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CAPÍTULO 15
SIN SABER QUÉ HACER

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Campo “La Preciosa”.

Viernes 20 de mayo de 2011, al amanecer…

Algo anda mal dentro del granero en desuso. En medio de la locura y su lucha asimétrica, se detiene. Se paraliza. Se da cuenta que Evelyn no ofrece ninguna resistencia; no habla, no reacciona, no se mueve. ¡No se mueve! Se percata en ese instante.

—Eh, nena, ¿qué te pasa? Contesta linda. Di una palabra, por favor.

Nada. Solo el silencio está con él. Mejor dicho, únicamente sus rodillas haciendo crujir el pasto seco de su camastro improvisado y su propia respiración profunda, intentando llenar sus pulmones de aire. Es lo único que se escucha en ese espacio.

Intenta incorporarse luego de su acoso sexual con final desafortunado. Seguir en cuatro patas sobre ella ya no tiene sentido.

Cuando se mueve para levantarse, un reflejo se cuela por uno de los agujeros de las chapas rotas del galpón y le da de lleno en la cara a Evelyn. Al verla con claridad, Charly se asusta. Percibe el rostro perfecto de la joven, con los ojos cerrados y su cabeza ladeada hacia un costado. Dormida. Era una hermosa muñequita de cera. Al instante, la confusión se convierte en desesperación. La toma de sus hombros y la zamarrea.

—¡Bonita! ¡Linda! ¡Despierta! Despierta por favor.

Nada. No reacciona. Su cuerpo permanece inmóvil. Charly le levanta un brazo y lo suelta. Cae flácido sobre el camastro. Sin vida.

En su mente tan confusa, intenta medir la dimensión de lo que acaba de ocurrir. De la terrible tragedia que termina de provocar. No hay posibilidades de revivirla. No hay vuelta atrás.

Su ira descontrolada, manejó sus manos de manera descomunal. Recién ahora se da cuenta del estrago que ha ocasionado en el frágil y joven cuerpo de Evelyn. ¿Qué ha hecho?

El sitio está oscuro, tan opaco como su espíritu en este instante. No sabe qué hacer o a dónde ir. No logra razonar con juicio. Él solo ha querido tener un rato de sexo —se consuela y se justifica íntimamente—, pero se siente desesperado, asustado y acorralado.

Algo mareado, se levanta y se sube su mameluco que lo tenía caído hasta sus pies. Parado junto al cuerpo de ella, se tapa la cara con sus dos manos, aturdido por la imagen que tiene ante sus ojos. Intenta concentrarse y pensar un momento, pero el estado de inquietud y nerviosismo no se lo permite. Vertiginoso, sale apresurado hacia la puerta del galpón. La abre y examina el exterior. Ningún ruido. Ni un alma por allí afuera, solo una leve brisa silbando entre los maizales. Todavía no amanece en el campo.

No sabe qué hacer, pero precisa tomar alguna decisión. No puede dejar a la muchacha allí. Debe ocultarla en algún lado, pero ¿dónde? Decidido, retorna al camastro, la viste torpemente y la levanta en brazos. El cuerpo de ella es una pluma y completamente flácido entre sus poderosos músculos. Hace unos movimientos esquivando el portón entreabierto y logra salir con ella a upa.

No sabe a dónde ir, pero lo que importa —piensa preocupado— es alejarse de allí urgente, salir de esa podrida senda iluminada por donde camina para ocultarse en las sombras. Apresurado, decide ir hacia el campo de maizales y cambiar la forma de llevarla.

La aferra con sus piernas juntas y se la echa sobre su hombro izquierdo, como si estuviera llevando una bolsa de cereal. Los brazos de Evelyn cuelgan por detrás de su poderosa espalda y, al caminar, paradójicamente, ella con sus manos inertes, le va tocando su propio culo.

A la distancia, distingue los maizales y hacia allí se dirige. Camina más o menos unos doscientos metros con ella encima, hasta el borde de un canal de agua de riego relativamente angosto. Tomando empuje, lo cruza de un salto. Allí pegado hay un camino de tierra, lo rodea por unos cien metros más o menos y se mete en el campo lindero a través de una alambrada.

Avanza indeciso. Se mueve unos pasos. No encuentra ningún lugar donde esconderla. Camina entre la plantación, pero no le convence. No la puede dejar allí tirada entre medio de los surcos. Trata de despistar sus huellas, cruza de un salto el zanjón de agua de riego, pero en dirección contraria. Ya ha perdido la noción del tiempo, sin embargo, lo protege la oscuridad. Aún no ha amanecido.

En una de sus vueltas, ve a la distancia las luminarias que rodean el edificio de ordeñe y a un lado distingue el galpón en desuso, del que acaba de escapar. Desde los maizales, vuelve a las instalaciones, pero por otro camino. Recorre el borde del zanjón, hasta que divisa un tanque australiano, justo detrás del viejo edificio a remodelar. Y hacia allí decide ir.

Cada minuto que pasa se siente peor. Su conciencia lo mortifica implacablemente. Perturbado, permanece en alerta máxima, asumiendo que, en cualquier oportunidad, se aparecerá por sorpresa don George o quizás dos o tres peones del campo. Tiene los nervios de punta por lo que está aconteciendo. Abatido y desconsolado, se pregunta por sus cambios de personalidad, tan salvajes y repentinos. Primero mostrando una aparente calma y autocontrol, que él imponía en sus relaciones con mujeres, queriendo entablar una amistad y seducirlas, diciéndoles palabras dulces y cariñosas. Pero, íntimamente, se da cuenta de que eran demasiado forzadas. Le brota naturalmente “un verso” para engatusarlas. Porque finalmente, cuando ellas se niegan a obedecerle o no aceptan lo que les exige, en un segundo se transformaba en “Mister Hyde”.

Su propia inseguridad y un ego desmedido lo impulsan inconscientemente a demostrar su necesidad de exponer su poder a los demás. Sentirse único y especial. Necesita ser admirado y querido. Pero de igual manera, le molesta si ellas no están a la altura de sus pretensiones. No acepta que lo contradigan. Lo ponen loco.

En un instante, su personalidad apacible se convierte en un volcán en erupción. Su amabilidad explota por los aires, sobre todo con aquellas mujeres que no respetan sus órdenes y exigencias, sean ellas del tipo que sean. Y por eso estalla siempre como una bomba.

Otra vez volvió a suceder. En su psiquis se activó el disparador y la ira reventó por sus poros. En esta ocasión, fue la pobre Evelyn la que cayó bajo su furia, bajo su fuerza descomunal y descontrolada, que él no sabe o no puede dominar. Mientras Charly piensa, y estas reflexiones lo agobiaban, sigue vagando en la oscuridad del campo, con ella sobre sus hombros, sin aún saber qué hacer con el cuerpo de la muchacha. Hasta que detrás de una empalizada y un cerco de ligustre, distingue una pequeña construcción. Se acerca y la revisa.

Es un cobertizo casi cerrado, viejo y oxidado. El techo y tres de sus lados, construidos con cerramientos de chapas metálicas, son apenas más alto que su estatura. Un reflejo de la luminaria sobre una de las calles laterales le permite distinguir lo que hay adentro. Son tambores de 200 litros, de aceite y combustible; bidones y latas pequeñas, herramientas, diversos neumáticos usados y varios trastos viejos.

Ya agotado mentalmente, decide que ese es el lugar para ocultar a la víctima. Su angustia y su plazo están al límite. No tiene otra alternativa. Baja con cuidado el cuerpo de Evelyn y lo apoya sobre la tierra en un espacio limpio dentro del tinglado. Y allí toma la decisión. «Este es el lugar perfecto. Aquí la voy a esconder», se dice finalmente.

Busca entre los trastos y encuentra una pala de punta. Decide correr los tambores de combustible hacia un costado para dejar un espacio de tierra en ese rincón que le permita cavar una fosa. Necesita de varios minutos de trabajo intenso que se le hacen eternos por el agobio que lo acosa. Aguarda, temiendo que, en cualquier momento, se acerque por la espalda don George, escopeta en mano, para fusilarlo.

Ya queda poco para terminar su excavación, cuando escucha un ruido de chapas en el lugar. Se le hiela la sangre y al corazón lo siente en la garganta. Se frena en seco y hace silencio. Da un paso hacia atrás y, parado, apoya su espalda contra la chapa para ver quién viene. Está paralizado. Quiere protegerse para golpear con su pala al primero que se asome. Pero en el momento se devela el suceso: son dos ratas gigantes que, rodando y peleándose furiosamente, pasan pegadas a sus pies para luego perderse en el otro extremo del cobertizo.

Le vuelve el alma al cuerpo e intenta recuperarse de su respiración agitada. Recoge con cuidado el cuerpo de Evelyn y lo introduce en la fosa. Entonces se da cuenta de que el pozo no es lo suficientemente grande y profundo como lo ha planeado para que cupiera. No le queda tiempo para perfeccionar el hueco. Entonces, con delicadeza la acuesta encogida y la acomoda acostada en posición fetal. Su cuerpito apenas entra en la fosa de tierra recién excavada y, por ende, sobresale unos centímetros sobre el nivel del piso. Con la pala empieza a tapar los pies y el cuerpo, cubriéndola con la tierra suelta que acababa de remover, realizando rápidos movimientos para terminar cuanto antes.

Satisfecho, se levanta y, con un leve reflejo de luz que lo ilumina desde la vera del camino, observa nuevamente la cara de la joven y se queda pasmado, al igual que minutos antes, cuando la percibió dormida en el camastro. Ve su cara tan bonita y natural, que la cree viva. Pero es solo su imaginación. Se agacha y le quita un mechón de cabello sobre su rostro. «Es una muñequita», le salen las palabras en voz baja de su garganta reseca.

«¿Qué acabo de hacer con mi vida y con la de la bella Evelyn?», vuelve a reprocharse. Ni él lo sabe. No consigue explicarse la atrocidad que termina de consumar. No quiere aceptar la locura que ha cometido, pero de golpe lo tiene que asumir. En el fondo de su alma, está arrepentido. No deseaba hacerle daño a la pequeña y menos matarla. Pero se le escapó de las manos. Sus manazas fueron demasiado poderosas para un cuerpo tan frágil y delicado.

Se incorpora y sale disparando del cobertizo hacia el galpón. Al minuto, regresa con una bolsa de plástico vacía donde antes había alimento para perros. Se inclina sobre el cuerpo de ella y le protege la cara y el cabello, cubriéndolos con la bolsa, para evitar que se ensucien. Por encima, la espolvorea con tierra suelta, hasta ocultarla y cubrirla. Por último, completa la escena macabra con un montículo de greda sobre ella.

Encuentra un recipiente con restos de combustible y lo esparce en el perímetro de la fosa que acaba de tapar. Tres bidones de 200 litros de combustibles rodean el borde de su pozo, entonces con los otros tambores que había en el cobertizo forma un “corralito” alrededor de la fosa donde acababa de enterrar a Evelyn. Repite el proceso rociando de combustible el perímetro de tierra donde apoyó los tambores que había utilizado como valla. Toma la pala de punta de la excavación y sale corriendo de ese lugar. Al pasar frente al edificio de ordeñe, se frena en seco y se acuerda: «¿¡El bolso!? ¿Dónde dejé el jodido bolso?», se pregunta enojado en voz alta. Está definitivamente alterado y no logra acordarse qué hizo con él. Le cuesta unos segundos recordar dónde lo ha dejado. «Ya está», se dice y se acuerda.

Con toda su adrenalina a tope, sale corriendo rumbo a la casa de Evelyn donde en el primer piso duerme don George. «Voy directo a la boca del lobo», piensa con temor. Y a poco de llegar, lo ve. Allí afuera, en el piso, al costado de la galería de entrada y al pie de la escalinata, ha dejado el bolso. Fue más temprano, cuando acompañaba a la joven tambera, para iniciar el primer ordeñe.

Recuperado el bolso, no pierde un segundo más. Tiene que esfumarse como el rayo. Regresa por el propio camino, en dirección al corral de vacas. Lo bordea y se escapa por un sendero lateral. Intenta orientarse. Está amaneciendo y, con la poca claridad, necesita ubicar el camino que lo llevará hasta la tranquera de entrada al campo, la misma que ha abierto ayer por la tarde a Mayalén cuando entraron juntos con la chata.

Ahora huye despavorido. Su situación es mucho peor que ayer a la mañana, después de fugarse del “Palacio Negro”. En un solo día ha conquistado otra estrella en su pecho. Ya tiene dos. Todo el Estado lo buscará,

Decide que lo más seguro, aunque muy agotador, es transitar por los surcos entre los maizales. Debe guiarse por el camino de tierra, con rumbo a la ruta pavimentada, que une al campo con el pueblo de Santa Elena. No puede darse el lujo de ir por el camino transitado y cruzarse con alguien. Resulta sumamente peligroso que lo descubran merodeando por allí a esa hora.

Según recuerda lo que ha dicho don George, tendrá que recorrer cinco kilómetros de distancia, pero no cuenta con otra opción. Seguirá huyendo a pie, con su bolso y la pala a cuestas. Luego la tirará por ahí, donde nadie la pueda encontrar.

Más de una hora después, pone sus pies sobre la IE 176 y a lo lejos ve un cartel luminoso que no distingue bien. Cuando se halla lo suficientemente cerca, se da cuenta de que se trata de una estación de combustibles de Oxxogas. Esa será su próxima escala. Es el lugar adecuado para conseguir un teléfono público. Necesita llamar urgente a alguien para solicitarle asistencia. No sabe si su hermanita podrá auxiliarlo esta vez, ante la magnitud de la catástrofe que acababa de consumar. En menos de 24 horas, su pequeña hermanita está socorriendo a su querido y entrañable “grandote”.

Las llaves de Lucy

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