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La lucidez indigente

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Tratando de armar simbólicamente con palitos lúmpenes un ilusorio castillo de naipes que de cuadrado pasa a pentagonal antes de inevitablemente derrumbarse en el rincón de lo que viene a ser un inframundo privado bajo los puentes viales de Iztacalco e Iztapalacra, circulando con indiferencia al lado de alguna prostituta suculenta o entre chacales desatados contra ellos mismos, recibiendo la oscura dádiva de una botella de aguardiente (“Chanito, toma tu charanda”) que ipso facto lo convierte en un teporocho privilegiado gracias a esa nocturna caridad en el barrio miserable, pagándose un reparador taco en un puesto de mariscos, depositándole devotamente una ofrenda a la Santa Muerte tan milagrosa, vaciándose a grandes sorbos ruidosos su bebida cual individualizado gozador solitario, ahora dentro de una especie de cuadrangular nicho rodeado de piedra, para enseguida dormirse con insólita placidez en ese útero callejero entre baldíos y muladares, el indigente andrajoso de pelambrera erizada y costras de mugre acumulada a quien llaman El Chano (Donaciano Hernández Pérez El Chano interpretándose a sí mismo) va después a deambular de mañana por las calles, empujando un carrito del súper que le sirve para ir amontonándole encima los grandes envases de cartón y las botellas de plástico que recoge en los basureros y que por último venderá por kilo en un depósito. Así, tranquilo, sin mayores preocupaciones ni ataduras, acaso feliz y marginal, el precarista vive al parecer en perfecto equilibrio con su entorno social.

Pero un mal día esa admirable armonía va a romperse. Alguien lo busca, lo hace reportarse en una humilde morada y hallarse en su trono invadido por la asexuada comadre Rosa (Mercedes Hernández) que le ruega auxiliarla en un terrible apuro: sacar de la comisaría a su hijo Rodrigo, en malos pasos y detenido por violación y quizá homicidio. Sin pensarlo dos veces, impulsado por esa ineludible urgencia moral, el harapiento se decide, se despoja de sus harapos, se baña, se afeita, se agencia un atuendo decente, se alista, pronto se calará al cinto el fierro verdugo-justiciero que le proporcione un cuate en una feria de la colonia contigua y, en busca de dinero, empieza por visitar en su guarida a un antiguo compinche dealer apodado El Chabelo (Gerardo Martínez Pichicuás), quien, a punta de pistolas, le hace entregar unos cuantos miles de pesos restantes de la última fechoría acometida junto con él e intenta convencerlo de que se reincorpore a su pandilla narcomenudista original, aunque ahora ésta ya no trabaja por la libre, sino para un patrón institucional.

Pero, por desgracia, unida con los billetes que ha logrado reunir a duras penas la madre del ahijado, la cantidad recibida se revela, de singular y ridícula manera, insuficiente para cubrir la mordida que requiere el chavo, pues ya está punto de ser remitido al reclusorio mayor por un tal Comandante López, el temible capo uniformado de la delegación, según se lo hace saber al buen Chano un corrupto amigo agente del Ministerio Público (Rodrigo Franco) en cierta cantinucha de un mercado del barrio popular. Razón suficiente, sin embargo, para que el hombre vague desesperado, asalte a la luz del día una tienda de comestibles y sea trepado a una patrulla cuyo corruptito policía en jefe (Julio Escartín) lo reconviene y obliga a mocharse con sus pertenencias, antes de ordenar con suavidad a su disciplinada ayudanta de patrulla (Maricela Méndez) que lo deje suelto. Así entonces, a Chano sólo le quedará abordar en persona al corruptazo Comandante López (Juan Carlos Torres) durante su epopéyico recorrido grupal por los tabledances y demás antros noctívagos de la demarcación, en un principio queriendo negociar con él bajo presión, luego ofreciéndole con humildad sus servicios indeseables (“Te puedo hacer, al chile, buenos trabajos, ¿qué transa?”) y al final haciéndose madrear, humillar, poner de rodillas y expulsar del rumbo, para después regresar por más, ahora sí fusca en ristre, sorprender a sus enemigos, balear a uno de los policías vigilantes para someterlo, provocar un espectacular estallido con su respectiva matazón en la comandancia, dar baje a envoltorios de droga que mete en su mochila y salir huyendo con un brazo sangrando, aunque sólo sea para ser acosado en una calle y aprehendido, debiendo sufrir todavía a continuación el aniquilamiento a tiros de su comadre Rosa tras la ventana superior de su casa y él mismo ser enfrentado con el ahijado a quien deseaba sacar de la cárcel, ya liberado y sujeto a las órdenes del Comandante, que no ceja en ser el primero en patearlo salvajemente hasta dejarlo ensangrentado por completo y despojado de su valiosa mochila, sin poder siquiera moverse, hasta el amanecer del día siguiente.

En Despertar el polvo (Catatonia Films - Imcine - Té Films, 78 minutos, 2013), tercer largometraje del inasible excececiano de 46 años Hari Sama (Sin ton ni Sonia, 2003, y El sueño de Lú, 2011), desarrolla una trama argumental, basada en “un hecho real de extorsión policiaca” (según el propio realizador), que holgadamente cabría en un cortometraje de 25 minutos y cuya información proporcionada apenas alcanzaría la dimensión de su trailer de 3:03 minutos, acaso demasiado largo para tan poca información y para una película tan breve que va a reconvertirse, engendrando un haz de líneas narrativas, recurriendo de modo muy original a la truculencia y desembocando de manera sorpresiva, pero siempre constituyendo, definiendo, sobredeterminando y sosteniendo un altivo y trascendente o malvado y desarmante discurso en torno a la lucidez indigente, como sigue.

La lucidez indigente incluye, alía y sintetiza varios relatos en uno. Los conecta, los connota y concuerda. Arranca como una docuficción precarista, en forma de espantable crónica cotidiana, por completo desdramatizada, viviseccional, vagamente irritante y pausada, sin de prisa, con un indigente-espantajo auténtico, carente de experiencia fílmica alguna, en el rol protagónico y seguido por las callejuelas iztapalapenses más patéticas (específicamente en las del otrora combativo campamento Dos de Octubre) como un mero objeto impenetrable y cercanamente distante. Tras experimentar un radical cambio de tono y reconvertirse en su interior, continúa como un glorioso relato de fidelidad en forma de itinerario humano, donde el retrato de la indigencia forzadamente vista por ella misma ha pasado a un segundo término y sólo importa el seguimiento de un personaje revelador meramente conductual, behaviourista, que aún sirve de enlace entre diferentes ámbitos urbanos. Prosigue y culmina como un thriller con ambiciones de totalidad sociológica al hacer un retrato-crónica límite de la irremediable delincuencia citadina de hoy, reducido a la brutalidad. Relatos mutantes, diríase autónomos y excluyentes del anterior, con distintos regímenes de naturaleza (honda) y lenguaje (opcional) y pulso firme, pero ninguno se sostiene jamás como definitivo, aunque en conjunto vendrían a configurar un inquietante parafilm por encima de las estalladas fronteras genéricas, en los confines del docudrama posmoderno.

La lucidez indigente finca sus orígenes en una Truculencia de truculencias. Toda metamorfosis narrativa se muestra y administra a través de truculencias. Para la descripción del precarista se recurre a la truculencia meramente observacional del documental de investigación-evocación rampante El paciente interno de Alejandro Solar Luna (2012). Para el cambio de personalidad, en forma radical y como calcetín vuelto al revés, de precarista a chacal lleno de nexos y deudas con sus congéneres en el hampa, se invoca la sorpresiva truculencia folletinesca del sofisticado millonario Arturo de Córdova con flagrante doble vida en plan de limosnero para acrecentar su fortuna en el delirante melodrama argentino Dios se lo pague de Luis César Amadori (1948), basado en una obra de Jocelyn Camargo que abrevaba en las fuentes del Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson como en la metafísica de primitivos preexpresionistas tipo El otro de Max Mack (1913), con el maxreinhardtiano Albert Basserman a la vez burgués y noctámbulo asesino en estado crepuscular, y en escapistas comedias light de la época fascista tipo El señor Max de Mario Camerini (1937), con un Vittorio de Sica a un tiempo pillo embaucador y pomadoso noble decadente. Para la metamorfosis de la realidad en pesadilla, se recurre tanto a una truculencia violenta absolutamente marginalista e itinerante con pie en prófugos sacrificables que acaben Con las manos sangrientas (Carlos Hugo Christensen, 1953) como a la truculencia fársica que aportan, inmejorablemente en el cine mexicano actual, los excelentes y desternillantes aunque poco valorados cortometrajes intermedios del propio realizador Hari Sama (Con la cola entre las patas, 2005, y Tiene la tarde ojos, 2007). Para la compactación terminal de la metamorfosis y su envío y quizá su apertura a otra evolutiva / involutiva por traumática al canto se incursiona e incurre involuntariamente en una truculencia paralela a la virtuosística en un único insensato plano-secuencia límite, con abundantes clímax y ámbitos y personajes secundarios, de la experiencia extrema filmada en Tiempo real por Fabrizio Prada (2002), sólo que aquí con una criminalística sincopada un poquito más fragmentadilla. Truculencias-argucia, truculencias-bisagra, truculencias por encima de su propio tremendismo subsiguiente y subsidiario. Con alegría y gravedad turbulenta, truculencias asumidas, truculencias inteligentes, truculencias cerebralmente controladas.

La lucidez indigente ensarta su sentido en una mudanza de su estilo fílmico. Una mudanza fundamental y a fondo. Con cámara fija, contemplativa y plasticista pese a todo, emplazada bajo puentes y elevadas vías rápidas, petrificadamente abierta hacia profundidades de campo sobre puentes peatonales o jodidas calles, o con cámara describiendo largos recorridos mediante tracks laterales que logran abarcar todos los puestos de una acera de mercado informal, El Chano vegetaba y acumulaba cartones y se arriesgaba a introducir por las vías más angostas su rebosante carrito del súper y llevaba a pesar sus 6 kilos de la jornada y se tiraba a descansar mirando las estrellas mientras se daba un toque o se empujaba un fogonazo de licor. Pero a media película modificaba por completo su régimen de expresión visual. Emergía de la nada un prolongado, redundante e interminable virtuosismo de body-camera acosadora, abocada a los prodigios del plano-secuencia, de eternizado gran aliento reacio al corte, a la muy codificada manera fenomenológico-vivencial del nuevo cine argentino de la primera década del nuevo milenio (tipo El custodio de Rodrigo Moreno, 2006, o El asaltante de Pablo Fendrik, 2007), por supuesto con base en los hermanos Dardenne. O sea, arrastrando a la dócil cámara adosada a su espalda como un incansable perrito faldero, El Chano lo atraviesa todo, atraviesa una romería donde el altavoz del sonidero lo saluda con entusiasta sorpresa como el mariguano del barrio, atraviesa basureros, atraviesa la noche, atraviesa el plano por el eje yendo y viniendo mochilita al hombro desde la profundidad del campo, atraviesa el puesterío interminable en varias rúas de tianguis enteros, atraviesa por la cuneta de una vía rápida cuyos fanales de auto apuntan en contra suya luces que revientan al pasar a su lado, atraviesa la aviesa realidad que lo devora. Seguimientos angustiosos desde la espalda o, peor aún, de frente. Caminata larga, interminable, que perentoriamente desemboca en el asalto expeditivo a una tienda a plena luz del día. Fotografía presta a cualquier tipo de petrificaciones connotativas o dinámicas sinuosidades de José Casillas, montaje de planos muy ajustados por Mario Sandoval y el propio Hari Sama aprovechando su hábito de poner en relieve hasta los mínimos detalles de mercancías en sus product-shots alimenticios. Cambio de ritmo en la segunda parte del film para que la primera cobre sentido. Virtuosismo de planos secuencia que van de un avance en apariencia subjetivo que de pronto se torna objetivo, o viceversa, durante los acosos a mano armada de El Chano a los policías corruptos, que, pese a los laberínticos que sean, invariablemente concluirán en obsedentes planos fijos generales, ensimismados y como reflexivos, en algún restituido y abiertísimo long-shot inmóvil aunque a veces verborrágicos, jamás contemporizadores ni condescendientes, a rabiar de ira. Así se expresa con diabólica contundencia la consumada contingencia de un cambio de proyecto fundamental de vida y su reverso, y su índole reversiva nunca más regresiva.

La lucidez indigente alcanza su mayor nivel como ejercicio de estilo en su recreación del thriller como género estallado a la mexicana. Thriller cuya afilada síntesis puntual recuerda que su creador Hari Sama empezó su carrera regándola gachamente cual vil publicista esnob (Sin ton ni Sonia) y se recuperó y formó cinematográficamente a pulso gracias a las síntesis obligadas del ácido, satírico y amargamente autoparódico-autorrisorio del cortometraje hipercontundente (La cola entre las patas, Tiene la tarde ojos), para lograr elevarse hasta una anticomplaciente lutoficción, profundamente autobiográfica y conmovedora y omnirrecuperada (El sueño de Lú). Thriller ebrio y dionisiaco, pese a su apolínea sobriedad formal, cual marco imprevisto, intempestivo, para generar y englobar una colosalmente siniestra e intrincada historia policial a su esquemática manera quintaesencial, en la que bastan escasos tres diálogos-monólogos de autoridades, que son ver-daderos macroparlamentos-rollazos, para evocar con aplomo de aplastamiento este avasallante clima naturalista de predeterminado-determinista abuso impune que se respira en el México urbano de los nuevos años dieces: uno, el parlamento profusamente explicativo del convincente agente del Ministerio Público en la cantina hacia un suplicante Chano tratando de razonar y alegar, sentado inmóvil y apabullado (“Si no es pedo mío, mi Chano, por mí no hay bronca, no me des nada; total, por un aliviane y ya; pero este pedo está bien cantado; hay que mocharse con el juez, con los judiciales, con los policías que lo trajeron, y una buena lana a los testigos, cabrón; por eso te digo, al chilaquil: esta cosa ya nada más es de lana, güey; para que a tu pinche ahijado le estén poniendo por violación y homicidio, es que está bien desviado, güey; mira: con 40 varos lo chispamos, pero no mames, ¿cómo con 15 mil, cabrón?; a nosotros nos lo mandó el Comandante López, el más chingón de Iztapalapa, güey; no sé si sea su asunto, o lo traiga de encargo; si se lo quieren chingar, se lo van a chingar”); dos, el parlamento cariñosamente condescendiente del patrullero jefe de madrinas (como los inmortalizados en las novelas de Luis Spota) ante un sumiso contrito Chano intentando alebrestarse de nuevo dentro de la patrulla (“¿Por tan poco dinero, pinche Chano? No mames, cabrón, te hubieras esperado; al final del día hay un chingo más; ya sabes, ojete; tienes que respetar, culero; te tienes que mochar y tienes que avisar, pendejo; no puedes estar jugando al pinche Llanero Solitario; cabrón, aquí en mi delegación te damos diana, pero tranquilo, culero; ¿Quién es el Comandante López? Un hijo de su puta madre hecho y derecho; ojo, Chano, ése maneja la banda allá en Iztapalapa; a ver, parejita, ábrele la puerta a mi Chano, que ya se va”) y tres, el parlamento desarmantemente retador del vengativo Comandante López cara a cara ante un Chano desechado en su oferta de complicidad futura y a punto de ser tundido a golpes por los esbirros (“Ese cabroncito está allí en la cárcel porque venía a vender lo que no debía a quien no debía; ¿tú quién eres, putito? Mira: vete a decirle a su mamita que a su muchachito ya se lo cagaron, ya se lo violaron muchas veces en la grande; eso es lo que les pasa a los violadores m’hijo”) y despidiéndose de un Chano ya doblado en el suelo (“Se ve que la putería les viene de familia; no te quiero volver a ver por mi delegación, así que llégale, chacalito”). Thriller relevo propositivo de la confluencia de un siempre subdesarrollado cine negro a la mexicana, con deliberados ecos criminosos de Cadena perpetua (Arturo Ripstein cuando aún tenía algo que decir, 1977), en los que a un modélico héroe negativo no le quedaba otra opción existencial que retornar tan trágica cuan voluntariamente a Lo de antes (de acuerdo con la fatalista novela definitoria y definitiva de Luis Spota), y ecos coincidentes-contextuales de Bala mordida (Diego Muñoz Vega, 2008), la excelente ficción putripolicial calderonista que no cejaba en llegar hasta sus últimas consecuencias a rajatabla como ya se ha dicho. Thriller deflacionario aunque sorprendentemente vigoroso cuya turbiedad total sin salida y absorbente se la disputaría en lobreguez a la incursión del implacable docuficcionista flamígero austriaco Michael Glawogger en su vivisección del inerme estado menesteroso en Slumming (2006) o en su incursión infernal a la Zona de la tamaulipeca Reynosa en La gloria de las prostitutas (2011). Ironía cruel, avances y trémulos con cámara en mano, lenguaje crudo (tanto verbal como cinematográfico) a base de salvajadas tanto cinematográficas como verbales (“Ése ya es nuestro” / “A ése ya se lo cogieron en la grande” / “A ése querías, abre tus ojitos” / “Ahora sí, cabrona”) cual mero eco de sirenas patrulleras: minada reinvención del thriller total de humor negro-negrísimo con reflexivo reflujo biliar.

La lucidez indigente propone una heteróclita construcción de un personaje heteróclito. Más allá de lo positivo y más acá de la negatividad absoluta o la compasión. Si bien es cierto que todo gran personaje fílmico tiene su raíz en un acto supremo de automática negación de su esencia, hay algo inmediato y a la vez distante, morfológicamente animal, que es profundamente humano, en Chano. Antes de la metamorfosis: corpulencia de gorila afelpado que no cabe dentro de sí mismo, pelambrera de león electrizado, talante de orangután evasivo, andar de larva fatigada, piel corrugada de rinoceronte prehistórico. Durante la metamorfosis: cambio de jalea-zalea real bajo la ducha. Después de la metamorfosis: movimientos deslizantes de lagartija, ojos penetrantes de águila astuta, caminar de comadreja erecta, impulsos de sabandija incapaz de reaccionar al castigo, toparse de hiena aturdida entre una manada de hienas. Prostituta, cajera, dealers, policías, patrulleros, asaltantes de poca monta: todos a su manera chacales, como gustan llamarle a Chano, chacal prototípico y disidente, chacal a su imagen y semejanza, a tu imagen y desemejanza, ya que “en la austeridad musical y en el rigor sonoro como énfasis dramático, Sama se vale de un acercamiento entomológico a una de tantas ciudades fantasma que habitamos. El director propone una línea de observación de la indigencia como condición natural del estar vivo, un espejo empañado por el desencanto que redime a los seres que deambulan entre nosotros y que no vemos, no queremos ver” (programador Maximiliano Cruz, en el catálogo del II FICUNAM, 2013). Carne de pavor, contorno electrocutado, corteza de luz. Algo espantablemente humano-inhumano en él, tanto como en los misterios gozosos, gloriosos y dolorosos que determina casi por decisión-incisión propia. Así el vértigo de la presencia y el misterio conductual se entrelazan, se desintegran y se recomponen, para definir la unidad del ser, la existencia y la realidad de El Chano en el claroscuro de su conciencia vulnerada, como herida abierta en flor, reflejando apenas la capacidad propia para hacer de la transfiguración física un lumpenizado retrato-crónica de cuerpo entero de lo que es y como se siente la sociedad mexicana de hoy.

La lucidez indigente admite otras lecturas parcialmente negativas de su negatividad, aunque eso no implique afirmación dialéctica alguna. Dotada de “una factura de cine independiente, con poco atractivo en taquilla”, en esta película “intempestivamente y sin grandes transiciones se pasa del lacónico retrato de una suerte de Chin Chin el Teporocho (Gabriel Retes, 1975) a la radiografía tercermundista Ciudad al desnudo (Retes, 1988) o a la sordidez moral en Nesio (Alan Coton, 2008), en la que impera, sin grandes matices, una corrupción generalizada donde delincuentes y policías siempre una sola y misma cosa”, y luego “una nueva ruptura estilística aterriza entonces a la cinta en los terrenos de la redención social y de lo fantástico urbano, para que Chano, el paria ennoblecido, tenga un martirio sanguinolento digno del Mel Gibson de La pasión de Cristo (2004) y una providencial subida al cielo”, concluyendo así un “relato disparejo e insustancial, particularmente trasnochado” (Carlos Bonfil en La Jornada, 29 de abril de 2013).

La lucidez indigente alía finalmente la esoteria con la poesía solar. Y toda esa deambulación desdramatizada y toda esa anécdota de autoabandono solidario (coincidente en cuanto a este paradójico tema con aquel inusitado cotidiano Contra el viento de Jalil Lespert, 2011) habrán de concluir como una especie de divagación poética con resonancias espirituales profanas que habían sido marcadas desde el prólogo escrito del film, por gracia de un enigmático epígrafe optimista límite dejado en el original inglés acaso por cabalmente intraducible (“The sin is inevitable, and all shall be well, and all manner of things be well” / “El pecado es inevitable, pero todo irá bien, y todo debe ir bien, y toda suerte de cosas irá bien”) cuya autora sería la no menos enigmática escritora mística medieval inglesa Juliana de Norwich (aproximadamente 1332-1416 también aprox). Pero ese pecado y ese bien no serán en esencia muy distintos de las cualidades análogamente optimistas que le asignaba al Sol el quasi poeta maldito francés René Daumal (en El contracielo, 1936): “Un sol desconocido brilla en el polvo / que vuela alrededor de sus cabellos secos, / los vientos de la locura llevan a sus oídos / una música amarga que les rompe los dientes”. ¿Un sol ignorado capaz de Despertar el Polvo, que revolotea alrededor de los cabellos de esa realidad reseca de odio, mientras los vientos de la locura de la corrupción mexicana llevan a sus oídos, y sólo a sus oídos, la amargura de una sobreaguda obra coral de Darío González Valderrama, la cual viene a sustituir el uso sublimador de la música de Bach durante la expiación gloriosa del padrotillo de Accattone (Pasolini, 1961) por primera vez enamorado, trabajando y robando hasta morir atropellado (como catorce años después su propio realizador, que iba del neorrealismo al onirismo naturalista, al igual que Sama de la docuficción al naturalismo onírico)? ¿Un modo de todopoderosa purificación espiritual, imposible para el ánima de Batman, el caballero de la noche o de Batman: el caballero de la noche asciende de Christopher Nolan? (2008 / 2013). Acaso por eso, todo habrá de concluir aquí siendo absorbido y determinado por el sol en los ojos. Lo que da unidad al prólogo y al epílogo, a todos los relatos de relatos y a todas las truculencias de truculencias presentes en el film, será una extraña poética, más lírica que cósmica, del sol. El sol en la cara, hiriendo los ojos y los oídos y las greñas, pero al mismo tiempo magnificándolos al lado del ánima que exponen al desnudo, porque se cuela entre los dedos, ya en su sitio inamovible del inicio, en el paso a desnivel para señalar el más intenso de su deambulación, momento-clave, el sol que hace levantarse al tumefacto caído sobre el asfalto para coronar con su aparición ese periplo iniciático. El sol deslumbrante, el sol encabritado, el sol lacerante y lacerado, el sol todoabarcador, el sol a la vez sacrificial y resurreccional, el sol que quizá devuelva a la condición anterior en un círculo mayor de la espiral. El sol tiene un valor místico que sólo en la condición final del derrelicto, en su visión culminante, ha de venir, vislumbrarse, advenir, para consumarse. Pero también: Chano reconociendo de continuo su cuerpo, en especial sus extremidades, como en la Fase del Espejo descrita por Lacan y en los albores de la creación de su identidad, en trance, en el éxtasis de asumirse como su propio Sol.

Y la lucidez indigente era por prurito de fidelidad un descarnado espectáculo sólo comprometido con la no-identificación de su personaje-film consigo mismo.

La lucidez del cine mexicano

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