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Lado B: La lucidez límbica acomplejada

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Ya con una panza prominente que le concede un aspecto patético y desglamurizado, el treintón clasemediero otrora aspirante a actor shakespeariano que aún vive al lado de mamita Ulises Castillo (Eugenio Bartilotti) es un caso perdido de comedor compulsivo, a quien hacer ejercicio o ir al cine sólo son pretexto para saciar su hambre instantánea ingiriendo comida chatarra, pero también es un figurante ideal en infomerciales para encarnar los papeles de gordo simpático que va a perder peso de manera prodigiosa, por lo que triunfa en todos los castings en que participa, a diferencia de su inseparable amigo también habitual de esos castings, el ocurrente barbudo enteco barriobajero aún arrimado con su familia Byron El Charal (Héctor Jiménez tan gracioso como en Besos de azúcar al dirigirse solo), que lo admira, le pide tips infructuosos y lo acompaña en sus correrías y lamentaciones, sea a restaurantes de cadena estadunidense con servicio al auto donde su cuate se desata pidiendo tragaderas aterradoras (“Dame dos combos de arrachera con papas grandes, una malteada de vainilla y dos pays de queso, ¿tú vas a querer algo?”) con un delicioso toque contradictorio (“Que los refrescos sean light”), o a fiestones de las compañías de publicidad cuyos inútiles pases sólo él puede hacer válidos por conocer al Mandril (Ángel Calderón) de la entrada, como aquella amenizada por las bandas Ruido Rosa y Agrupación Cariño compuestas por chavas para chavas, en cuyo transcurso, mientras El Charal intenta ligarse a una guapa empleadita dándole baje con las llaves de su carcacha a Ulises, éste se fascina con su excompañera de infancia hoy atareada y frustradísima asistente de imagen de un político Carolina (Adriana Louvier), que lo reconoce como el gallardo Peter Pan (niño Rogelio Frausto) de una inolvidable representación escénica escolar donde ella interpretaba el papel de Wendy (niña Scarlett Bavo), tan llena de alborozo nostálgico que le da su teléfono y le manifiesta su instantáneo interés por volver a verlo, cosa que el hombre se atreve a hacerlo efectivo al día siguiente, en un sofisticado café donde El Charal se apersona intentando caerle bien sin éxito con manidos chascarrillos (“Un viejo amigo” / “Viejos los cerros y aún reverdecen”) a Judith (Alejandra Adam), una despampanante rubia compañera de trabajo de Carolina, quien apenas pela al entusiasta Ulises que ridículamente se ha enamorado de ella, admitiendo que desde la infancia la amaba, pese a que su antigua actuación como Peter Pan ya hubiese premonitoriamente acabado en una catástrofe sólo por su culpa.

Sin embargo, aunque la chica lo haya invitado a cenar en cierta ocasión a su elegante depto y él haya quedado inmejorablemente bien preparando manjares de emergencia y aceptando de buena gana ser relevado por una emergencia del jefe en demagogo ascenso César Reynoso (Raúl Méndez), el tenaz varón aspirante a galán no se desanima, insiste e insiste sin dignidad ni pudor alguno ante los evidentes desinterés y rechazo femeninos, toma inspiración de su shakespeariano ídolo infantil hoy en decadencia Don Claudio Mancera (Edgar Vivar el televisivo Señor Botija en persona) que pronto perecerá en plena grabación de un anuncio publicitario y, mientras El Charal consigue radiante su primer rol en otro comercial (“¡No lo puedo creer! Estoy en un foro, el templo del infomercial”), conseguirá acostarse con la asediada Carolina, aprovechándose casi involuntariamente de un borrachazo, pero de inmediato se decepciona de ella, al verla demasiado absorta en la atención de su examante el político de incontenibles lances pedófilos con chavitas, a quien cree todavía interesado en esa desechable empleada.

Entonces el infeliz Ulises rompe (por violenta elipsis inmotivada) con todo mundo, renuncia a la compañía publicitaria a donde había logrado introducir a su repelido amigo, ingresa a un círculo de Comelones Compulsivos Anónimos generoso trance de autoayuda colectiva que antes había desdeñado, se somete a pavorosas jornadas de gimnasia y ejercicio corporal trotando en Chapultepec sin ceder ante los puestos de hotdogs incitantes como parte culminante, escribe el catártico monólogo teatral ad hoc Sudando la gota gorda que él mismo lleva a escena como protagonista único además de autodirigirse y al estreno invita a todos sus examigos, colegas y seres queridos sobrevivientes, incluyendo a la malinterpretada por cuitada Carolina, a quien por fin se atreve a confesarle su amor (“Sí sentía algo por ti”), ella incluso renunciará a un viaje-huida desilusionada a España, para reunirse con él al término de su estreno triunfal en un microteatro a reventar.

Fachon Models (Balero Films - Bh5 Group - Fidecine / Imcine, 95 minutos, 2014), vigésimo largometraje del excuequero sexagenario Rafael Montero (dos años después de La cama), con argumento original de Valentín Trujillo Sentíes adaptado por él mismo en colaboración con Ángel Pulido y el también realizador Gustavo Moheno (remake de Hasta el viento tiene miedo, 2007), narra un capítulo más de la gordofobia / gordofilia rampante, uno en particular grotesco, esquemático y optimista, la vida, pasión, soledad quasi mortuoria y resurrección al tercer impulso elíptico de un dulce gordito, encantador por devastable a simple vista y en última instancia facilona, el retrato de un gordillo aspirante a actor cual pobre diablo perfecto, una semblanza entre sonrosada, acerba e irónica, complaciente y amarga, frívola e inofensiva de un gordito buenaonda aunque acomplejadazo, el caballero de la triste figura obesa y bajísima autoestima pero soñador y añorante de una relación amorosa, ostentando mente medio pueril, puesto que traumatizada tanto cuanto bien motivada desde la niñez, acaso alter ego físico y / o espiritual de los potenciales espectadores hilarantes que nunca llegaron, con sólo dos claves íntimas de su contexto de circunstancias falseadas y su pasado sobredeterminante en diferente clave (“Estudiamos juntos en el Monte Olimpo”, por no osar decir Montessori), sus idealizados cinco minutos de hipotética gloria remota como Peter Pan rellenito que a la primera se derrumbó con aparatoso marco escenográfico y el culto fervoroso al envejecido intérprete de Las alegres comadres de Windsor que se desplomaría al primer infomercial, pero todos confiando siempre en retener y sublimar una lucidez límbica acomplejada, como sigue.

La lucidez límbica acomplejada incursiona como un descubrimiento en el limbo de los no-actores de infomerciales, estancados en algún interregno que puede ser perpetuo entre el modelaje y la actuación (“Toda mi vida he querido ser un actor acá, como los Bichir, como los Almada”, dijo lloriqueando El Charal tras ensoñarse al interior de una chafísima escena fílmica machista-revolucionaria en blanco y negro), que no son modelos ni son actores (“Ay qué bonito es el trabajo de ustedes, lleno de glamur”), en casting permanente e histérica grabación entre invariables gritoneos rabiosos por parte del director (“Échale más frescura, ¿no?, ¡alguien que me dé una ayuda!”), sino intérpretes meramente corporales y habitualmente guiñolescos, públicamente reconocibles por omnipresentes en la madrugada (“Güey, ¡soy tu fan!”), por aparecer en los TVanuncios publicitarios de fármacos chatarra supuestamente mágicos (como la cremita contra las hemorroides por la que el diputado César identifica al héroe), o de complicados aparatos para gimnasia casera (como los que opera desde adentro con enormes dificultades que debían ser alígeras el mismo protagonista que luego deberá ser sustituido por un fortachón porque todo puede arreglarse mediante photoshop para ilustrar un antes y un después), o de productos tan inútiles como los esprays con gases paralizaladrones cuyo TVestreno convoca aullante a toda la palomilla barriotera del Charal ante el televisor en la mejor secuencia satírica del film: la alegría de la comunidad por tener entre sus miembros a una figura pública, aunque no hable y así sea la más lamentable, monigotesca y vapuleada de manera pinchísima; los infomerciales como una forma de la fe consumista al interior de una sociedad en espacial desprovista de otras virtudes teologales.

La lucidez límbica acomplejada establece el esbozo de un significativo paralelo entre ese limbo sociolaboral con otro de los centenares que existen dentro de la compleja vida urbana actual: el limbo de los cultos sociólogos universitarios que acabaron como Carolina y su amiga Judith (“¿De veras, te lo cogiste?”), en cuidadores de imagen pública y supervisores de carteles, al servicio de cualquier politicastro sátrapa o pedófilo maniático violador de chavas menores de edad o alguna inmostrable edecán intoxicada; ambos limbos equivalentes e intercambiables en autohumillación corporal tanto como en consciente falta de ética.

La lucidez límbica acomplejada corona su anécdota-parábola plana como una victoria contra la baja autoestima, entre zarpazos de gozosa autoirrisión degradante (“Podría ser una pelota dentro de un clásico de William Shakespeare”), enfrentamientos omitidos de los nuevos Laurel y Hardy o Viruta y Capulina o El Chómpiras y el Señor Botija que te mereces, desgarramientos de vestiduras en una no-obra dramática obvísima (“¿Obra?, la del drenaje profundo”), elogios velados y cebollazos compasivos y compensatorios, a ese “hombre maravilloso, auténtico, que se merece todo en el mundo” (según la verbalización directa de su galana) y que, cual caballeresca dama a contrario de El lado oscuro del corazón de Eliseo Subiela (1992), terminará tomado de la mano amorosa por la profundidad de campo de la calle y clamando jubiloso: “Soy un peso completo que puede volar, volar”, al fin dueño de los secretos de la terapia cognitiva-creativa y de la cotidianidad con genuino placer, en tanto que, como pilón, al nacazo Charal bendito por la fama infomercial también se le hace con la reacia antes despectiva Judith (“¿Júrame que nadie se va a enterar?”).

Y la lucidez límbica acomplejada era por tenue humor sagaz una derrota de la debilidad y la fealdad ante la fuerza del amor, pero eso ¿qué podría hoy demostrar?

La lucidez del cine mexicano

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