó a Inge durante el desayuno a la mañana siguiente de la tercera conferencia, todavía radiante por aquel honor tan inusual—. Hay personas que se pasan toda su carrera profesional esperando poder dar una conferencia en la Universidad de Berlín, y muchas más a las que ni siquiera se les presenta la oportunidad.
—¿Quién mejor que una estadounidense para hablar de literatura americana? —dijo Inge, en cuyos ojos brillaba la alegría compartida.
Para Mildred, tanto su universisad como la de Arvid eran islotes de paz y racionalidad en medio de las turbulentas aguas que los rodeaban. La inestabilidad crecía por momentos en Alemania, con frecuentes estallidos de luchas callejeras entre los rojos comunistas y los pardos nazis.
—Ya casi ni me sorprendo cuando leo noticias en la prensa sobre estas reyertas —le dijo a Arvid un sábado por la tarde a comienzos de primavera mientras paseaban por una calle empedrada de Marburgo.
Arvid se paró en seco y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos.
—Cariño, no te acostumbres nunca a lo insólito y atroz. Si lo haces, poco a poco acabarás aceptando cualquier cosa.
Mildred se tomó muy en serio su consejo y, a medida que la primavera cedía paso al verano y la belicosidad nazi contra las mujeres, los comunistas y los judíos se iba convirtiendo en el pan de cada día, se negó a fingir que no pasaba nada, a permitir que acabara siendo un ruido de fondo, como el del tráfico.
El 7 de agosto, Mildred y Arvid celebraron su quinto aniversario con una excursión de dos días a la Selva Negra. Tras una caminata por los preciosos pinares y hayedos, llegaron a un albergue de montaña en el que lo festejaron con flores y una tarta que había sobrevivido bastante bien a la excursión, teniendo en cuenta que iba en la mochila de Arvid. Al ver que había dos pequeños catres en lugar de la cama de matrimonio que se esperaban, se rieron, echaron unas mantas sobre el suelo e hicieron el amor arrullados por el sonido de las aves nocturnas y del viento en los árboles.
Después, mientras yacían el uno al lado del otro, saciados y presa de una deliciosa fatiga, Arvid le cogió la mano y entrelazó los dedos con los de Mildred.
—Han sido los cinco años más maravillosos de mi vida.
—Los míos también —dijo ella apoyando la cabeza en su hombro, satisfecha a más no poder.
—Tengo un regalo de aniversario para ti…, bueno, en realidad es para los dos. —Le acarició el pelo, rozándole la mejilla con los dedos—. He encontrado un trabajo temporal de asesor legal en Berlín a partir de finales de septiembre. Volveremos a estar juntos.
Mildred dio un grito ahogado de felicidad.
—Pero ¿qué hay de tu habilitationsarbeit?
—Ahora mismo estoy trabajando prácticamente solo. Y eso lo puedo hacer tanto en Berlín como en Marburgo. Durante el día ejerceré mi profesión, por las tardes escribiré y una vez al mes volveré a la universidad a consultar con mis profesores. —La besó con ternura—. ¿Estás contenta?
—¿Contenta? ¡Estoy entusiasmada!
—Solo falta que se nos conceda un deseo más.
Mildred sonrió con aire melancólico.
—No será porque no lo hemos intentado.
—Sí, y estamos disfrutando todos y cada uno de los intentos.
Mildred rio alegremente para disimular una punzada de inquietud.
—El mes que viene cumplo veintinueve años. No puedo evitar pensar que se nos está acabando el tiempo.
—No te preocupes, cariño. —Arvid le apartó de los ojos un largo mechón de cabello dorado—. Todavía somos jóvenes. Cuando vivamos juntos definitivamente, ocurrirá. Ya lo verás.
Mildred asintió con la cabeza, esperando que tuviera razón. Había ido a su médico, que le había confirmado que tenía una salud excelente. Cada mañana hacía veinte minutos de ejercicios estomacales destinados a facilitar la concepción y el parto. Y, aun así, cada mes le llegaba el periodo y su sueño de ser padres volvía a eludirles.
—Quizá debería consultar con otro médico. Con un especialista.
Arvid convino en que por probar no se perdía nada.
—Yo también debería ver a un especialista —añadió—, pero creo sinceramente que pasando más tiempo juntos estas cosas se arreglarían.
Inge le recomendó a su ginecóloga, pero antes de que pudiera concertar una cita se enteró de que una conocida autoridad en salud reproductiva femenina iba a dar una conferencia abierta al público en Marburgo a mediados de agosto. La doctora Else Kienle, que criticaba sin pelos en la lengua las leyes que prohibían el aborto y disuadían del uso de métodos anticonceptivos, había sido encarcelada ese mismo año por llevar a cabo abortos, pero había conseguido que la soltaran después de hacer una huelga de hambre. Mildred esperaba que la conferencia fuera fascinante, aunque la doctora Kienle no abordase las cuestiones concretas que a ella le preocupaban. En el caso de que al término de la charla no se abriera un turno de preguntas y respuestas, podría intentar hablar en privado con la doctora más tarde.
Arvid tenía un compromiso previo con Egmont Zechlin y varios hombres más con los que esperaba formar un nuevo grupo de estudios de Economía, así que Mildred asistió sola a la conferencia. Aunque llegó antes de la hora, la sala ya estaba bastante llena, pero encontró asiento al fondo y se preparó para tomar notas. Había dado por hecho que el público estaría formado mayoritariamente por mujeres, así que le sorprendió ver a un montón de hombres repartidos por las filas en grupitos de tres o cuatro. La mayoría vestía el color pardo de los nazis.
Se le cayó el alma a los pies. ¿Para qué iban a estar allí si no era para causar problemas?
Echó un vistazo a su reloj; estaba previsto que la conferencia comenzase de un momento a otro. Echó un vistazo por encima del hombro a la puerta, donde varias mujeres que esperaban para entrar miraron con recelo a unos camisas pardas que pasaron de largo con paso desenvuelto, buscando lugares vacíos con mirada imperiosa. Mildred se giró de nuevo hacia el estrado vacío y volvió a echar un vistazo al reloj. Seguro que alguien había informado a la doctora Kienle de que se iba a enfrentar a un público hostil; quizá renunciara a subir al estrado. Pero justo cuando se estaba preguntando si debería marcharse, un encorvado profesor de barba blanca se acercó al podio y presentó a la doctora Kienle.
La doctora subió al estrado acompañada de una sonora ovación, pero cuando estrechó la mano del profesor y se acercó al podio, se oyó un estridente coro de silbidos procedentes de los camisas pardas. Los contempló fijamente por encima de la montura de las gafas mientras colocaba sus papeles, como si pensara que quizá, si no mostraba miedo, se calmarían. El profesor alzó las manos pidiendo silencio y por unos segundos el alboroto remitió, pero en el mismo instante en que empezó a hablar la doctora Kienle, los hombres la hicieron callar a gritos con todo tipo de ordinarieces, exigiendo el cierre de las clínicas de control de natalidad y coreando Kinder, Kirche, Küche!: «niños, iglesia, cocina», la aliteración que utilizaban los nazis para referirse a las debidas prioridades de toda mujer.
La doctora Kienle agarró el podio con ambas manos y habló con voz fuerte, clara y enérgica, a pesar de que casi todas las frases eran interrumpidas por silbidos y abucheos del público. Mildred escuchaba con atención, empeñada en aprender todo lo posible. La doctora continuó, pero cuando acabó la charla y se ofreció valientemente a un turno de preguntas, el profesor dijo que no con la cabeza y la sustituyó en el podio. Sus comentarios finales fueron sofocados por otro estallido de silbidos y soeces abucheos mientras un hombre más joven acompañaba a la doctora fuera del estrado. Mildred se sumó a los atronadores aplausos del resto del público, deseando que la doctora Kienle los oyera y supiera que contaba con simpatizantes en la sala. Mientras tanto, los camisas pardas abandonaron la sala dando zancadas con brío militar, ufanos y sonrientes, satisfechos de haber puesto a la doctora en su sitio.
Y en ese momento Mildred comprendió que las mujeres francas e independientes eran una más de las categorías de indeseables que había que suprimir para que los nazis rehicieran Alemania a su imagen y semejanza.