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CAPÍTULO 12
ERES BONITA COMO UNA PRINCESA

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Campo “La Preciosa”.

Jueves 19 de mayo de 2011, de noche.

—¡Evelyn! ¿Sigues en el dormitorio hija? ¿Quieres que suba a ayudarte? ¿Has visto a Hernán?

Atrapada por ese desconocido, demoré unos segundos en contestarle, desconcertada por el llamado y alterada por lo que estaba sucediendo.

—¡Mi padre! ¡Ya voy papi! Suéltame. ¡Mi padre! —le denuncié a Hernán—. Él está subiendo por las escaleras. Sal a su encuentro con las mantas en la mano y atájalo para que no siga subiendo. Como sea. ¡Ahorita!

»Aquí, papi. Estábamos por bajar —le formulé temblorosa desde el interior de mi pieza—. Apúrese Hernán y salga al pasillo, por favor.

—Hola, don George —lo saludó Hernán y lo cruzó en el medio del pasillo del primer piso—. Va a necesitar revisar esa puerta y cambiarle el pestillo, está muy oxidado.

—La revisaré cuando pueda. Baje inmediatamente, señor. ¿Qué hace aquí? Nadie le dio permiso para subir al dormitorio de mi hija —le replicó muy enérgico mi padre—. ¿Todo bien, mi amor?

—Sí, papi —le contesté de espaldas por si llegaba a entrar a mi alcoba y me viera en qué estado me encontraba—. Bajo en unos minutos, estoy por entrar al baño. En un ratito llevo el resto de la ropa para armar la cama —terminé diciendo.

—¿Quieres que te ayude con la colchoneta? —me preguntó mi padre desde el pasillo.

—Bueno, Papi. Voy a entrar al baño. Aquí la dejo doblada en el piso.

Vi de reojo a mi papi entrar, justo cuando yo cerraba la puerta del baño de mi recámara y me ocultaba. Me miré al espejo. Mi cara enrojecida como un tomate. Mi respiración agitada. Mis ojos comenzaron a llorar, aliviada por haber zafado de Hernán. Varias veces me refresqué la cara con agua fría. Me acomodé mi pollera y la chomba, y luego peiné mi cabello. No lograba calmarme ni estabilizarme.

Pasados unos minutos, bajé a la sala de estar.

—¿Qué te pasa hija que estás tan colorada y agitada?

—Fue por el esfuerzo de abrir la puerta, papi. Y además la ropa me quedó muy alejada en el altillo. Me tuve que esforzar más de la cuenta.

—Sí, don George. Esa maldita puerta, ni que estuviera clavada en el techo. En el último intento, me colgué de la manija con todo el peso de mi cuerpo. Pensé que cuando se abría, se vendría el altillo encima.

—Apúrate, Hernán, y prepárate la cama aquí, que Evelyn debe levantarse a las cuatro de la mañana —le recriminó molesto mi padre.

—No te preocupes, papi. Hemos terminado.

—Hija, revisé afuera y todo se encuentra en orden. Volví a soltar a los perros, que había encerrado mientras Hernán se bañaba. Les llené los comederos y les puse agua limpia. Los corrales y las vacas están en perfecto estado. Nos podemos ir a descansar.

—Sí, papi. Gracias. Espérame y subimos juntos.

—Bueno, Hernán, todo ordenado. Espero que se sienta cómodo aquí. Que descanse y hasta mañana.

—Gracias, señorita Evelyn, igualmente a usted, señor. Buenas noches.

Tomé del brazo a mi papi y juntos nos dirigimos a nuestros dormitorios. Le di un beso y le deseé un buen descanso. Mi madre no regresaría esta noche. Tendría la cama para él solo.

—Evelyn, ¿seguro que te encuentras bien, mi vida?

—Sí, papi. Gracias. Que descanses. Hasta mañana.

Hasta él me notaba extraña y no me reconocía. Recorriendo el pasillo, volví hasta mi recamara, todavía temblando. Por un pelo, no fuimos descubiertos por mi padre. En el trayecto de pasar a mi cuarto, fui meditando: ¿cómo se había dado cuenta Hernán que me había excitado? Esos dedos y sus manos acariciando mi entrepierna me gustaron. Me hizo subir la adrenalina por las nubes… ¡madre mía! Pero no todo lo demás. La forma como me abordó fue de lo más indecente. Me sentí muy molesta por su gesto tan irrespetuoso. Pero muy en el fondo de mi alma, y aunque no lo pretendía reconocer, me había encendido. Ese roce me excitó. Esos dedos me erizaron la piel. Pero cuando intentó bajarme el bikini, puf... mi papi me salvó. Su llamado me protegió.

¿Cómo conciliar el sueño en este instante? Debía olvidarme y quitármelo de la cabeza. Era una locura lo que acababa de pasar. Él se había querido aprovechar de mí. Primero muy dulce y suave, pero luego se mostraba enceguecido y apurado, como si la excitación le borrara todas sus intenciones de delicadeza y cortejo. Necesitaba urgente una ducha de agua fría y pensar con mi cabeza, no con mi sexo. Eso es lo que debía hacer. Y no dejarme llevar. A punto estuvimos de que mi padre nos pescara. Si lo hubiera visto a Hernán acariciándome, lo habría ejecutado de un escopetazo fulminante. Ahí mismo.

Trabé la puerta de mi suite y, luego de darme una ducha, me puse mi pijama. Me metí en la cama, pensando en la odisea que acababa de sufrir aquí, ante un completo y total desconocido. Intenté descansar y relajarme, pero no pude, hasta que finalmente el cansancio me doblegó. No sé cuándo, pero definitivamente me dormí.

Casi al instante, sonó mi despertador. Y luego de dos o tres intentos lo encontré, y apagué la chicharra. ¿Qué pasó, me equivoqué en poner la hora de alarma?

Encendí mi velador y vi el despertador. ¡Eran las cuatro de mañana! Me había quedado frita. ¡Dormí cinco horas de un tirón! Fui al baño y luego me cambié con mi ropa de trabajo, como todos los días. Bajé a la sala. Hernán continuaba durmiendo junto al hogar. Ese sector permanecía en penumbra y no detecté movimientos mientras me acercaba a la cocina.

Me arrimé hasta la mesada y solo prendí la luz bajo la alacena. Preparé un café con leche bien caliente, tratando de no hacer ningún ruido para no despertar a nadie.

Abrí la puerta del armario donde guardo mis cosas, busqué mis botas de goma de caña alta y le puse talco por dentro para deslizar mis pies sin dificultad. Cuando me estaba preparando para ponerme la segunda bota, sentí una mano en el hombro. Pegué un salto en la silla y giré con mi cara de susto a ver quién era. Todo junto en un segundo.

—¡Ayyy!

—Hola, Evelyn, buen día. Oh… lo siento. Disculpa, quise mantener silencio para no despertar a tu padre. Por eso no te hablé.

—¡Por favor, señor! Casi me muero del susto. ¡Jamás intente hacerlo nuevamente! Estoy dormida todavía. Por las mañanas, no suele ocurrir que una mano me toque el hombro y me haga saltar del susto.

—Te pido disculpas. Perdóname, por favor. Es que no quise armar alboroto.

—Está bien, está bien. ¿Desea tomar un café? Está recién hecho.

—Sí, por favor. Gracias. ¿Ya te vas al tambo?

—Sí, señor.

—Quisiera acompañarte y de paso intentar colaborar contigo.

—Pero el lugar es muy sucio, lleno de caca de vaca, orina y todos los olores que te puedas imaginar.

—No importa. Te ayudaré. Quiero conocer como una chica tan jovencita hace semejante tarea.

—Te ensuciarás mucho la ropa.

—No te preocupes, me visto con el mameluco que uso en las obras.

—Ya que insistes tanto… como tú quieras. Pero entonces tendré que encerrar a los perros, sino ladrarán y despertarán a mi padre y, además, en cuanto asomes tu nariz, te destrozarán. Quédate aquí unos minutos, que enseguida estoy contigo.

—Muy bien. Cuando reaparezcas, estaré listo con mi vestimenta de trabajo, esperando tu señal. Ve, que te espero.

—No hagas ruido que mi papi duerme. Regreso pronto.

Minutos después, me serví el café con leche y lo acabé enseguida de varios sorbos. Con mi cabello me hice una cola de caballo. Le di unas vueltas y lo convertí en rodete para meterlo bajo mi gorra con visera. Estaba lista con mi uniforme perfecto de ordeñadora.

—Vamos, Hernán, que estoy demorada.

—Sí, te sigo. Gracias. ¿Y los peones vienen a ayudarte?

—No, en el ordeñe de la mañana trabajo yo sola —le aclaré—, pero, más tarde, es posible que se acerquen algunos, cuando vayan a pasar el arado en el lote cuatro, al fondo de nuestra finca.

—¿O sea que también llevas el rodeo del corral hasta la sala de ordeñe?

—Ajá, yo sola. Y a veces me ayudan mis perros. Pero como los acabo de encerrar, en esta oportunidad tal vez tú me puedas asistir.

—De acuerdo. Yo te ayudo.

—Recién en uno o dos meses más, levantaremos la cosecha de maíz, entonces sí que habrá mucha gente y movimiento por aquí.

—¿Y tu padre no coopera contigo?

—Él es bastante mayor y con molestias en la espalda. Hace unos años se cayó de uno de nuestros caballos y se lastimó dos vértebras lumbares. Desde entonces, casi no trabaja. Solo maneja el tractor y la camioneta. Y lo menos posible. Porque cada vez le duele más su espalda. En un par de horas, cuando yo termino y dejo todo limpio aquí, preparo el desayuno, lo despierto y comemos juntos.

—Estoy admirado de ti, Evelyn. Por ser tan joven, tienes una enorme responsabilidad, con el gran trabajo que realizas todos los días. Ahora entiendo por qué tu padre se deshacía en alabanzas contigo, por todo el brío y esfuerzo que haces para la familia. Te felicito.

—Gracias, señor.

Seguimos caminando juntos, rumbo a los corrales. Precisaba orientar a mis vacas para que ingresaran por la manga que las guiaba directo a los boxes de la sala de ordeñe. Íbamos andando juntos por el camino hacia el establo. A punto de abrir el portón para entrar al corral, él me tomó la mano y me frenó. Se paró frente a mí, me tomó de los hombros y me retiró la gorra. Luego deslizó una mano hacia mi cintura y me habló:

—Evelyn, te pido disculpas, pero quiero ser muy sincero contigo. No he podido conciliar el sueño en toda la noche, pensando en lo bien que lo estábamos pasando anoche en tu habitación.

—Por favor, Hernán. Eso fue un tremendo error de tu parte. Si mi padre nos hubiera visto, te aseguro que te habría disparado con la escopeta, sin siquiera preguntarte qué hacías conmigo. Te hubiera fusilado sin contemplaciones.

—Evelyn, no me podía contener, percibía cómo te derretías en mis manos. Pude advertir tu excitación. Un varón se da cuenta de eso.

—¿De qué estás hablando, Hernán? —mientras negaba sus palabras, mi cabeza me transportaba a lo que había ocurrido en la noche—. No sigas por favor, estoy muy atrasada y debo arrancar mi tarea sin perder más tiempo. Si quieres, acompáñame. Sino, quédate aquí.

—Espera, Evelyn. Quiero pedirte disculpas de verdad. Es la forma más romántica que puedo hacerlo contigo —se acercó de frente hacia mí y sin más me dio un beso caliente y desesperado en la boca.

—No, Hernán, ¿qué haces? Esto es una locura.

—Ven cariño. Tenemos que terminar esto. Ambos quedamos en llamas anoche. Tenemos tiempo de sobra.

—No, no, Hernán. Te estás confundiendo.

—He soñado toda la noche contigo. Y estoy muy seguro que tú también. Estoy hambriento de tus besos. Y sé que te encantaría que te acaricie. Cuando anoche recorrí mis dedos sobre tu piel suave, tu cuerpo se erizaba. Sé que te excitaba y te daban placer mis caricias. Aunque no lo quisiste reconocer y me dijiste otra cosa.

—No sigas, por favor, Hernán. Debo iniciar cuanto antes el ordeñe.

—Ven, mi amor. Vamos, aquí estaremos cómodos. No te haré daño. Te trataré como a una princesita. Y verás lo que soy capaz de darte, para que disfrutes con locura y vibres de placer. Te haré sentir plena. Mi princesa, te mimaré con toda suavidad.

Sus comentarios me endulzaron el alma. Me hicieron efecto al instante. Resultaron como anestesia para mi cerebro. Conquistada y convencida con sus palabras dulces y frases halagadoras, terminó de enmarañar mi voluntad. Me tomó de la mano, pero me sentía como suspendida en una nube. Fascinada, dejé que me llevara caminando hacia el viejo galpón.

Lo único que pasaba por mi mente, era un encuentro celestial.

Sin saber siquiera, entonces, el infierno que me aguardaba…

Las llaves de Lucy

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