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CAPÍTULO 13
TAN OSCURO QUE DA MIEDO

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Campo “La Preciosa”.

Viernes 20 de mayo de 2011, de madrugada.

Hernán me llevaba de la mano. Iba a su lado, aceptando su propuesta. Sus comentarios me cautivaron el alma. Se convirtieron en anestesia para mi cerebro. Me había conquistado, con sus palabras dulces y frases halagadoras.

Hipnotizada, imaginaba un encuentro celestial. Sentí que me hablaba con el corazón, con palabras dulces y sinceras. Sus piropos y elogios me encantaron. Además, me había prometido que me iba a tratar delicadamente. Y le creí. Me convenció que todo iba a ser muy suave y dulce. Sus palabras me sonaron muy convincentes, como música para mi alma.

Conocer a un joven fuerte, interesante y embriagador, me atrapó. Pero una sensación en el fondo de mi alma, no me dejaba enteramente convencida. Una porción de mi ser me decía «No y no... No entres. Vete corriendo de ahí». Pero otra mitad de mí había sido embrujada por una mezcla de actitudes. Su mirada seductora, sus palabras zalameras, su voz convincente, sus promesas. Dentro del galpón todo era oscuro. Pero a través de los agujeros de las chapas oxidadas, se filtraban escasos rayos de luz que provenían de las columnas de alumbrado que había en el camino que llevaba a la sala de ordeñe.

—Ven aquí, cariño. Anoche preparé el camastro donde iba a dormir. Al final lo estrenaremos juntos. Nosotros dos, bonita.

Sentí que sus manos tocaban mi cuerpo. Y tomándome la cara, me besó buscando mi boca. Me besó suave y comenzó a hacerme mimos y a besarme hasta el cuello. Mi cuerpo empezó a reaccionar.

—Evelyn eres tan bonita y dulce. Me encanta cuando sonríes. Déjame que te haga unas caricias como anoche. Permíteme que te desvista muy despacio y te haga vibrar. Siente como mis dedos recorren tus curvas y la piel tan suave que atesoras.

—¡Ay, Hernán! Qué bien que hablas. Me gustan las palabras que me dices. Me encantan.

—Déjame que te acaricie. Mi experiencia me indica que estás excitada, bonita. ¡Apuesto a que cuando te toque, te derretirás!

—Ay, Hernán, nadie me habló así de esta forma. Me da vergüenza todo lo que me propones. Solo quiero que lo hagas despacio. Y que me trates con ternura. Nadie me ha dicho lo que tú me estás diciendo, de esa forma tan especial.

—Lo sé, muñeca. Y como sé que te gusta, no te defraudaré. Relájate y déjame que comience a darte mimos. Tu cuerpo me lo pide a gritos.

Me envolvía y buscaba mis labios. Me besaba suave y me acariciaba. Y me encantaba cómo lo hacía.

Continuó besándome suavemente y su mano intentó aflojar el botón de mi camisa, mientras sus labios hacían estragos en mi boca, mordiéndome los labios y chupando mi lengua. Su otra mano, sobre mi nuca, me transportaba y aumentaba mi excitación. Perdía la noción del tiempo por momentos.

Pero en un instante todo se aceleró.

Los besos suaves se convierten en toscos, luego en desesperados, bruscos. Finalmente, me besó como si quisiera devorarme. De pronto sus besos no eran dulces y afectuosos. Ya no. Comenzó a tocarme. Las caricias no eran suaves. Ahora era un manoseo decidido y enérgico. Quiso aflojar mi pantalón para desvestirme.

Nos encontrábamos parados dentro de la negrura del galpón. Solo mínimos reflejos de luz penetraban por los cerramientos del depósito en desuso. Una alarma sonó en mi cabeza. No podía cometer el mismo error de anoche, por más que mi cuerpo sintiera deseos con un hombre.

—No. No, Hernán. ¡Déjame! No puedo hacer esto. No, por favor. Salgamos de aquí. Busquemos otra ocasión y otro sitio más apropiado, un lugar más romántico y que pueda verte a los ojos, como tantas veces lo soñé.

—No, dulzura. Esto no es un sueño. Esto es real. Y lo vamos a terminar ahora. Porque yo lo digo.

Y entonces, un cambio en su tono de voz y su forma de hablarme, me dieron la segunda señal de alarma definitiva. Y sentí miedo, mucho miedo. Era un lobo disfrazado con piel de cordero. Todo lo que me había dicho minutos antes para cautivarme era mentira. Caí como una tonta. Muy tarde lo advertí. Él sólo deseaba saciar sus ganas. Casi sin darme cuenta, una de sus manos tomó mi cuello y me apretó. Y en simultáneo, su otra mano tomó mi cintura y me fue empujando hacia el camastro.

—Ven aquí, mi amor. Aquí estaremos más cómodos.

—Me estás lastimando, Hernán. Dijiste que no me harías daño.

—No te hago daño, pequeña. Te dije que este es el momento, nuestro momento especial. ¿O cuál es la parte que no interpretas?

—No, no, Hernán. No quiero hacerlo. Suéltame o voy a gritar. ¿No lo entiendes?

—Tranquila, preciosa. Aquí mando yo. Creo que la que no entiende eres tú. Primero, no vas a gritar una mierda y segundo, harás lo que yo quiera y te exija. ¿Lo tienes más claro, chiquita?

Entonces sonó mi alerta final, una alarma de pánico, de miedo profundo. Sin darme cuenta, mis lágrimas comenzaron a caer por mi cara. Intenté resistirme, pero él apretó más mi cuello. Comencé a toser. El pánico me había vaciado de saliva. Mi boca se tornó seca. Mi lengua permanecía como atrapada. Mi garganta sin sonido. Quise gritar y pedir auxilio, pero ¿a quién? Estábamos ocultos en un decrépito galpón tenebroso. Mi papi, durmiendo como un tronco a 300 metros de ahí. Los tres perros encerrados… Estaba total y absolutamente sola. Me sentía aterrada, atrapada por un perfecto desconocido y maniático sexual.

—¡Sácate la ropa! —me ordenó de manera agresiva, dándome un empujón y arrojándome al camastro.

—No me haga daño. Por favor, señor.

Yo me hallaba paralizada de miedo, tirada en aquella cama improvisada. Un olor nauseabundo me invadió enteramente. Eran las suciedades de las ratas y tal vez murciélagos que pululaban en ese espacio deshabitado. Un asco total y repugnante.

Él se agachó y me volvió a apretar el cuello. Y yo a toser.

—No me lastime, se lo ruego —alcancé a decir con un hilo de voz.

—¿No me creíste, pequeña? Te pedí que te desnudaras. ¡Desvístete de una vez! —me dijo gritando arrogante y molesto.

Yo prolongaba el trance. Mi cerebro estaba paralizado de miedo. Mis manos y mis piernas, también. De mi boca no salía ningún sonido. No conseguía articular palabra.

—¿No me escuchas o te haces la sorda? Ah… ya sé. ¿Te gusta que lo haga yo? Sí, sí. Eso te calienta ¿No es cierto? Como anoche, cuando te acariciaba la entrepierna y rocé tu sexo… ¡cómo suspiraste! Bien que te gustó.

De repente sentí su manoseo. Bruscamente comenzó a tironear de mi camisa para romperla y desvestirme de cualquier forma. Una mano me paralizaba apretando mi cuello y con sus rodillas me inmovilizaba contra el camastro. Otra vez tuve un nuevo acceso de tos. Sentí que me faltaba el aire. Y mis lágrimas afloraron de nuevo.

—¡Sácate el corpiño! Ah… parece que a la princesa le excita más que la desvistan —y de un tirón me bajó el corpiño de manera bruta—. ¡Pero quién lo hubiera dicho! Debajo de esa camisa de trabajo tan holgada, se esconden unas tetas perfectas y naturales. Te mostraré como tu Hernán, además, conoce de tambos. Te va a estremecer cómo mi boca succiona y saborea tus pechos.

—No señor, por favor. No me lastime —balbuceando con lo poco que salía de mi voz—. No, no, suélteme. Me ha mentido. Es un pervertido. Déjeme, se lo ruego.

Con su mano comenzó a sobarme los pechos y luego sentí su sucia boca chuparme y lamerme en forma desesperada.

—Qué pezones tan tiernos y dulces, pequeña. Hacía mil años que no besaba unos tan lindos como los tuyos.

—Tenga compasión. No me lastime por favor.

—No te lastimo, nena. Solo te estoy haciendo lo que a ti te gusta. Ven, levántate que estás demasiado vestida.

Repentinamente se incorporó y tiró de mis manos para que yo también lo siga. Me tomó por el cuello de mi camisa y furioso me la bajó por los hombros y luego la espalda. Iba por mis pantalones. Irritado, me los terminó de romper, porque no podía desabrochar el botón. Me los quitó de un tirón hasta mis tobillos, mientras yo intentaba patalear y resistirme.

Se había transformado en un loco, un maniático, un simulador; una fiera codiciosa, intentando poseerme a toda costa, saciar sus deseos por la fuerza y lastimarme si no lo conseguía.

De nuevo volvió a tirarme sobre el camastro. Mis lágrimas corrían por mis mejillas. Mi cuerpo temblaba. Y la bestia —no merecía llamarlo de otra forma— me apretaba con su fuerte mano en mi cuello, y sus rodillas inmovilizaban mis piernas. Era imposible moverme. Me sujetaba y dominaba, física y mentalmente. Sentí sofocación. Cada vez me costaba respirar más. En un esfuerzo desesperado intenté arañarlo con mis uñas, golpearlo, pedir auxilio. Todo junto en ese instante. Pero nada pude hacer. Me produjo arcadas. El oxígeno me faltaba cada vez más. Respiraba desesperadamente por mi nariz, y lo poco que podía, por mi boca.

Mis ojos estaban cubiertos de lágrimas y me impedían distinguir con nitidez. Solo tuve unos segundos para verle la cara a Hernán, debido a la tenue luz que entraba al lugar. Estaba plenamente sacado y loco, como si en ese lapso lo hubiera poseído el diablo. Su mandíbula estaba desencajada. Jadeaba, a la vez que veía su sonrisa forzada y socarrona. Pero yo, no escuchaba en absoluto lo que balbuceaba y bufaba. Para mí era mímica, sin sonido.

Un sudor frío comenzó a invadir todo mi cuerpo. Mis fuerzas se iban desvaneciendo. Mis brazos y mis piernas perdían sensibilidad. Me sentí cansada de luchar. Me faltaba el aire cada vez más y noté que mis párpados se cerraban, como si alguien me hubiera inyectado anestesia. Pero él no llevaba ningún objeto para hacerme eso. Eran sus manos que me estaban ahorcando, que me cortaban la respiración. Me vaciaban la vida.

Y entonces me dormí. Creo que me desvanecí. La oscuridad me inundó totalmente. Me sentí caer por un tubo gigante, como un tobogán en tirabuzón al infinito, un agujero sin fondo, dando vueltas y vueltas, hacia la nada, a una negrura sin límites. Desesperadamente, procuraba agarrarme de un borde, frenarme con mis pies o mis manos, pero todo era tan liso y tan pulido, que iba resbalando a una velocidad inimaginable. No había forma de detenerse por ese tubo. Mientras me seguía hundiendo en las profundidades, por un instante pude abrir los ojos. Pero todo era igual de lóbrego y perpetuaba mi caída, sin ruido y sin luz, a mil kilómetros por hora.

De pronto todo fue sosiego, y me dejé arrastrar por él. Dejé que mi resistencia se desvaneciera. Ya no habría más miedo. Ya no habría más lucha. Solo un silencio infinito y mucha paz.

Ese fue el final.

Las llaves de Lucy

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