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Significados expandidos: la fuerza instituyente del espacio-tiempo sagrado

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Antes de seguir avanzando, repasemos en pocas palabras el desarrollo en curso de nuestro argumento: el sentido de habitar, así como el sentido de adherir débilmente, representan dos extremos de un continuum de posiciones que complejizan los modos de pertenecer e identificarse con los mundos religiosos. Allí se ponen en juego al menos tres tipos de mediaciones específicas, las cuales, a medida que se internalizan, participan en las posibilidades de referenciarse frente a un proyecto religioso. Las mediaciones éticas, técnicas o estéticas remiten a distintas clases de actividades colectivas y recursos disponibles en los que se prioriza, diferencialmente, a los enunciados, al cuerpo o a los objetos de consumo a la hora de producir estilos de pensamientos e identificaciones espirituales con una o varias propuestas. A su vez, las formas de transmisión y apropiación de estas tareas y recursos suceden dentro de un encuadre social específico en donde intervienen criterios de legitimidad, funciones jerárquicas y pautas semirrígidas de interacción. Por eso, la singularidad que adopta el acto de pertenecer depende, en parte, del modo en que se resuelva la tensión entre las mediaciones disponibles y el encuadre social que sostiene una propuesta religiosa. Como vamos a ver a lo largo del libro, la generación de clasificaciones, inclasificaciones y criterios de autenticidad constituye un asunto de primera importancia. Se trata de un tópico clásico de la sociología que tiene sus antecedentes en las academias francesa16 y anglosajona.17 Asimismo, las ciencias sociales de la religión en América Latina18 abordan en sus propios términos la pregunta por las taxonomías religiosas. La resolución de este problema nos lleva a un concepto clave de nuestro argumento, al que podemos definir como la producción de un espacio-tiempo sagrado con sus “fronteras” y definiciones singulares de “lo real”. Avancemos entonces sobre este aspecto. ¿A qué nos referimos, en primer lugar, con la idea de un espacio-tiempo sagrado?

Podemos responder a esta pregunta de la siguiente manera: el énfasis de nuestro trabajo en las nociones complementarias de habitar o adherir nos permite reconocer procesos de mayor escala que expresan un encadenamiento de acciones que cuando ocurren en situaciones de copresencia,19 esto es, en encuentros cara a cara, describen indefectiblemente una geografía precisa con sus propios circuitos de interacción social y su propia duración.20 Pensemos en casos concretos como cultos, procesiones, festividades, peregrinajes, actividades de formación y enseñanza, seminarios, centros de recuperación, recitales masivos, convocatorias en el espacio público, por nombrar solo unos cuantos ejemplos. Ellos configuran contextos situados de creencias con un anclaje en el territorio y con estructuras temporales delimitadas. La organización del espacio-tiempo sagrado representa el arte de gestionar estos encuentros, sea una conversación entre dos personas o una meditación masiva. Aquí, las normas y reglas –sobre todo aquellas relativas a la conducta ritual– ocupan un lugar decisivo, pero insuficiente, en el gobierno cotidiano de la vida religiosa, dado que el orden resultante es siempre el producto de negociaciones y ajustes circunstanciales.

Naturalmente, no todas las configuraciones espacio-temporales de los mundos religiosos presentan el mismo grado de regulación y seguimiento oficial. Es probable que la fuerza de lo instituido tienda a expresarse en términos más explícitos, objetivos, en los ritos colectivos, en la manifestación pública de la norma, aunque existen aquí todo tipo de innovaciones y desobediencias que ejercen tanto los especialistas como los legos. En un sentido análogo es probable que lo sagrado del espacio-tiempo doméstico tienda a la transformación, el cambio, las redefiniciones biográficas de las reglas y pautas normativas de referencia, aunque el hecho de que se relaje el control externo no implica que lo instituido no alcance, tal vez, su grado más alto de interiorización en los usos y costumbre relativamente mecanizados de las acciones prerreflexivas. En este sentido, no existen atajos analíticos. La tensión entre lo instituyente y lo instituido pertenece tanto al mundo de la vida cotidiana como a los proyectos religiosos de las organizaciones, y corresponde al estudio empírico precisar la complejidad de cada proceso.

Por último, no hay que descartar la presencia de una memoria de largo plazo propia de una tradición, esto es, la historia sedimentada de un grupo que se plasma en la forma de organizarse geográficamente así como en los ciclos, los calendarios litúrgicos, que segmentan la experiencia compartida. Allí los “tiempos fuertes” relacionados con las situaciones carismáticas, las festividades o la rememoración de eventos fundacionales, entre otros casos, cargan de sentido las posibilidades individuales y colectivas de acción. Es así como las interacciones transcurren, muchas veces, en territorios saturados de significados y modelos tácitos de conducta. Una topografía del creer implica, entonces, identificar el complejo circuito de encuentros y actividades que describe el hecho religioso.

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