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De España a América: la ciudad ideal cristiana

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Se fueron señalando calles, plaza, solares, dándole de mejor en la mejor parte de ella a la iglesia, que es el que ahora tiene, y lo demás a todos los vecinos, según sus calidades cerca o desviado de la plaza, y en ella casa de Cabildo. (Fray Pedro Simón, 1891 [1627], citado en Salcedo, 1996, p. 142)1

...empezando por la plaza mayor, sacando las calles a puertas principales, dejando espacio previsto para el crecimiento... las calles anchas en los lugares fríos y angostas en los de clima caliente... se ubicará la Casa Real, la Casa del Consejo, Cabildo y aduana cerca de la iglesia. (Felipe II, 1953, citado en Pérgolis, 1985, p. 1)2


Figura 3. Plano ciudad con traza regular (Briviesca, península ibérica, 1208)

Fuente: Salvat (1985, p. 16).

El fenómeno de las fundaciones urbanas durante la dominación española en Iberoamérica ha querido interpretarse, sin fundamento, como si fuera un legado del planeamiento militar romano, que estuvo presente en la península ibérica en la dominación de ese Imperio trece siglos antes, o también –criterio más factible pero indemostrable–, como influencia de la ciudad ideal renacentista, contemporánea en sus inicios con el “descubrimiento” y la conquista de América. Porque hasta hace muy poco no se tuvo en cuenta el antecedente medieval europeo de fundar ciudades mediante trazas regulares, ni mucho menos el ibérico, fenómenos que en realidad tuvieron importancia a partir del siglo XII. Al respecto, el historiador urbano Jaime Salcedo, en su estudio sobre la génesis de la ciudad en Hispanoamérica y apoyado en los análisis del chileno Gabriel Guarda3, apunta que en España había una larga tradición en el establecimiento de campamentos y villas militares, los castros, que poseían una configuración regular: desde las ciudades fundadas por Alfonso I, en los inicios del siglo XII, hasta la fundación de Santa Fe de Granada, en las postrimerías del XV4 (ver figura 3). Pero lo más significativo es que esa traza regular, medieval, española estaba sustentada por tratadistas ibéricos, de los cuales el más importante fue el franciscano catalán Francesc Eiximeniç (1340-1409), quien, según Salcedo, “propuso una ciudad ideal cristiana cuya planta es cuadrada y cuyas calles se cruzan ortogonalmente en un damero de manzanas cuadradas”; y también dispuso los componentes principales, como la plaza mayor y la catedral, las cuales no debían relacionarse directamente, “para que las actividades del mercado no perturbaran el oficio divino” (ver figura 4). Y agrega Salcedo que “la ciudad ideal de Eiximeniç contiene los elementos que habrán de aparecer en la ciudad hispanoamericana” (Salcedo, 1996, pp. 40-41). Por consiguiente, si el modelo para la ciudad conquistadora era la ciudad cristiana medieval, los signos y símbolos de esa nueva ciudad debían expresar esa prolongación de España en América. Como dice Salcedo,

La ceremonia fundacional y ciertos elementos presentes en su origen denotan que la ciudad indiana estaba cargada de simbolismo, y que este simbolismo era comprendido plenamente por los fundadores. [...] conquistar territorios era una forma de vida; y fundar ciudades, una manera de fundar a España cada vez: la España cristiana. (Salcedo, 1996, p. 47)


Figura 4. Plano ciudad ideal de Eiximeniç (1383)

Fuente: Cehopu (1989, p. 91).

También Salcedo hace notar que esa prolongación del territorio español en nuestro medio se comprueba por la toponimia que escogieron los conquistadores, de allí que aparezcan Nueva Andalucía, Nueva Granada, Nueva España, Santa Fe, etc., y particularmente en Antioquia, Cáceres y Zaragoza. Pero también la presencia de nombres bíblicos y de tradición cristiana confirman esa proyección de los ideales religiosos afincados en la península; así, el propio nombre de Antioquia es una deformación del vocablo Antioquía, ciudad germen del cristianismo en el Medio Oriente.

Podemos concluir, de acuerdo con lo anterior, que existe una continuidad histórica en la creación de ciudades desde la España medieval hasta América, respaldada por su proyecto ideal cristiano, que lo ligaba con una intención eminentemente práctica, desprendida de la necesidad de establecer puntos de avanzada con el objeto de reconquistar o de conquistar un territorio para su fe. El campamento militar de Santa Fe de Granada, que los reyes católicos hicieron levantar en su ofensiva contra los musulmanes, es contemporáneo con las primeras fundaciones de conquista en nuestro continente. Y no puede existir diferencia entre el combate contra los “infieles” islamistas y el que se instituyó contra los nativos americanos si consideramos que ambas culturas eran “impías”. Salcedo lo explicita al señalar que el “orden” de la ciudad cristiana se contraponía con el “caos” pagano al que había que someter, y las Ordenanzas de poblaciones mantenían las antiguas tradiciones que repetían la cosmogonía mediante la consagración ritual (toma de posesión en nombre de Jesucristo) del territorio ocupado (Salcedo, 1996, p. 60). A propósito, se ha creído equivocadamente que fueron esas Ordenanzas, consignadas en las leyes de Indias, las que dispusieron la forma regular urbana y sus elementos constitutivos. Porque lo cierto es que, cuando estas fueron promulgadas por Felipe II en 1573, ya se venían aplicando esas medidas, desde que el gobernador de La Española, Nicolás de Ovando, hacia 1504, al pretender hacer por primera vez de la factoría una colonia gobernada por cabildos municipales, fundó ciudades y villas conforme al modelo del municipio castellano, (Salcedo, 1996, p. 24). Nicolás de Ovando, como militar comendador de la Orden de Alcántara, había sido testigo de la toma cristiana de Granada, hecho que explica, aparte del establecimiento del régimen de la encomienda, precisamente su intención de organizar colonias basadas en la fundación de ciudades a la manera castellana, para las cuales aplicó, como era de esperarse, la traza regular (Salcedo, 1996, p. 40). De ahí en adelante,

todo territorio que, una vez explorado, prometiera ser adecuado para establecer una colonia, era ocupado y poblado, por capitulación o por comisión, de manera similar: la conquista culminaba con la fundación de ciudades, la elección de cabildos, las adjudicaciones de tierras y solares y de indios en encomienda entre los vecinos propietarios más destacados en la jornada. (Salcedo, 1996, p. 24)

Es importante también establecer cómo las fundaciones españolas atendieron a esa fuerte segregación y discriminación social y económica imperante. No solo trasladaron a América las jerarquías urbanas de “villas” y “ciudades” existentes en la península, sino que agregaron nuevas diferenciaciones correspondientes con el territorio al que dominaban como, el establecimiento de “repúblicas de los blancos” para contraponerlas a la “república de los indios”, que invariablemente eran el resultado de nuclear y concentrar los asentamientos dispersos de los nativos, para poder controlarlos y dominarlos: “La jerarquización del espacio en función del poder” (Zambrano, 1993, p. 26). Pero los pueblos de indios no eran “fundados” como las ciudades o villas, sino “entablados”, “reducidos” o “agregados”, dado que sus habitantes eran naturales que pasaban a residir en poblados geométricamente organizados (Salcedo, 2000, p. 67). Desde este punto de vista, la categoría de “villa”, que en España era correspondiente al “villano”, es decir, al rústico desposeído de nobleza e hidalguía, en el continente americano estaba asociada al poblado indígena. Entonces, la segregación social de la sociedad colonial, “jerarquizada por estamentos, concentró a la población en núcleos urbanos igualmente jerarquizados en su autonomía relativa política y jurisdiccional” (Salcedo, 2000, p. 66). Y en la cúspide está la “ciudad”, el hábitat de los supuestos nobles –en América, cualquier ibérico se convertía en aristócrata–, que tiene antecedentes históricos que le dan el significado del que se apropia la hidalguía española: la ciudad como símbolo de la libertad y del privilegio. En el medioevo europeo la ciudad era la manera de escapar a la servidumbre feudal; “el aire de la ciudad nos hace libres”, nos recuerda Carlos Fuentes al respecto, regla de la cual España no fue la excepción (Fuentes, 1992, p. 75). Y si nos remontamos más atrás, los romanos hicieron valer su condición de tales mediante la adopción del concepto de “ciudadanía” o de “ciudadanos” para contraponerlo al mundo bárbaro. Ese concepto de ciudad o civitas le concedía desde esa época un fuero especial a los núcleos urbanos preeminentes, que se diferenciaban de los habitados por los villanos en las aldeas sumidas en la ruralidad. Eran los privilegios que proporcionaba la condición de “ciudadanos” a quienes las leyes, como aquella de Alfonso el Sabio, establecían que el monarca debía de “amar, e honrar [...] porque ellos son como tesoros y rrayz de los Reinos” (Partida II, 10,3) (Fuentes, 1992, pp. 74-75). Pero allí la ciudad libre era disputada por las monarquías emergentes en su lucha por el control feudal, al mismo tiempo que emprendían la reconquista del territorio ocupado por los árabes ocho siglos atrás. En esa tácita alianza entre las nacientes burguesías y el rey surgen los primeros gérmenes de democracia de la Edad Moderna: las asambleas, llamadas cortes (ayuntamientos o cabildos) y los alcaldes electos, instancias que constituyeron tempranamente la municipalidad que había adquirido el derecho político del autogobierno5; y esos fueron los inicios de la incipiente democracia urbana en América (Fuentes, 1992, pp. 75-76). Una vez derrotados los “moros”, expulsados los judíos de la península y emprendida la conquista de América, se prolongó el papel de España por medio de esas instituciones ciudadanas que garantizaron el poder real y la defensa de la fe católica. Entonces, los primeros signos de democracia burguesa de occidente, las municipalidades libres, se constituyeron, en nuestros territorios, en los instrumentos del vasallaje y la opresión; y las ciudades –expresiones del naciente mercantilismo universal–, en núcleos jerárquicos del poder semifeudal.

Caminos y fundaciones: Eje Sonsón-Manizales

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