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CAPÍTULO 11
DÉJAME QUE TE ACARICIE

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Campo “La Preciosa”.

Jueves 19 de mayo de 2011, al atardecer.

–Oye… ¿cómo dijiste que te llamas?

—Todo el mundo me dice Hernán.

—Bien, Hernán. Ven por aquí antes de que oscurezca, a ver cómo preparamos tu cama. Vamos a buscar unos fardos de pasto que tengo por aquí guardados. Están bien secos y limpios. Con eso improvisaremos tu colchón, aquí en este rincón —explicó don George—. Selecciona el pasto, mientras yo voy al rancho a buscarte una manta para abrigarte esta noche.

—Gracias, don George. Un favor adicional: ¿dónde puedo darme una ducha y cambiarme de ropa, por favor?

—Bueno, hagamos una cosa: primero debo encerrar los perros, sino no podrás ni asomar la nariz. Prepara tu cama, antes que te quedes sin luz. En unos minutos, vendré a buscarte y te mostraré donde puedes darte una enjabonada.

Al rato vino por mí.

—Te conseguí esta manta. Es grande, pero la doblas: una mitad arriba del pasto y con la otra parte te tapas. Ven que te indico dónde está el sanitario.

Salimos del galpón y giré mi vista para monitorear el entorno. Estábamos rodeados por un inmenso campo sembrado de maíz, con plantas como de mi altura. El sol se cortaba en el horizonte, rodeado de unas nubes anaranjadas y colores pastel. El contraste en el cielo era increíble en el atardecer que se extinguía, con la luna apenas elevándose segundo a segundo en el extremo opuesto. Hacía muchos años que no veía un crepúsculo semejante. Los muros del presidio me impedían ver las puestas de sol. Ver estos cuadros tan majestuosos que pintaba la naturaleza me reconfortaban el alma, por más simple y sencillo que fuera el momento. En ese instante lo sentía como una sensación espiritual, tan simple como la mismísima energía natural.

—Ya estoy aquí —me avisó don George a mis espaldas.

—Es soberbio este lugar, rodeado de tanto verde, olor a animales, vacas, pájaros, perros... ese cielo increíble y una luna para verla cuando uno lo desee.

—¿Dónde está tu casa? Pensaría que vives en otro planeta.

—Más o menos —le respondí con una sonrisa forzada—. Usted no sabe lo brava que es la bruja. ¡Mi casa parece de otro mundo! Cambiando de tema, don George, ¿a qué distancia queda la ruta de aquí?

—Es muy sencillo. Cuando nosotros vamos al pueblo, salimos por la tranquera que seguro tuviste que abrir al ingresar con Mayalén. Es la principal. A unos metros de ahí, giras un poquito a tu izquierda y te topas con un camino mejorado. Luego lo avanzas derecho sin salirte y, más o menos a cinco kilómetros, te encuentras con la ruta IE 176, por donde seguro ustedes llegaron más temprano.

—Sí, sí claro, claro. Lo que pasa es que venía medio dormido, mientras manejaba Mayalén, y me desorienté en el trayecto.

—Bueno, sígueme —me ordenó don George.

Fuimos recorriendo en dirección a su vivienda, pero al aproximarnos, giramos hacia un lado, continuando una huella de tierra angosta marcada por el tránsito de las personas que caminan todos los días por ese tramo. Era una pequeña construcción sólida para depósito de herramientas y elementos usados.

—Aquí hemos armado un baño de emergencia. Yo lo uso cuando reaparezco embarrado y sucio desde el campo o del corral, hecho un desastre. Si hubiera querido entrar así a mi casa, mi esposa se pondría el doble de brava que la tuya.

—Seguro. Este sanitario está muy bien para esas ocasiones.

—Ven, ayúdame. Aquí atrás tengo una calderilla para calentar agua. Funciona a leña. Le vamos a meter madera y activar el fuego. Así te puedes bañar con agua caliente.

—Agradecido, don George. Haga lo suyo, que yo me encargo. Gracias.

—Por esta puerta —me señaló— pasas al baño. Ahí puedes ducharte, y de este lado te puedes cambiar. En veinte minutos vendré a buscarte.

—Sí. Muchas gracias por su amabilidad.

—De nada. Enseguida regreso. No me demoro.

Bañado y vestido, lo aguardaba apoyado en la puerta del baño, desde donde podía reconocer el caserón de don George. Era una construcción sencilla, pero se veía sólida y muy fuerte. Estaba construida de piedra y madera, al menos es lo que se observaba por afuera. De dos plantas, con un techo de tejas a dos aguas y una amplia galería en todo un lado de la casa, orientada hacia la puesta del sol.

Avistando en dirección a la vivienda, me di cuenta que George venía a mi encuentro.

—¿Eres tú, Hernán, o es un fantasma? Ni te asemejas, chavo. Era real que precisabas una buena remojada. ¡Has rejuvenecido muchos años!

—¡No es para tanto!, pero la ducha ha sido fantástica y siento que recuperé mis energías. Es que estuvimos dos días seguidos con Mayalén haciendo una demolición en la obra que tenemos, y nos llenamos de polvo hasta las orejas.

—¡Pero si te daba más edad! Disculpa por la indiscreción y confusión. Lo siento.

—Nada que disculpar, señor. Es cierto, la ducha me hizo revivir. ¡Recuperé como diez años!

—Vayamos al rancho, a ver qué podemos hacer. Ya ha oscurecido.

Caminamos un trecho, subimos unos escalones por la galería y entramos a la casa. Al ingresar, nos encontramos con una sala amplia y de techo alto con madera a la vista y piedra tallada en las paredes. En un lateral, había una mesa grande y cómoda, rodeada de sillas. Sobre el fondo de la estancia y a un costado, una estufa a leña —la que había mencionado Mayalén— con varios sillones envolviéndola, como lugar de descanso.

En el sector de la ventana que daba a la galería, se ubicaba el área de cocina. Había otras puertas dando vueltas por allí y una amplia escalera de madera torneada y lustrosa que te llevaba hasta un nivel superior, completando la agradable ambientación.

Mientras contemplaba despreocupado la decoración, le escucho:

—Voy a preparar la cena, a ver qué me sale.

—¿Vive solo, don George?

—No. Mi mujer se ha ido esta mañana a visitar a su hermana que vive retirada de aquí. Su hijo se lastimó una pierna y mi esposa fue a echarle una mano. Si no surgía ninguna complicación, me dijo que regresaría mañana.

—Ok. Usted me indica en que lo ayudo.

—Está bien, yo me arreglo.

Don George cocinaba y mientras tanto platicábamos de sus tareas en el campo, las pestes que afectaban sus cultivos, de las vacas, los perros, sus animalitos de granja y generalidades de su tambo.

—Hernán, la cena estará a punto dentro de unos minutos. Fíjate en aquel armario y ayúdame con los platos y la vajilla. Encuentra lo necesario que somos tres para cenar.

—¿No imaginaba que había otro invitado? Si quiere, me llevo mi comida al galpón y no los molesto.

—No es un invitado. Es mi hija que vive y trabaja aquí con nosotros, y de vez en cuando se alimenta.

—Pues claro, señor, disculpe usted mi indiscreción. Entonces con más razón todavía, no deseo importunarlo de ninguna manera e incomodarla a ella.

—Al contrario —reforzó don George—. Con sinceridad, te revelo que no tenemos muchos invitados y menos a cenar. Disponer de un concurrente como tú seguro le agradará para que hablemos un rato y cambiemos nuestra rutina.

—Como usted prefiera, señor.

—¡Evelyn!, en cinco minutos estará la cena —gritó hacia arriba en dirección a las escaleras—. Ponte linda, mi amor, que tenemos un invitado.

—Bueno, papi, enseguida bajo —se escuchó desde la planta alta.

—Evelyn, apúrate, mi amor, que voy sirviendo.

—Ya estoy aquí, papi, detrás de ti.

—¡Que linda que estás, mi amor!

—Hola, papi —y le dio un beso y un mimo—. Qué bien huele esa comida. ¿En qué momento has regresado?

—Terminé más temprano con el tractor en el campo del fondo y me volví al rancho. Y justo vino a visitarme Mayalén. Es la constructora que nos hizo aquí la refacción y nos construyó la chimenea que tanto le gusta a tu madre. ¿La recuerdas?

—Sí, papi.

—Bueno, ella nos remodelará el viejo galpón, para construir los boxes de ordeñe para las vacas Jersey. Y este señor es su ayudante. Más adelante te contaré los detalles.

—Hola, Evelyn, todos me llaman Hernán.

—Hola, Hernán —y me dio la mano.

—Siéntate aquí, mi amor. Hernán se sentará de este lado. Ah, hija, me olvidé la bebida. ¿Quieres traerla del refrigerador, por favor?

—Sí, papi.

»¿Hace mucho qué se dedica a esto, señor?

—Desde hace unos meses que trabajo con Mayalén. Hacemos refacciones y obras edilicias de todo tipo.

—¿Y qué le ha pasado que está aquí? Perdón, señor, disculpe la indiscreción.

—Tranquila. Es que tuve un dilema personal.

—Mi amor, el señor tuvo una dificultad en su casa y hoy no puede volver. Se quedará aquí con nosotros. Hemos arreglado un lugar en el galpón. Es precario, pero solo será por una noche.

—Pero papi, hace frío allí. Además, ¿no has visto la suciedad y el olor a ratas que existen? ¡Ese sitio es un asco!

—No se hagan problema. He dormido en lugares mucho peores.

—No, papi, que duerma aquí en la casa. Le prepararé una cama improvisada frente a la estufa. Acomodamos a un lado los sillones y no será tanto lío.

—Déjame pensarlo hija. Al terminar la cena te contesto.

—Por favor, no quiero incomodarlos. Yo estaré bien en el galpón. Gracias por sus atenciones.

—Luego lo resolveremos. Comencemos de una vez, que se enfría la comida. Buen provecho.

Cenamos y charlamos de temas diversos, pero cuando le preguntaba a Hernán ciertas cuestiones personales, me esquivaba y cambiaba de tema. Y entonces, mi papi se fue de boca…

—Mi Evelyn, a pesar de ser tan joven, es muy guapa y trabajadora. Ella nos da una ayuda enorme con el tambo. Se sacrifica mucho. Se levanta a las cuatro de la mañana y realiza íntegramente el ordeñe de nuestro plantel de vacas lecheras. Y luego, por la tarde, se repite el proceso. A las vacas hay que ordeñarlas dos veces al día, de lunes a lunes.

—¿De lunes a lunes? No sabía —apuntó Hernán.

—Con ese procedimiento obtenemos mejor producción y lo hemos comprobado en nuestro propio tambo. Mi Evelyn me demostró lo inteligente que es. Hace como un año atrás, se reunió con un ingeniero de la Asociación de Tamberos de Santa Lucía y me dijo que traía una buena noticia. La quería probar aquí, para que hiciéramos el experimento y mejorar nuestra producción de leche.

—¿De qué se trata, don George?

—Evelyn se encargó de todo. Seleccionó seis vacas y las ordeñó dos veces por día durante una semana. En paralelo, eligió otras seis vacas diferentes, pero en ese grupo las ordeño solo una vez al día. ¿Resultado? ¡Espectacular! Las vacas ordeñadas dos veces al día produjeron 36% más leche que el otro plantel ordeñado una vez diariamente. En la segunda semana continuó la prueba con mejores resultados aún. Las vacas de un ordeñe diario redujeron su extracción de leche en un 6%. ¿Increíble no, Hernán? Mi hija revolucionó la producción de nuestro tambo. Durante años ordeñé las vacas una vez al día, hasta tres cuartos de su capacidad y le dejaba un cuarto de leche, para que se amamantaran sus ternero. Pero el experimento de Evelyn hizo que nuestra forma de trabajar cambiara drásticamente, luego de tantos años bajo mi dirección. Se incrementaron un poco los costos de alimentación y, por supuesto, el trabajo y dedicación, pero la producción y las ventas mejoraron de manera notable.

»Mi hija nos sorprendió al intentar cosas nuevas. Estamos muy orgullosos de ella.

—Es una tarea muy dura para una mujer —replicó Hernán— ¿Y no ayudan los peones que hay en el tambo?

—No hay nadie aquí, que lo haga mejor que mi Evelyn. Ella va ordenando el ganado en el corral, antes de entrar al edificio de ordeñe. ¿Te imaginas el lodazal con tantas vacas dando vueltas?

—Debo usar botas —expliqué—, echar agua a presión para barrer la suciedad de las vacas y que caiga a una canaleta. Así el piso se mantiene lo más limpio posible dentro de los boxes. Y esa faena repetirla dos veces por día. No tenemos descanso. Sábados y domingos deben ser ordeñadas las vaquitas.

—Esta actividad es demasiado sacrificada —aclaró papá.

—Evelyn, si te hubiera visto caminar por la calle entre la gente, ni me hubiera imaginado que hacías este trabajo tan rudo —se sinceró Hernán.

—Y mi Evelyn incluso maneja el tractor —reanudó papá— y monta a caballo para reunir el ganado, cuando dejamos la tropa en el campo, necesitando que se alimenten. ¡No sabes lo guapa que es trabajando!

—Increíble, señorita, todo el trabajo que hace aquí. La felicito.

—Gracias, señor.

A papá se le notaba, en la vibración de su voz y la emoción en sus ojos, el orgullo y el reconocimiento que tenía por mí.

Entre tanto, yo intentaba descubrir la personalidad de Hernán, analizando sus gestos y sus rasgos, apreciando su cabello negro, prolijo y cortado al ras en los costados. Evidentemente, el trabajo de obra al aire libre, le producía un bronceado increíble.

¿Qué edad tendría? —me preguntaba— No era un adolescente. Se veía un hombre joven y saludable. Pensaba que debía tener veinticinco años, treinta como mucho. No era muy experta en estimar la edad de las personas, pero tan grande no era. Y esos pectorales tan marcados, a punto de explotar de la camisa. Sus antebrazos eran más gordos que los muslos de mis piernas. ¡Por Dios! Se veía que este muchacho trabajaba muy duro en la construcción.

Dos o tres veces, al hablar con mi papi, disimuladamente nos cruzamos las miradas. Esos ojos negros me perforaban, me devoraban casi con lujuria. Mientras recogía los platos para ir al fregadero, lo pesqué en dos oportunidades mirándome de reojo. Toda vez que me movía, no me perdía de vista, principalmente contemplando mis pechos y mi cola. Era una actitud bastante grosera y lujuriosa de su parte. Pero me hice la tonta y seguí haciendo otras cosas sin decir nada. Tal vez era mi imaginación.

Mi padre proseguía hablando de mí. Se desvivía contándole a Hernán mis tareas en el campo y otras faenas. Tantos halagos me abochornaban. Lo amo tanto a mi padre, pero el pobre sin darse cuenta me hacía sentir muy incómoda ante un desconocido.

—Papi, por favor, lo estás cansando al señor con tanto hablar de mí. Me haces ruborizar y poner nerviosa.

—No, qué va, todo lo contrario —reveló Hernán—. Eres un ejemplo para tu familia. Bueno, permiso. Muchas gracias por la cena. Si me permiten, me voy a dormir. Hoy tuve un día agotador.

—No, espere, señor. Yo le prepararé un lugar, así duerme protegido aquí dentro en la casa.

Lo miré a mi papi con cara de “por favor ten compasión por este hombre” y no tuvo más remedio que aceptar mi ruego.

—Permitido, mi amor; se puede quedar aquí.

—Gracias, papi. Voy a buscar la ropa al altillo para prepararle la cama.

—De acuerdo, en tanto hago lugar frente a la chimenea y voy moviendo los sillones para dejar lugar —sugirió mi padre.

—Le ayudo, don George. Y gracias por su consideración.

Cuando yo iba subiendo por la escalera al primer piso, noté como el señor me buscaba con sus ojos todo el tiempo. ¿Papi mencionó que era casado? No recuerdo haberlo oído.

—Ya hemos despejado el espacio. Quédate aquí, Hernán, que Evelyn ya retorna. Iré a soltar a los perros, que los tengo encerrados desde que tú fuiste a bañarte. Y aprovecho a revisar los corrales para ver que todo esté en orden, antes de irnos a dormir.

—Lo acompaño, don George.

—No, por favor. Los perros te comerían. No te muevas de aquí y ayuda a Evelyn cuando baje con la ropa y la colchoneta, para preparar tu cama improvisada.

En el instante en que papá salió de la casa…

Al llegar al final de la escalera, seguí por el pasillo en busca de mi dormitorio para buscar las cosas e intentar hacerle una cama improvisada al invitado.

Entré en mi habitación y rebusqué a ver si encontraba donde estaba la escalera pequeña que me permitiera subir al altillo. Fui al armario del baño y allí no estaba. Hacía tanto tiempo que no la usaba, que ya no me acordaba dónde la habíamos guardado.

Regresé a la habitación y finalmente la descubrí en el estante superior de mi placar. Ahí estaba acostada la escalera de aluminio que necesitaba. Me estiré y con precaución la fui bajando desde el estante al piso alfombrado de mi recámara. Era del tipo tijera, de dos hojas, con seis peldaños de ambos lados, y una plataforma superior que coronaba y unía ambas hojas.

Abrí la escalera, la ubiqué bajo la zona del altillo y comencé a subir para quedar justo debajo de la puerta. Cuando mi mano estaba por llegar a la manija del altillo, escuché que alguien golpeaba la puerta de mi habitación.

—Adelante, papi, estoy aquí —le dije dándole la espalda y sin darme vuelta.

Unos segundos después sentí que una mano tocaba mi cintura y di un grito del susto. Parada desde la escalera, me giré con el corazón aun latiéndome en la boca, y me di cuenta de que no era mi papi.

—Pero ¿qué hace aquí señor? ¿Quién le dio permiso? Y además casi me mata de un susto.

—Discúlpame, Evelyn, no fue mi intención. Ya hice lugar allí abajo junto al hogar y pensé que tal vez necesitarías ayuda para llevar los trastos y hacer mi cama. Por eso subí.

—Mi padre no le dio permiso para estar aquí. Quédese en el pasillo, por favor.

Me hizo caso, dio unos pasos hacia atrás y regresó al pasillo. Se apoyó en la baranda observándome por la puerta y también dándole un vistazo al living en la planta baja.

Permanecí parada en la escalera y comencé a hacer fuerza desde la manija, tirando hacia abajo para abrir la puertita del altillo. Ni un milímetro se movió, como si estuviera clavada o soldada al cielo raso. Me bajé un peldaño para quedar un poco colgada y hacer más fuerza con todo mi cuerpo. Luego de varios intentos y bufidos, me sentía agotada y resignada a la vez. Durante uno de mis movimientos, observé por mi rabillo del ojo, que el señor amigo de mi padre, me miraba desde la puerta de mi alcoba.

—Me parece que necesitas ayuda, Evelyn. Si me permites, puedo intentarlo.

—Creo que tiene razón; yo no logro abrirla. Dese prisa entonces, antes de que regrese mi padre. De lo contrario tendrá que ir a dormir al galpón. Definitivamente.

—Mire, es esa puerta que está en el techo y está demasiado atorada. Aquí, sobre el cielo raso, hay una bohardilla y guardamos estos objetos, porque en mi armario no hay tanto espacio. Señor, acérquese, por favor. Use esta pequeña escalera. La puerta tiene bisagras y están del lado de la pared, ¿las ve? La apertura es hacia abajo, desde la traba que tiene aquí —y le indiqué con el dedo—. Intenté tirar, pero ni se movió. ¿Me puede auxiliar?

—Desde ya. Entendí tu explicación, Evelyn. Déjame hacerlo por ti.

Lo vi subir por los escalones y apoyarse en la plataforma. Estaba a no más de un metro del piso. Sujetó la manija de la puertita y comenzó a tirar. Las venas de los brazos y de su cuello se le notaban a punto de estallar, de tan marcadas que se veían. Al cabo de tres intentos, por fin cedió.

—Puf, cómo para abrirse. Se han oxidado las bisagras. Se ve que hacía rato que no se usaba esta puerta.

—Es verdad, muy de vez en cuando la abrimos. Poco y nada sacamos del altillo. Usted es una excepción en mucho tiempo. Muchas gracias, señor. Si me permite, necesito subir para elegirle la ropa e improvisarle la cama para esta noche.

—No seas tan formal conmigo, tutéame, por favor. Me llamo Hernán.

—Disculpe, pero me cuesta. De acuerdo. Hernán, yo me subiré a la escalera y te los iré pasando.

Subí por la escalera y asomé mi cabeza por la compuerta del techo, intentando encontrar el interruptor de luz que ilumina el altillo.

—¿Ves algo?

—Estoy buscando el interruptor de la luz. Ah… aquí está. Tantos meses sin abrirlo, que no me acordaba dónde habíamos dejado estos objetos.

—Muy bien. Pásame la manta y las otras cosas, que te ayudo.

—Veo la colchoneta, pero ha quedado alejada y no logro alcanzarla. Voy a estirarme a ver si llego. Por favor sujétame. No quiero caerme —le decía, parada desde el anteúltimo peldaño de la pequeña escalera.

En ese momento, sentí sus manos que me sostenían a la altura de mis rodillas, mientras yo me estiraba tanteando para alcanzar la ropa. Sus poderosas manos y dedos comenzaron a subir muy despacio por mis piernas, debajo de mi pollera. Y me quedé paralizada. Sorprendida.

Sosegado me platicó:

—¿Llegas a la colchoneta o quieres que suba yo?

—Eh... no… no. La veo, pero no llego con mis dedos. Sujétame que voy a estirarme un poquito más, subiendo un peldaño.

Sus manos sujetaban mis muslos. Y lo dejé hacer. Me sentía como protegida. Ningún hombre me había tocado. Había descubierto una sensación distinta, placentera. Me hacían bien sus dedos y sus manos ahí. Unos instantes después, llegué hasta el último peldaño. En su esfuerzo por sostenerme, sentí la cara de Hernán apoyada en mi cola. Sus manos dejaron de sujetarme. Ahora los dedos se movían muy despacio y se iban deslizando hacia arriba por mis muslos internos. ¿Qué intentaba hacer? ¿Podría atreverse a tanto?

No debía permitir que siguiera. Estábamos cometiendo una locura. Ambos. Yo por permitirlo y él por ser tan poco considerado, tan grosero e inoportuno. Sus dedos se iban aproximando al límite de mi entrepierna. Decir que era un degenerado sería la palabra correcta. Deseaba propasarse conmigo de una manera escandalosa.

Las vibraciones y efectos que sentí con las primeras caricias, pronto se convirtieron en preocupación y en un llamado de alerta, cuando él me mantenía apresada y casi suspendida en el aire. Me puse muy nerviosa y no me explico, pero sentí miedo. Se me cerró la garganta, me faltaba el aire y mi corazón latía más acelerado. Luego de alcanzarle el último objeto, aún me mantenía apresada en el aire, apenas sobre la escalerita. Como si fuera un maniquí, me sujetó por la cintura y me giró en el aire, dejándome caer deslizándome frente a su cuerpo. Mi pollera acampanada se fue quedando en el camino y, cuando mis pies llegaron al piso, sentí un leve roce de uno de sus dedos en mi entrepierna, acariciando mi sexo por encima de mi bombacha. Y me estremecí totalmente.

—Nena, qué dulce que estás —me susurró Hernán—. Opino que mis manos te gustaron, ¿no es verdad?

—De… de… ¿de qué está hablando, señor? —mi voz salía sin aire y estaba muy asustada.

Ni yo misma escuchaba nítidamente lo que salía de mis labios. El nerviosismo y la escena me iban envolviendo. ¿Qué hacía sola con un desconocido en mi propia alcoba?

—¡Por favor, no… no sea atrevido!

—Bonita, las palabras que salen de tus labios se contradicen con lo que dices y lo que percibo de tu cuerpo. Lo interpreto cuando te toco y te acaricio con mis dedos. Noto como se te eriza tu piel. Tu perfume es como el de una gatita en celo. Sé positivamente que mis caricias te gustaron. Y a mí también.

Me hallaba paralizada, confundida. No lograba responderle. Continuaba asustada y mi cuerpo temblaba. Sentía mi respiración entrecortada y de pronto envuelta en sudor.

—Bonita, tu boca dice una cosa, pero tu cuerpo me transmite otra. Sé que te gustaron mis manos. Quiero ser muy atento contigo. Verás cómo te gustará.

Su contestación me terminó de desarmar. No quería reconocerlo, pero su respuesta fue tan acertada que me fulminó. Me quedé ahí paralizada. Sin reacción. Sin saber que responderle.

—Princesa, déjame que roce tu suave y dulce entrepierna. Te noto excitada. Ni te imaginas como te encantará. ¿No lo crees?

Mi cabeza era un lío. Es real que sus manos me habían gustado. Sin embargo, mil dudas y contradicciones pasaban por mi cerebro. Mi excitación y bienestar por las caricias de sus manos —que fueron tan efímeras— se convierten en otra cosa. Él me sujetaba por la cintura y, con su otra mano libre, volvió a rozar mi entrepierna debajo de mi pollera. Sentía en mi garganta los latidos de mi corazón desbocado. Mi cuerpo no reaccionaba. En un segundo el efímero placer se había convertido en alerta y, unos segundos después, en miedo. El pánico se había apoderado de mí. Anhelaba salir corriendo y pedirle socorro a mi papi, pero mi garganta continuaba seca.

Y en ese instante, cuando menos me lo esperaba, escuché una voz salvadora…

—¡Evelyn! ¿Sigues en el dormitorio, hija? ¿Quieres que suba a ayudarte? ¿Has visto a Hernán?

Las llaves de Lucy

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