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La lucidez proteiforme

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Encerrados con un solo juguete: ellos mismos con sus traumas y deseos insatisfechos.

En un sótano oscuro pero provisto de una diáfana iluminación central el desagraciado pero narcisista joven de veintitantos que arrastra severos problemas de micción nerviosa Everio (Humberto Bustos jacarero) se encuentra con la guapa estudiante de ciencias políticas pero insegura a rabiar pese a esgrimir una ideología izquierdista meramente retórica Norma (Aislinn Derbez televisivamente arriscada). Ambos son amigos de una tal Carmen, de quien infructuosamente aguardan su arribo. Mientras tanto, se presentan cortés aunque inquisitiva y temerosamente (“¿Cómo te llamas?” / “Everio” / “¿Tú cómo te llamas?” / “Norma”), inician una plática a impulsos y por segmentos. Se imaginan en otras situaciones análogas y terminan por hacerse confidencias incómodas que los inquietan, pues los insensibles cuestionamientos de la chava remueven las experiencias traumáticas del chavo con una tal Ruth con la que probó hacer vida conyugal armónica sin poder jamás conseguirlo (“¿Sí era tu esposa?” / “Noooo”), por lo que, acto seguido, él también pone en crisis a su compañera ocasional, que también le confiesa y remueve su incapacidad para proseguir ninguna relación amorosa. Pronto se atraen, están a punto de besarse y hacer sexo, pero de inmediato se reprimen, entran en pugna, permiten que la exasperación histérica (“¿Por qué siempre tienes que ir en contra de todo lo que digo?”), la violencia verbal (“Mira, si no fueras mujer, ya te hubiera partido el hocico”), el miedo mutuo (“Te voy a callar, pero a punta de patadas”), los acumulados rencores de género (“Las mujeres nunca quieren tener la culpa de nada”) y el odio desafiante hagan sentir su peso (“¡Ya cállate!” / “¡Cállame, órale, cállame!” / “Vete a volar”), fingiendo un homicidio. Si bien al final se reconcilian, contritos y desconsolados, para intentar separarse, volverán a hallarse en el mismo lugar, al infinito.

En Abolición de la propiedad (Sobrevivientes Films - Argos Comunicación - Boomdog Studios Interlomas - Equipment & Film Design, 86 minutos, 2011), tercer largometraje del ambiciosamente personal cineasta independiente de 36 años al mismo tiempo director-guionista-productor de sus filmes Jesús Magaña Vázquez (Sobreviviente, 2003; Érase una vez María, 2007), con base en la impar novela escénica del escritor ondero contracultural alguna vez coguionista y hasta cinerrealizador ya de 67 años José Agustín (Cinco de chocolate y uno de fresa y Alguien nos quiere matar de Carlos Velo, 1967 / 1969; El apando de Felipe Cazals, 1975; Amor a la vuelta de la esquina y Ciudad de ciegos de Alberto Cortés, 1986 / 1990, entre otras colaboraciones en libretos y adaptaciones en grupo; primer y único film: Ya sé quién eres (te he estado observando), 1970), la expresión fílmica en su conjunto se entrega de modo intempestivo a un extraño, indeterminado y espontáneo ejercicio experimental, raro dentro del cine independiente mexicano con pretensiones comerciales y con actores fundamentalmente televisivos, un proyecto a veces inmotivado pero sostenido, de gran eficacia y jamás gratuito, que logra imponer, por momentos, en esencia o a tramos una lucidez proteiforme bastante excepcional, como sigue.

La lucidez proteiforme o de las anticipaciones. Todo parece premonición o presagio, y no es mas que repetición sin diferencia, vil mimetismo existencial, copia vivencial de una copia no vivida pero registrada en la grabadora que acciona y escucha a solas a Norma mientras Everio se ausenta por irse a orinar a un baño inmostrable.

Se empieza por anticipar la sensación de ya haber estado ahí, por parte de la chica. Se anticipa su extrañeza por la ausencia de la Carmen que los ha citado en ese lugar baldío y su perpetua, involuntariamente perpetuada condición sarteano-beckettiana (brincos dieran) de A puerta cerrada Esperando a Godot. Se anticipan sus confesiones tan autocompasivas como autotelenoveleras (“Sí en esas veces yo no me puedo controlar, es que me calientan demasiado”). Se anticipa su discusión en torno a temas banales que sin embargo los involucran emocionalmente. Se anticipa la pedantería egotista de Everio con respecto a la crítica autosuficiente de Norma. Todo se anticipa (“La grabadora dice que me vas a matar”) y de ahí proviene la cualidad fantasmal, afantasmada o fantasmona del misterio del film que tanto pregona de manera autoconsciente la irracionalista mágica Norma y tanto irrita al racionalista burgués Everio. Todo se anticipa, con el fin de aún más desquiciar la construcción teatral y dislocar soberanamente los recursos formales de su visualidad pura. Lo que se obtiene como resultado no será una metafísica del déjà vu, sino un entretenimiento, un divertimento, un viaje colectivo entre dos que se creía leyenda urbana reflexiva, temperamentalmente mutable y autorreferente, entre la vulgaridad heredada, la intrascendencia imparable, la glosolalia y el genuino hallazgo jocundo y jocoso.

La lucidez proteiforme intenta esforzada y casi desesperadamente ir más allá de las fronteras temáticas marcadas por la novela de base. No, el proteísmo de estos protagonistas singulares no será el de los retratos rápidos, ni el de los fugaces encuentros y los abrazos fugitivos, sino un proteísmo muy otro, aunque también el de la escasa ruptura con el anonimato (si bien se insiste sobremanera en la característica excepcional de los nombres de pila) y asimismo el del recuento de un puñado de deseos insatisfechos, inconclusos. Por un respetuoso prurito de leal fidelidad al texto, los héroes deben toparse una y otra vez con sus pantanos de reproches sin término, con el seudoangustioso pozo sin fondo de sus traumas o privilegiados goces familiares bien que mal supuestos (el hermano tarado que lastra, el pariente piloto que provee de mercancías culturales inasequibles para los demás, el camarada de grupo político-radical muerto de cuatro balas expansivas en el cuerpo), los inoportunos jueguitos de palabras de subliteratura facilona (“El baño es el único lugar donde estás en familia”), con el acomplejadísimo desprecio a las estudiantes de ciencias políticas otrora prejuiciosamente tachadas de intelectualoides por inevitable y tautológicamente politizadas (“La paz es pasión, ¿ves?”), con el intermezzo de causales preguntas bobas al azar (joviales aficiones deliberadamente infantiloides por los chocolates gringos o en forma de campana, por los pistaches o las pastillas y dulces) para señalar el supuesto principio de la intimidad azarosa y ese gran bazar anecdótico de conflictos psicológicos más que esquemáticos (precisiones sobre tu operación de anginas o tus vecinas en las piernas o tus molestias por nacer con el himen desgarrado) y con probaditas de melodramas potenciales (“A mí no me gusta así porque sí” / “Eres vaciada, Norma”), apenas para disfrute de machos en domingo, pese a la preocupación por equilibrar la importancia de ambos personajes y el dimorfismo sexual de sus conductas. Al igual que el escritor de culto generacional ya muy acotado José Agustín soñaba con su polivalente obrita oscilante, indecisa entre la novela y el teatro o el cine, publicada en 1969 (cuando según el mismo autor se hallaba en pavorosa crisis) y montada con escasa repercusión en tres ocasiones lustros después (en el DF, en Denver, Colorado), como una antropología de mentalidades prontamente alivianadas, así con la suya el director Magaña Vázquez ambicionaría hacer una arqueología de comportamientos vagamente ligeros, pretendidamente etéreos pero entrañables por sus confusas, profusas y difusas huellas del Movimiento Estudiantil de 1968, cuyo traumático proteísmo deberá ser más bien hipotético y situacional que fehaciente o efectivo.

La lucidez proteiforme posee una dramaturgia visual más inventiva que su dramaturgia dramática propiamente dicha. Secuencia a secuencia, instante bien valorado por instante bien actuado, uno se encuentra siempre con lo contrario de la ilustración literaria tibia y sosa que podría temerse. Un film decepcionante en cuanto a argumento y adaptación, pero brillante en cuanto a puesta en escena, puesta en cámara y realización. Por así decirlo, la estructura de sus significantes resulta más apasionante y seductora que la de sus significados. Uso continuo de un inquietante fondo negro de vientre omniparturiento o primitivo-syberbergiano Black Maria, que en las secuencias premonitorias se campechanea con un fondo blanco encandiladora no menos desasosegante e hipnótico. Iluminación del notable fotógrafo cuequero Alejandro Cantú con dominante cenital de espectralidad de inframundo, o tendiente a una seudopublicitaria sobreiluminación de cromo palmario sin matices ni sombras. Escenografía tan regia cuan nítidamente delineada por Lizette Ponce y reducida a un sofá aburguesado, una lámpara de tres pequeñas pantallas en forma de alcatraz, una grabadora que reproduce cintas gigantes y un metrónomo cuyo zumbante ruido regular llena y exaspera el espacio auditivo. Música electroacústica apenas puntual y un par de melosos temas cancioneros: “Hablar de más” melifluamente cantada por Quiero Club y “Un millón” interpretada a modo de antífona moderna por Loblondo y Daniel Gutiérrez, mejor secundados por un sofisticado diseño sonoro de Pablo Valero tan refulgente que con frecuencia resulta inoportuno. Utilización de frontalidades constantes y reversos totales de espaldas tras el sillón a 180 grados, que deben coexistir con agresivos top shots de completa verticalidad perpendicular, tandas de líricos jump-cuts, campo-contracampos a una angulación de casi 90 grados, two-shots en contrapicado, enfoques / desenfoques en ráfaga cerrada y francos paralelos de perfiles en close-up o de figuras enteras. Edición radical que va por corte directo de un segmento a otro segmento como de un imaginario a otro, con claridad y contundencia absolutas sin jamás confundir al espectador más conservador, gracias al también realizador de lo que podría denominarse otra vez (de acuerdo con un acucioso término acuñado por Jacques Doniol-Valcroze) una vanguardia interior Gabriel Mariño conjuntamente con Edna López. Secuencias como el acostarse de la asexuada pareja matrimonial, que sería uno de sus tantos futuros posibles, quedan validadas de manera estilizada, pararrealista y metanaturalista, merced al excelente diseño de vestuario de Cynthia López, a través de una matapasiones piyama varonil y un suprarridículo baby doll morado de época, en las antípodas de cualquier pretensión documental. Hermosamente inhumanos los maquillajes de Marco Hernández permiten adentrarse en la hondura y la vivificante muerte interior de unos figurines palpitantes de otra manera en virtud de ellos. Coda bailada con desenfado, definitivamente concluyente cual recopilación y desborde y reconocimiento de lo recién visto, con Everio y Norma echándose sus pasitos ya vueltos actores en situación (de videoclip) y fuera de ella, muy a lo Ola Inglesa popmaniaca de los años sesenta-setentas (invocando a la cabeza aquella trepidante olvidada Una joven llamada Joanna de Michael Sarne, 1968, con Genevieve Waite), o concreción a la Godard (Iban por lana, 1964) de un subterráneo homenaje anacrónico a la Nueva Ola Francesa que ya ni Gerardo Naranjo (Voy a explotar, 2009) y que parece burlarse de la película misma, frivolizando todos sus contenidos serios aunque aún guiñándoles el ojo al perpetuar antológica y livianamente tanto su vestuario liviano como sus actitudes propositivamente antisolemnes de antaño (“La realidad es mucho más fantástica de lo que te imaginas”). Exceso sentido del detalle: el dedo femenino abocetando cual caricia de soslayo sus apetitosos labios, los bellos ojos pensativos, el indeliberadamente insinuante minivestido jaspeado rojizo sobre tentadoras mallas granate, el combate de box entre hombre y mujer al mismo nivel pugilista con blanquísimo calzón y guantes rojos dentro de un grisáceo ring alzado en la negrura, los dorados aretes de freno equino, las albas zapatillas en big close-shot amenazando hiperdecididas, los reiterados recursos al espejito de polvera (“Luego luego te vas a la fregadera”) y a la pérdida / búsqueda reptante de un lente de contacto que a lo mejor nada más se desplazó dentro del globo ocular u oculero, el guiño de ojo en abismo conceptual del hombre pretendiendo concentrarse en vano en la lectura del libro que está siendo representado (en la acogedora primera edición de bolsillo en la serie El Volador de Joaquín Mortiz), el raudo brinco masculino sobre el respaldo del sillón, el imaginario disparo con mano de pistola que basta para derribar al desglandulado galán, el culminante jalón de greñas para bajarle los humos a la altiva muchacha para romper cualquier simulacro de comprensión y de caballerosidad hipócrita. Pero sobre todo ese pleito de intensidad creciente, a grito pelado (“Tienes una imaginación verdaderamente malsana, niña” / “Mira, déjate de estupideces” / “Porque no puedes conciliar dos cosas tan distintas, ¿no te das cuenta?”) entre los dos enfrentados contendientes (“Estás jodido tú” / “Ya está bueno de que te sientas lo máximo, ¿no chiquita?”), que avanzan y avanzan furiosos en full-shot con fondo negro en estricto paralelo (que no campo contracampo) hacia el otro, dando la impresión de que jamás podrán alcanzarse e incluso atravesando una zona de lluvia cual encrespada e inasumible tormenta interior que corporalmente nunca los toca, hasta su dilatado encuentro perfil contra perfil dentro del mismo encuadre, tan irreductibles como ellos, bravos, bravo. Un fascinante ejercicio de estilo pese a todo, teatro grabado en grande, bocanada de aire fresco neoformalista (concomitante con piruetas escénicas como las del incomprendido Ocean Blues de Salomón Askenazi, 2011, con jóvenes cuanto más actuales y vigentes que los desdibujados viejos jóvenes de Agustín), salto mortal que invariablemente cae parado, cinefilia práctica pura, ensimismada forma fílmica, feliz y exultante sin miedo al vacío, a su propio cerebro hueco.

La lucidez proteiforme abunda en el discurso acerca de la dificultad de las relaciones amorosas libres. Continúa, prolonga, exaspera y decanta las preocupaciones del realizador al respecto. A lo pedestre de los planteamientos y situaciones verbales de su sociología-pop de la idiosincracia mexicana en las relaciones de pareja cincuentenaria (¡oh aquella dichosa e ingenua época en que las estudiantes universitarias de políticas podían ser vistas por los machos intelectuales como rabiosas feministas castrantes avant la lettre!), Magaña opone una concepción y un enfoque a sus criaturas que evita juzgarlas, a semejanza de lo cariñosamente sucedido con el atormentado héroe viril de Sobreviviente, ese primer juguete del destino amatorio, aunque no puede impedir someterlas a un acercamiento moral que, al igual que el irónico archipiélago de mujeres de Eros una vez María, consiste en pretender revelar sus secretos como seres y el misterio sin misterio de sus comportamientos contradictorios, al pasar de perfectos desconocidos a furiosos aspirantes amatorios en pugna perenne, dando la sensación de que, mientras esperan y conversan, algo por encima de ellos está muy bien estructurado, que están desahogándose a través de sus pláticas y sus impositivas microanécdotas verbalizadas, de que la exasperación de sus represiones sexuales remiten a una fracasada lucha individual que va más allá de un mero impulso coartado y un beso prolongadamente interruptus, de que en apariencia no está pasando nada y sin embargo está pasando todo.

La lucidez proteiforme se enrosca en vez de culminar. ¿Cuál era la propiedad que se quería y anunciaba abolir? ¿La propiedad de la mujer por el machín o la del varón domado por la hembra desalmada, la propiedad de la ficción por la usura del tiempo real, la propiedad del hambre de relatos por la imaginación trabada de indigestión? Hasta que la muerte del cine los separe y el compulsivo blablablá llegue a culminar en una historia interminable (“Tengo que ir a ya sabes dónde” / “Tienes la mente podrida” / “Pobre imbécil, eres miserable en todos sentidos”), un cuento de nunca acabar con simulacro de estrangulamiento (el asesinato como forma extrema de la descortesía, según la fórmula explicativa acuñada por George Bernard Shaw), un trayecto confinado cuya última curva distractora será ¡de nuevo! la sensación de ya haber estado allí, pero ahora experimentada y formulada por Everio, pues los roles se han inmotivada pero fatalmente trocado, como si los asertivos personajes adversos estuviesen atrapados en un loop del tiempo circular, sin cesar recomenzando su peregrinar verborrágico, cual eterno retorno mítico y mistificador / autodesmitificador, carente de salida racional, como los malestares y desasosiegos de las vidas inútiles de estas criaturas cautivas de sí mismas y del absurdo de la representación.

Y la lucidez proteiforme era por nefastez irresponsable a fin de cuentas una subrepticia aunque hegeliana lucha destructiva por anular la conciencia del otro.

La lucidez del cine mexicano

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