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La lucidez filmohallada

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Casi todo quedó registrado en el antiguo celuloide.

En la pequeña pero simpática ciudad zacatecana de Sombrerete hacia 1931 vivía un Ingeniero que gustaba de registrar con su camarita Pathé Baby 9.5mm a su numerosa familia, especialmente a sus hijitos felices, sin duda habidos al menos uno por año, rodeando a la madre en el patio de la casa, con sus juguetes (muñecos, animalitos de madera) o sin ellos, posando y bailando y haciendo sus gracias, aunque el mayorcito era tomado aparte en perpetuo traje muy formal. Paralelamente, no obstante, el profesional provinciano gustaba de recoger y guardar vistas de otra familia, una joven beldad con sus dos bebés. Andando el tiempo, el hombre consiguió trabajo en una mina no demasiado distante dentro del mismo Estado y se convirtió en Ingeniero de Minas. Se mudó hasta allá al lado de sus dos familias, de seguro una por una, con discreción que merece el clandestinaje doméstico, si bien abierto a hacer nuevas amistades, estableciéndolas y conservando registro de ellas, alrededor de enormes instalaciones con regias entradas e imponentes maquinarias modernas, en medio de un desierto y contrastando con él, donde todo era sorda actividad en la pobreza y en la espera de las fiestas del pueblo, con la pompa de sus bailes tradicionales con disfraces de chinelos enmascarados y otros hoy acaso desaparecidos, sus rumbosos bailongos y sus atiborrados espacios engalanados.

Pero como el primogénito es el primogénito, los afanes apremiantes del Ingeniero estaban volcados a la formación de su hijo mayor y predilecto, quien empezó participando en el oficio eclesiástico en plan de feliz monaguillo entre parvadas de éstos, y que, lustros después devino en sacerdote, para gloria doméstica, presumiblemente, ya que la incidencia de un evento estelar, un eclipse total de sol, cuyo respaldo testimonial aparece aún de manera siniestra quasi ominosa, ha bastado para afectar profundamente y trastornar para siempre la mente del Ingeniero, y para colmo de infortunios, un fenómeno análogo habría de perturbar también, andando el tiempo, a su esposa, por lo que el hijo favorito va a recibir una educación anómala y desviada. Hasta convertirse, gracias a su impulso propio y su entusiasta vocación específica en un privilegiado Cura pueblerino redondo y orondo que, por añadidura mondo y lirondo, vendría a ser el heredero universal, y compulsivo, de esa inveterada afición paterna por registrar sus mejores momentos con cámara cinematográfica, mediante una máquina casera un poco más sofisticada (de 8mm por lo general, o en colores habitualmente muy reventados) que aquélla por su progenitor frecuentada y adorada, aunque sólo fuese para frecuentar y adorar ahora su propia figura rotunda y ubicua, en el amplio atrio, en las empedradas calles del pueblo, bajo los arcos de los acueductos vetustos, al frente de las congregaciones eclesiásticas con estandartes en algún rito permitido del culto exterior o en la peregrinación anual, sobre los techos de la parroquia, en las cimas de los cerros circundantes.

Sin embargo, aunado a tanto despliegue narcisista y a su ejercicio incansable de camarógrafo amateur, el señor Cura llegó a desarrollar otras dos aficiones, alternativas. Por un lado, la presencia cada vez más constante y luego pertinaz de un humilde muchachito, presumiblemente monaguillo o entenado, la fascinación irrefrenable, un genuino enamoramiento impulsivo y todoexcluyente por él, omnipresente, ubicuo en sus registros fílmicos. Y por otro lado un placer recién descubierto por los viajes, los viajes a las grandes ciudades del interior y de su estado y, a través de las grandes capitales de la República, Bellas Artes y sus residuales pegazos emblemáticos de la Nueva España, acaso extrafronteras, y todos esos viajes, por supuesto, en compañía del jovencito local de la obsesión magnífica y magnificante, paseándolo, paseándolo por todas partes, dándole a su pasión, ahora triple (por la filmación, por el efebo predilecto, por los desplazamientos terrestres), la posibilidad de diversificarse, itinerar ¿o itín errar?), expandirse en el espacio y en el tiempo.

De nuevo en paralelo significativo, además del Cura, otro de los hijos bastardos del Ingeniero de Minas, llegaría a ser Constructor de obra pública y heredaría también la pasión de su padre por la factura de cine (hasta en 16mm). Aunque afincado en la ciudad zacatecana de Nochistlán ya en vías de firme expansión hacia el progreso, por razones de trabajo debería viajar de manera continua, en compañía de su elegante y guapa esposa, quien le serviría de modelo inalterable, una modelo tan querida y dispuesta y perseverante en sus amorosos rodajes amateurs como alguna vez llegaron a ser los que unieron para lo inmediato y toda la posteridad al chavo de época con el ignorado hermano Cura de buenos y malos hábitos (pero cuáles eran cuáles). Inclusive se llegó a dar la probabilidad, patente y fehaciente en sus registros, de que los dos compulsivos cinematografistas fraternos pudieran filmar los mismos motivos plásticos en los mismos lugares, de manera sucesiva, o incluso simultánea, cruzándose sin saberlo, ni siendo siquiera capaces de darse cuenta de ello, por un instante eternizado por las emulsiones de sus películas, haciendo en forma fantástica coincidir sus almas, idénticas y emparentadas, gemelas en más de un sentido simbólico, carnal y creativo.

En La vida sin memoria parece dulce... (13 Lunas - Archivo Memoria de la Cineteca Nacional, 67 minutos, 2013), heteróclita película de ficción a base de materiales fílmicos encontrados por el siempre audaz / tenaz / sagazmente poético y aventadísimo zacatecano innovador ahora explorador de 47 años Iván Ávila Dueñas (Adán y Eva (todavía), 2004; La sangre iluminada, 2007), con guión chispeante, inventiva dirección fuera de menú, trabajo técnico-fotográfico unificador y extenuante edición suyos, reúne trozos de reportajes, documentales, noticieros y cintas caseras rodadas en el estado de Zacatecas entre 1930 y 1950, fragmentos sobrantes de los archivos consultados, de los formados por solicitud expresa a nivel estatal y de los recopilados ex profeso para el magno documental-ensayo-crónica-epopeya Zacateco (labor vincit omnia), 2010, de mismo realizador. Se mezclan tres grandes archivos prácticamente completos con una abundante diversidad de trozos rodados en todos los formatos, texturas y tonalidades, en blanco y negro o en colores, procedentes de la Fototeca Zacatecas Pedro Valtierra, de donadores espontáneos o de pertenencia propia, pero siempre imantados por una legítima intervención estética digital de una lucidez filmohallada, con sigue.

La lucidez filmohallada plantea diferencias y analogías muy serias con cintas congéneres. Sin salirse del campo nunca demasiado en boga del cine de autor a base de pietaje encontrado y empezando muy propiamente por el mencionado magno documental Zacateco del mismo Ávila Dueñas, con algunos de cuyos materiales sobrantes, cual ya se ha dicho, se ha edificado el nuevo film, o en rigor, sirviendo el anterior como marco de referencias y “punto de partida a una empresa mayor de edición y digitalización artesanal de las filmaciones recopiladas” para responder a la pregunta “intrigante: ¿Cuál es el tejido de anécdotas e historias truncas, misterios familiares, desencuentros afectivos, pasiones compartidas, reconocidas unas, ignoradas otras, que esconden las filmaciones caseras resguardadas por generaciones?” (Carlos Bonfil regocijado en La Jornada, 12 de abril de 2013). Zacateco es la figura madre, La vida sin memoria la dulce oveja descarriada y pródiga. Zacateco era la épica de un trabajo que todo lo vence, La vida sin memoria es la crónica personalizada de un trabajo que todo lo incluye y absorbe. Zacateco era una reconstrucción de época, La vida sin memoria es la reconstrucción de un imaginario de época intensamente vivenciado. Zacateco era una travesía nominativa, La vida sin memoria es la prosecución de un camino autodifinitorio entre el erotómano inflamable Nitrato lírico del cinemateco holandés Peter Delpeut (1991) en deliberado tono menor (nunca afirma que el Cura se acostara con su protegido, ni nadie está elaborando algún protocolo anticipado contra los futuros prelados pederastas del Agnus Dei, Cordero de Dios de Alejandra Sánchez, 2011) y el viaje imposible como sinfonía antártica de La búsqueda prohibida (otra vez Delpeut, 1993), en las antípodas de docuficciones límite en la cauda del acopio filmocasero Tarnation, condena eterna de Jonathan Caouette (2005) vuelto insuperable delirio narcisista. Zacateco era el desciframiento de la Historia como un criptograma traducido en otro, La vida sin memoria es la imposibilidad de desciframiento de la Historia como de la traducción de cualquier criptograma vivido. Zacateco era la extrema severidad de una prescindencia de cualquier narración inmanente en off, La vida sin memoria es la extrema efusión de una utilización de la música a modo de narración trascendente en off. Zacateco era un ejemplo del recurso al periódico uso de letreros al pie de algunas imágenes, La vida sin memoria es un sistemático uso de letreros en forma de intertítulos de cine silente para articular significados, explicaciones, guiños de ojo y ejemplificaciones. Sobrantes para otra filmo-cápsula del tiempo. Sobrantes para reposición: para reponerse, para reposicionar, para reposeer y reposeerse. Sobrantes activados, dinamizados, coagulados.

La lucidez filmohallada se construye con base en la música. La música ha sido propuesta sobre la marcha del montaje por los cuatro compositores de avanzada convocados para su contribución generosa (Jorge Torres Sáenz, Luis Jaime Cortez, Hebert Vázquez y el Horacio Uribe de Zacateco), si bien la música proporcionalmente mayoritaria ha sido compuesta por Ángel Elizalde y también se ha recogido y elegido música ya existente, grabada previamente por el excelente Ónix Ensamble de música contemporánea, aunque no habiendo alcanzado jamás la difusión merecida y permanecido hasta hoy prácticamente desconocida (“Crisantemos” de Torres Sáenz, “Trío” de Uribe y así). La música por sí sola marcaba las pautas narrativas de los materiales digitalizados y en trance de ser editados y yuxtapuestos, asegura el realizador. Trátese de las heterodoxas y juguetonas historias de amor vislumbrables y ya en juego. Y es precisamente la música no descriptiva, ni dramática per se o como refuerzo de los contenidos explícitos, ni meramente ambiental, lo que impone su dominio y preeminencia. La música que otorga un señorial orden al caos y salva de caer en él. Música exasperada con delicadeza, música de cuerdas pulsadas y en crispación disolvente, música con flauta baja y ataques en agudísimo. Música atmosférica y, por qué no, por la senda de una austera sensibilidad casi oriental, proclive a lo etéreo.

La lucidez filmohallada extrae toda su fuerza emocional y narrativa de la incompletud. De ahí deriva su capacidad de enigma y de misterio, el enigma de los personajes y sus comportamientos, el misterio del sentido último de sus sentimientos y sus acciones. Por un lado, como su personaje central del Cura, un cuerpo expresivo mondo y lirondo, limpio, despojado de cosas inútiles y de adherencias y de adjetivos superfluos, sin añadiduras ni resabios ni rebaba. Por otro lado, las imágenes deterioradas para siempre y las que fueron salvadas pero guardan las huellas de su rehabilitación en laboratorios ad hoc, ya sea con veladuras parciales, o con esas inmensas rondanas de luz parasitando e hiriendo la irreconstruible totalidad de la imagen. Según recomendaba irónicamente La Rochefoucauld, para apreciar a los héroes no hay que verlos demasiado cerca; y añadiríamos: ni demasiado tiempo, ni de modo demasiado persistente en pantalla, ni con demasiada nitidez, tanto como a su entorno sucedáneo, a su contexto reconstruido-inventado y a su cauda resplandeciente de imaginería caudalosa.

La lucidez filmohallada se barrunta una vida secreta. Y, como en todas las películas largas y hasta los cortometrajes previos a éstas de Iván Ávila, esa existencia escondida y oculta a la mirada superficial de los demás es, en realidad, un haz de vidas secretas. La vida secreta de una catastrófica cortazariana subida infinita de unas Escaleras (1991), la vida secreta de una serie de nexos subjetivos que son entrecruzamientos subrepticios entre muestras pictóricas y frases poéticas de Drummond de Andrade (el lírico brasileño vanguardista del Sentimiento del mundo y las elucubraciones metafísicas de Claro enigma) en Esa muerte más suave que el sueño (1995), la vida secreta de los santos apoyados en la automortificación mística de Vocación de martirio (1999, su corto-shocking más apreciado), la vida secreta por desesperada / desesperanzada de dos erotómanos padeciendo la inmortalidad inacabable por los siglos de los signos inadvertidos para la multitudes urbanas Adán y Eva (todavía), la vida secreta de las almas transmigrando entre seres de fabulosas existencias grises a rabiar en La sangre iluminada, la vida secreta de un estado de la República atrapado entre un esplendor ancestral y la actual emigración masiva en pos de la sobrevivencia. Y ahora, en el ebullente borbotón inagotable de La vida sin memoria, he aquí la vida secreta de la catastrófica operación infinita de unas cámaras cortazarianas al parecer con vida propia cual circular subida sisífica hacia ninguna parte, la vida secreta de una serie de nexos subjetivos que son entrecruzamientos subrepticios entre muestras pictórico-fílmicas y frases poéticas del Walter de la Mare (el lírico inglés tenazmente irrealista del Compañero interno y de las especulaciones filosóficas de El viajero o La carroza alada) y demás, la vida secreta de los santos regionales que se ignoran aunque bien apoyados en una iconográfica automortificación mística en imágenes acaso imposibles de compartir con nadie, la vida secreta por desesperada / desesperanzada de tres erotómanos pueblerinos padeciendo la inmortalidad inacabable por los siglos de los signos inadvertidos para la multitudes urbanas, la vida secreta de las almas de los camarógrafos autoficcionales (¡cultivaban la autoficción pionera sin saberlo!) transmigrando entre ellos cual seres de fabulosas existencias grises a rabiar hasta la opacidad presente, la vida secreta de un estado de la República atrapado entre un esplendor ancestral y el actual abandono masivo en pos de la sobrevivencia (aunque sólo sea la cultural y cinefotográfica). Todo ello en función de otras vidas secretas como la tradición clandestina machista de la querida de casa chica, la inconfesable predilección nefasta en el seno de la familia o de la sacristía-feudo y la evasión imperiosa hacia una erótica tan personal como cósmica casi cómica porque incluye ya su propio ímpetu de permanencia y su parodia. La vida secreta de los inasibles y perdurables álbumes móviles, las imágenes-signo, la vida secreta de los reflejos, la vida secreta de las refracciones.

La lucidez filmohallada se afirma como un sesudo ensayo de cine sobre el cine dentro del cine. Semeja situarse en el extremo opuesto del gran ensayo sobre el cine documental de Raúl Ruiz llamado Grandes acontecimientos y gente ordinaria (1979), en el que los mismos planos filmados ex profeso por el realizador (acerca de unas elecciones locales francesas que involucraban a los vecinos de su edificio y a los residentes de su modestísimo barrio de la Bastilla) eran montados de varias maneras distintas para que dijeran otras tantas cosas diferentes, se burlaran de sí mismas, meditaran sobre la naturaleza del cine documental en sí, se mofaran de ésta como entelequia pura, se elevaran a términos de teoría globalizadora, ilustraran los criterios de sus melindrosos amigos críticos de la revista entonces hiperinfluyente Cahiers du cinéma idos a buscar (o a cazar) en su guarida para ponerlos en irrisión, y sin embargo Ávila Dueñas consigue absorber todas esas dimensiones y exponer todos esos contenidos de una manera implícita, en virtud del funcionamiento inherente a sus flujos de imágenes, no desde la repetición dodecafónica o serial de las mismas imágenes, sino desde sus flujos donde todo parece evaporarse y nada se repite, desde el flujo (enriquecido) de las filmaciones caseras sin valor afectivo alguno a partir de la tercera o cuarta generación familiares hasta el flujo (reparado) de quinientas imágenes adyacentes, fluyendo y escapando a toda determinación o condicionamiento previo, fluyendo y concatenando mil insinuaciones, fluyendo-denotando, fluyendo-connotando, para que surjan, emerjan, afloren y florezcan a un tiempo, volátiles y precisas, en la contundencia fija de segundos, el hecho y su entelequia, el hecho y su evanescencia, el hecho y su fugacidad esencial, el hecho y su teoría implícita, el hecho su burla (esos danzantes de rojo brincoteando y saltando de una época a otra, esas desaparecidas galas imperiales de marcha triunfal en carros alegóricos), el hecho y su afán desnaturalizador de toda definición del cine documental (un más acá de sus estrategias clásicas) o del cine directo (a base de gun-shots empeñosos) o del cine experimental (un más allá de las puestas en tela de juicio de la percepción, según lo entendían y exigían los sabios teoréticos reunidos hace tres décadas en Göttingen), el hecho con sus tentáculos bien orientados por y hacia la docuficción, el hecho y una pizca de mélo sublime a modo de gracia y estado de gracia, el hecho y otra cosita.

La lucidez filmohallada desemboca en una reflexión en torno a la memoria. Sobre la memoria, alrededor de la memoria y a propósito de la memoria. No podía ser de otra manera. Todos los discursos presentes, imaginantes o escritos en el pizarrón de la pantalla, desembocan allí, de manera casi natural. Con textos tomados, saqueados, atesorados, escritos expresamente o revisados para esos nuevos fines del doctor Arnoldo Kraus, del inclasificable cineasta nuevaolero recientemente desaparecido Chris Marker (¡por supuesto!), el poeta británico ya citado Walter de la Mare y el propio Ávila Dueñas. Un ensayo vivo y mutable sobre la memoria, el olvido, los recuerdos. La excitante fatalidad de la dialéctica de la memoria y el olvido. ¿Quién es el doble de quién? “Cuando una película es filmada, el mismo impulso lumínico que queda impreso en negativo, quedará impreso en la memoria de quien filma y posteriormente en la memoria de quien ve la película. Es un ciclo largo, que a veces tarda muchísimos años. El cerebro que guarda la memoria de quien filmó es perecedero, la película que guarda impreso ese mismo recuerdo puede llegar a sobrevivirlo y generar recuerdos nuevos en memorias guardadas en cerebros perecederos. Ésa es la maravilla del pasado filmado, hace parecer al tiempo algo intangible”, declara el realizador. “El miedo a perder el pasado nos conlleva a escribir, a pintar, a filmar” ya que “filmar los recuerdos es una forma de reparación del olvido” (Kraus). Y las formas fílmicas adquieren otra dignidad, otro respeto, otra magia, se vuelven menos desechables, gracias a lo digital. La muerte por olvido queda a medias conjurada, sus atisbos significan los oficinistas del despacho del Constructor vuelven a sacudir sus gafas de aro al infinito, los paseos frecuentes de los hermanos filmadores (tan micro / macrofilmadores como Le filmeur de Alain Cavalier, 2005) se cruzan ante la vista de todos, el hipocampo y el canario se agencian nuevas alas y las estrenan a perpetuidad, la realidad humana se contonea con reflejos, los recuerdos son viejos caminos que regresan: ya son memoria.

La lucidez filmohallada se estructura finalmente en tres líneas narrativas convergentes y un final abierto. Lo social, el peso de lo social, jamás ha dejado de estar presente en esta indagación de los orígenes del realizador zacatecano, en esta suerte de “secuela de Zacateco”, en este “relato a partir de ocho archivos generales”, en este señero “proyecto de intervención visual”, en este “microcosmos paralelo”, porque ha elaborado materiales que “tienen un contenido importante sobre la historia de la vida cotidiana” (Ávila Dueñas entrevistado por Carlos Jordán para el suplemento Laberinto de Milenio Diario del 14 de abril de 2013), pero la cinta no termina, más bien se extravía en sí misma. Se reconvierte, se deja ganar por sus propias imágenes, se inunda en sí misma, se deja invadir por ímpetus imagenocéntricos y visiones imagenolátricas, imagenofágicamente. Allí donde la mirada circular concluye en espiral, cual difuminado torbellino impresionista, expandiéndose hacia afuera de sí misma rumbo al infinito nacional zacatecano y hacia adentro rumbo al infinito ínfimo íntimo intestino.

Y la lucidez filmohallada era por interés supraetnográfico la configuración narrativa en fuga de materiales obtenidos por cámaras y camaritas que parecían ridículas pero que todo lo abarcaban, desde ángulos naturales o desde posiciones y alturas impresionantes, hasta perderse en la esférica inmensidad parmenídea de un alba galáctica que sólo conseguía serlo por terrestre y pedestre en exceso, tan cercano cuan amenazante, de la omni(ovni)realidad fílmica en sí.

La lucidez del cine mexicano

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