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Introducción

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Para un observador distante el acto de creer y razonar de acuerdo con principios sagrados puede manifestarse a simple vista como un punto de resolución, vale decir, un estado de conformidad con las inquietudes, los malestares y las desavenencias de la experiencia cotidiana, todas ellas redistribuidas en función de significados más profundos y un sentimiento de destino. Esta tesis sostiene que la religión ordena, soluciona, ofrece certezas y modelos de conducta apropiados para cada circunstancia. La lectura es paradójicamente afín tanto a las interpretaciones escépticas de impronta secular como a los discursos que las posiciones sacerdotales y las organizaciones religiosas sostienen muchas veces sobre sí mismos. En una primera aproximación, las imágenes metafísico-religiosas del mundo aparecen entonces bajo una cierta unidad de pensamiento y acción, reconstruida en una cosmovisión y un ethos que las exhibe en toda su congruencia teórica.

No obstante, cuando reemplazamos el punto de vista externo o formalmente estandarizado por el esfuerzo interpretativo de los agentes en contextos de interacción, nos encontramos con definiciones múltiples y contradictorias de lo real en donde se reproducen, sin proponérselo, estructuras y procesos colectivos de mayor escala. El preconcepto de que la religión resuelve, de manera automática, problemas de sentido, o nos dice cómo actuar y percibir, pierde fuerza. Se afirma, en contrapartida, la pregunta por el modo en que se habitan los espacios de creencias indisociables de las relaciones objetivas y los principios institucionales que los estabilizan.

Simbologías sagradas, tradiciones, festividades, memorias e historias de mediano y largo plazo informan las prácticas en direcciones, a veces contrapuestas, que deben esclarecerse. La verdad de una idea, postula el pragmatismo, reside en su eficacia y en el sentimiento de realidad que suscita. Este puede ser un criterio de elección que prioriza las necesidades urgentes. Otro criterio sugerente afirma que las ideaciones se conservan, incluso, contra toda utilidad o aplicación inmediata a partir de hábitos aprendidos en el pasado; tal vez, durante la socialización primaria de los individuos. Habitar las definiciones sagradas supone ambas orientaciones en apariencia opuestas. Requiere pensarlas en su carácter simultáneamente incorporado y operativo, sin asumir que su presencia es sinónimo de una acción fácil de tipificar. De hecho, la estructura de los mundos religiosos comprende la producción activa de identificaciones imperfectas.

¿A qué nos referimos con esta expresión? Nos interesa captar sociológicamente la zona de encuentro, de actividad, entre los agentes sociales y los múltiples escenarios reglados por instituciones de distinto tipo. Allí se negocian, reformulan, adaptan y determinan modalidades complejas de adhesión en donde se expone la plasticidad de las relaciones sociales. El carácter “imperfecto” de las identificaciones no remite a una norma, un ideal de la acción correcta, sino al intento por explorar las apropiaciones reales, priorizando analíticamente las circunstancias en las que la interpelación religiosa falla en algún sentido, esto es, requiere ajustes y compromisos inesperados. Nuestras indagaciones tienden hacia situaciones de tensión o desacuerdo, a veces incluso conflicto ostensible, en donde se imponen estrategias de negociación que transforman las definiciones de la realidad, de las instituciones y de las personas involucradas. La religión y su potencia constructora de mundos se hacen fuertes en sus expresiones imperfectas. Y ellas se revelan en los modos de habitar estructuras objetivas y en el conocimiento que se desprende de esta acción.

Si estas adhesiones representan la primera clave de análisis, la segunda concierne a una temática de alcance más amplio que impacta en numerosos dominios de la sociedad. Nos referimos al problema de la clasificación y la inclasificación, que recorre los diversos órdenes de producción cultural. Hacia fines de la década 1980, los debates1 –de los estudios culturales y la teoría sociológica– en torno a las transformaciones de la primera modernidad convergían en dos conclusiones importantes para nuestro estudio. La primera consiste en la erosión de los límites entre expertos y legos, es decir, el debilitamiento de la distinción tajante entre, por un lado, un cuerpo de especialistas que sistematiza –y, en parte, expropia– un conjunto de saberes, técnicas, pautas expresivas a través de las cuales se produce un lenguaje y una performance autorizada y, por otro, los practicantes convencionales que participan de la misma definición de la realidad sin dominar sus secretos. Esta lógica de autonomización y funcionamiento de diversos espacios de producción de bienes simbólicos, propia del arte, la ciencia, la industria cultural o la religión, tiende a redefinirse. Y aquí las estructuras económicas del capitalismo tardío ocupan un lugar destacado en los procesos concomitantes de mercantilización y democratización de la cultura. En un sentido análogo, Pierre Bourdieu (2000: 103) señala, a principio de los años 80, el peligro de una universalización inconsciente del esquema experto-lego, el cual expresa un estado histórico del campo, opacando el surgimiento de nuevos clérigos, nuevas dinámicas de competencia en la cura de almas y la definición del buen vivir. La tesis sobre la “disolución de lo religioso”, constatada regionalmente durante la misma época o incluso antes, pone en jaque las formas establecidas de producción de bienes sagrados. Los reavivamientos espirituales, la religiosidad popular, los comunitarismos o las terapéuticas alternativas, comprenden modelos complejos de autoridad y participación que ocupan la escena latinoamericana. La segunda conclusión, complementaria de la primera, refiere al impulso descategorizante que impacta en los sistemas de clasificaciones vigentes en distintos órdenes de la cultura. La redefinición de las zonas de fronteras, los límites que separan a expertos y legos, no culmina con el cuestionamiento de los portavoces, los lugares de enunciación y los bienes simbólicos que fabrican. Los esfuerzos críticos se focalizan asimismo en los sistemas simbólicos, es decir, en las taxonomías y etiquetas que procuran nominar el mundo, ordenarlo, dotarlo de divisiones y sentidos. Es una rebelión contra las categorías dominantes, los agrupamientos y las lógicas que encierran, dado que el lenguaje prefigura cognitivamente maneras de entender y percibir la realidad. Los productos culturales también son objeto de revisión en su estructura interna, complejizando la segmentación formal de narrativas y géneros (literarios, musicales, cinematográficos, etc.). En la actualidad, el problema de la construcción de codificaciones tiende hacia lo que vamos a denominar a lo largo del libro “el elogio de lo inclasificable”.

Es posible plantear, a modo de ejercicio teórico, una hipótesis preliminar respecto de los impulsos destacados de clasificación-inclasificación que organizaron los mundos religiosos de la Argentina en distintos momentos. Nos interesa señalar tres de ellos: el primero, a fines del siglo XIX y mediados del siglo XX, contempla las acciones del Estado nacional en la creación y el reforzamiento de nomenclaturas que segmentan las creencias, sus organizaciones y representantes, en compartimentos más o menos estancos y jerarquizados de acuerdo con el universal católico. La modernidad argentina construye sus propios mitos y procesos singulares de secularización (Mallimaci, 2015). El segundo, durante el último cuarto del siglo XX, consolida un proceso emergente de apertura cultural que acompaña la revisión de las clasificaciones reguladoras por parte de los mismos grupos religiosos, contraponiendo una simbólica de la diferencia y del pluralismo en el marco de una sociedad reencantada (Frigerio, 2007; Frigerio y Wynarczyk, 2008). Y, por último, el tercero corresponde a los inicios del siglo XXI y puede describirse como un impulso descategorizante cuya crítica incluye al acto mismo de clasificar y producir rotulaciones para cada tipo de experiencia, todo esto en un contexto de crisis, también reinvención, de las instituciones de la primera modernidad. El desapego con la cultura de expertos y las categorías totalizadoras no parte de los agentes públicos, ni de los especialistas religiosos, como en el primer y el segundo caso, sino de la afirmación del punto de vista creyente. Algunas acepciones del discurso de la espiritualidad expresan la celebración de lo sagrado-inclasificable en diversas tradiciones, es decir, el esfuerzo por sostener la distancia respecto de las identidades y los ritos preestablecidos.

Las coordenadas conceptuales introducen un punto de partida: los sistemas de clasificaciones no son estáticos, transitan por momentos de categorización, diversificación y descategorización. Si bien estos impulsos operan de manera simultánea, es posible reconocer la dominancia coyuntural de uno u otro en distintos períodos. Por ejemplo, una misma experiencia del poder divino cuadra con la categoría externamente asignada de “protestante”, con la reivindicación denominacional de “pentecostalismo” y con la autoidentificación de “una forma de vida”, “cristiano” o “evangelio”. Depende, en cada caso, de la grilla y la perspectiva adoptada. Sostenemos que, en la actualidad, la inclasificación representa una pauta de prestigio que recorre un paisaje religioso en movimiento con características singulares que es necesario precisar.

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