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Reformas y despegue económico

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En la historiografía de Antioquia se ha mencionado, casi sin excepción, el papel predominante que cumplieron algunos legisladores en el decisivo despegue social y económico que se produjo en esa provincia al final de la dominación española. Las reformas del gobernador Francisco Silvestre, con el postrero apoyo del visitador, oidor Antonio Mon y Velarde8, en verdad contribuyeron al desarrollo de las relaciones productivas y, por ende, al poblamiento de nuevas regiones y al establecimiento de colonias agrícolas. Esta política reformista no era exclusiva de Antioquia, se extendía a toda Latinoamérica y obedecía a dictámenes que provenían directamente de las Coronas española y portuguesa, más concretamente en la España de los ministros del rey Carlos III, de la dinastía borbónica, que en una continuidad colonialista interpretaban con claridad la nueva época, cuyas manifestaciones se extendían a todo el mundo conectado con los mercados internacionales. Al respecto, José Luis Romero (1984), uno de los más importantes historiadores urbanos de Latinoamérica, define el fenómeno reformista así:

La presión del mundo mercantilista sobre la península alcanzó a mediados del siglo XVIII tal grado de intensidad que los grupos más lúcidos encabezaron un movimiento para renovar la vida económica, social y cultural de ambos reinos. Fue la era de las ‘reformas’, esto es, del reajuste de las estructuras sin modificarlas, mediante decisiones racionalmente elaboradas –sobre la base de la experiencia extranjera– que desterraran los prejuicios y los sistemas consuetudinarios que impedían un desarrollo óptimo de las posibilidades.

Y más adelante afirma que, “si el campo de las reformas alcanzó a la política, fue solo para acentuar el autoritarismo” (Romero, 1984, p. 151). En sí, la posición de los grupos reformistas ibéricos obedeció a una particular interpretación del pensamiento ilustrado que había penetrado la Corona española, ya con ánimo prevenido –la guillotina había cortado cabezas en el reino vecino–, o ya con el criterio de reformar ahora, para que no cambiara al final nada. Claro que también contribuyó a propiciar un ambiente científico y, en forma indirecta, a agitar el clima revolucionario que a la postre se revirtió contra los dominadores y que fue capitalizado por los nacientes grupos criollos9. “A través de extraños canales, la reforma se transformaba en revolución” (Romero, 1984, p. 153).

En esta atmósfera renovadora relacionada con la ampliación de los mercados y las ideas, para el dignatario Francisco Silvestre –cuando asumió el primero de sus dos mandatos en Antioquia (1775)– debió resultar un verdadero desafío enfrentarse a una provincia absolutamente postrada y encerrada. Por eso, “su primera preocupación fue la relacionada con la apertura de caminos a fin de abrir la provincia al flujo comercial entre los puertos del norte y la capital del reino”. Y el primer camino que proyectó fue el que comunicara a Santa Fe de Antioquia con el río Magdalena (Mariquita y Honda) por la vía de Sonsón (Robinson, 1988, p. 24). Igualmente, los gobernantes “desarrollistas” pretendían introducir modificaciones en la administración, en los sistemas productivos y en la posesión de las tierras con el solo interés de asegurar un mejor recaudo del tesoro real10. No era posible que el saqueo fuera acaparado por unos aventureros que actuaban a nombre del Rey, pero al final a la Corona no le quedaba sino la mínima parte del botín. Al respecto, es ilustrativo el siguiente criterio que Mon y Velarde emitió con respecto a la distribución desigual de las tierras, que repercutía negativamente en la recaudación del erario:

Mi ánimo no es perjudicar a nadie; pero tampoco será justo que, por comprender un sujeto inmensidad de tierras en un registro o denuncia, acaso por cortísima cantidad que entren en cajas, quede privado su majestad de conceder tierras a cien colonos que perpetuamente contribuyen a su erario y le sean útiles, aumentándose acaso a cien mil... (Robledo, 1954, pp. 76-77)

Debido a que la actividad productiva se concentraba casi exclusivamente en la minería y no había cómo abastecer de alimentos a esa provincia aislada, el principal cometido de los reformadores era propiciar la agricultura, que hasta ese momento había sido “mirada con poco aprecio”, según el visitador (Robledo, 1954, p. 102). Pero, como el obstáculo para desarrollar esta actividad era la concentración de las tierras, era necesaria una reforma agraria que garantizara la función social de la propiedad y la eliminación de las tierras improductivas. Entonces, el impulso a la colonización de las áreas potencialmente agrícolas tropezaba con las grandes mercedes de tierra concedidas por el rey pero que estaban al margen de los desarrollos económicos11. Por eso se explica en parte, como lo señala Hoyos Körbel, que Mon y Velarde haya propiciado dicha colonización hacia el valle de los Osos, en el norte, debido a que principalmente allí “existían concesiones de tierras hechas por la Corona, más fáciles de conciliar que aquellas concesiones que cerraban el sur” (Hoyos, 2001, pp. 5-6). Hoyos debe referirse fundamentalmente a la concesión Villegas, creada en 1763 entre los ríos Buey y Arma. Esta concesión se había creado bajo una norma vigente desde 1754 que favorecía la gran propiedad, como todas las promulgadas desde el siglo XVI, basadas en los privilegios y en los servicios prestados a la Corona. Pero, a partir de la real cédula de 1780, bajo le égida borbónica, se modificó sustancialmente el criterio de adjudicación de las concesiones: ahora se entregaban a cambio de tributos a la Real Hacienda; de esta manera se beneficiaron aquellos que podían ofrecer y pagar más en los “remates” de tierras (Arango, 2002, p. 40). Es significativo que el cambio de orientación en la legislación de la Corona sobre la propiedad de la tierra, basada en el poder económico, coincidiera en Antioquia con el primer auge de los comerciantes de Medellín y Rionegro, ya reseñado arriba, que comenzaban a prosperar basados en la primera acumulación de capital procedente de la minería del oro. El latifundio adquiría así en Antioquia una dimensión diferente de la que había prevalecido en el resto del virreinato: no representaba estrictamente un factor de inmovilidad como el imperante en la provincia del Cauca, en la costa atlántica o en el altiplano cundiboyacense, puesto que se concentraba en manos de hombres con gran poder económico que fincaban su prosperidad en la posible venta de parcelas valorizadas por la acción dinámica de miles de colonos que las estaban poniendo a producir12. Esta situación, agravada por el fuerte crecimiento demográfico de la segunda mitad del siglo XVIII en Antioquia, originó que los pobladores sin tierra –por lo general pobres y sin posibilidad de dedicarse a las actividades de sustento que proporcionaban la minería y la agricultura– quedaran limitados en sus posibilidades de expansión y desarrollo (Arango, 2002, p. 40).

Entonces, las reformas en la tenencia de la tierra no representaron de verdad cambios en la estructura agraria. Las propiedades seguían siendo improductivas y no se las vinculó a ninguno de los renglones agroexportadores que requerían los países industrializados, lo cual originó la consiguiente pérdida de ingresos para la Corona; el potencial humano que podía cultivar la tierra seguía siendo desplazado o agregado a los latifundios; y a pesar de que las posesiones territoriales se convirtieron en una mercancía, la mentalidad feudal se mantenía y las familias tradicionales relacionadas endogámicamente mantuvieron sus privilegios (Arango, 2002, p. 199). Como señala Roberto Luis Jaramillo, “las élites de Antioquia se habían amparado hábilmente en las normas de 1754 y 1780 para adquirir grandes extensiones de terrenos, para acapararlos y prepararse para la famosa empresa de la ‘colonización antioqueña’: tenían una economía capaz y suficiente, apoyada en un renacer de la minería y en una habilidad especial para el comercio legal o clandestino, y para el transporte” (Jaramillo, 1989, p. 39). Esta situación condujo a que en 1786 y 1798 se dictaran nuevas normas –ante los conflictos que generó la de 1780– que permitieron la imposición del criterio de que se aplicaría el derecho de propiedad a quienes cultivaran las tierras baldías y que todo terreno que fuera abandonado por cuatro años podría adjudicarse a quienes quisieran desmontar, sembrar y cultivar, prefiriendo a quien las denunciara (Arango, 2002, p. 41). Por lo menos en esta norma escrita había alguna voluntad de cambio de las relaciones de propiedad, pero las argucias legales e ilegales de los poderosos y las influencias políticas ocasionaron privilegios y acaparamientos en una sociedad en la que predominaban la pobreza y el analfabetismo13. Tal fue el caso de la concesión asignada al súbdito español José María Aranzazu (concesión Aranzazu) en 1801, en cuya gran extensión entre los ríos Pácora y Pozo ni su propietario ni sus descendientes realizaron una sola mejora hasta que les fue ratificado el título en 1824, en plena República.

Entre las anteriores circunstancias descritas era lógico que aumentaran los desempleados y desplazados, a los que los gobernantes ilustrados tildaban de “vagamundos y ociosos” y a los que había que forzar para que salieran de sus territorios y formaran nuevas poblaciones. Es claro que lo que se pretendía era dirigir y formar colonias agrícolas para tratar de controlar a los pobladores para que no realizaran colonizaciones por su propia cuenta. Y, anota Eduardo Santa, ante la resistencia de algunos terratenientes por las medidas de Mon y Velarde, este los convenció de que las fundaciones valorizaban las minas y las tierras y que no era justo que la Corona quedara privada del erario de los colonos (Santa, 1993, pp. 45-46). Como ya señalamos, la colonización y la fundación de poblados bajo los nuevos criterios se dirigieron en lo fundamental al valle de los Osos, al norte de la provincia, bajo el auspicio del visitador Mon y Velarde. Se fundaron así establecimientos agrícolas en las altiplanicies más frías y libres del paludismo y se ofrecieron bonificaciones por la introducción de nuevos cultivos, bajo la disciplina del trabajo (Parsons, 1997, p. 27). Pero también hacia el sur y el suroeste, más en forma espontánea, la colonización y la fundación de poblados prosiguieron a pesar de los grandes obstáculos que significaron para los colonos las grandes concesiones de tierra al sur de la provincia, las cuales no desanimaron del todo a los antioqueños desposeídos, porque lentamente se iban filtrando en búsqueda de una mejor vida (Hoyos, 2001, p. 6).

La relación de los hechos hasta aquí consignados, referente a las reformas de las últimas dos décadas del siglo XVIII en Antioquia, muestra claramente que los “regeneradores” favorecieron fundamentalmente a las élites, que la estructura de la propiedad de la tierra se mantuvo o se concentró aún más y que la “colonización” estaba preparada para que los grupos económicos poderosos se beneficiaran de ella mientras fueran sus protagonistas. Sin duda, existía la intención de propiciarla y dirigirla con el apoyo gubernamental, apuntalado con recursos tributarios y eficiente administración, pero dando cierto margen para que los desposeídos marcaran los derroteros con su trabajo, valorizaran las tierras y prepararan el camino para una supuesta colonización empresarial. Entonces, desde el principio, la colonización “moderna” tuvo dos impulsores: por una parte, los colonos en “extrema pobreza”, y por el otro, el gobierno provincial al servicio de los grandes poderes comerciales y territoriales en ciernes. Sin embargo, en esos momentos iniciales era evidente que los primeros fueron los principales protagonistas, quienes de manera espontánea realizaron sus avanzadas hacia el sur, invadiendo la gran concesión Villegas. La acción gubernamental, que en el papel tenía todo calculado, en la práctica, en el norte tuvo que tropezar necesariamente con las condiciones propias de los lugares y con las acciones espontáneas de los colonos; y en el sur, a pesar de los esfuerzos de las autoridades de la ciudad de Rionegro para encauzar la colonización de manera oficial, la migración desbordada la sobrepasó y solo los latifundistas trataron de canalizarla en su propio beneficio.

Caminos y fundaciones: Eje Sonsón-Manizales

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