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Capítulo 1
¿Dónde estás? ¡Contesta, hija!

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Pueblo de Santa Lucía, México.

Viernes 20 de mayo de 2011.

Campo “La Preciosa”.

La claridad de la mañana entra por la ventana de mi recámara en el primer piso. Despierto inquieto; hay demasiada luz natural. Trato de despabilarme, pero mis párpados no me responden y mi cabeza tampoco. No logro despertarme. Los calmantes que tomo todas las noches hoy me relajaron más de la cuenta. ¿Qué hora será?

Adormilado, escucho ladridos de perros, pero los oigo como apagados, lejanos. Voy abriendo mis ojos. Ubico mi reloj despertador y distingo la hora, me sobresalto ¡Son las 8:12 horas! ¡Cómo me dormí!, y Evelyn no vino a despertarme.

Muevo los pies fuera de mi cama. Con malestar, me siento en el borde e intento levantarme, pero mi espalda cada día está peor. Los medicamentos no me hacen nada. Si esto se prolonga, dentro de poco, ni siquiera podré manejar el tractor y menos caminar o bajar las escaleras.

¡Qué inaudito que Evelyn no me llamó para desayunar! Muy anormal. ¿Me habrá visto anoche quejarme de mi cintura y, ante eso, me dejó dormir más tiempo? Tal vez.

—¿Evelyn, mi amor, estás en la cocina desayunando? —silencio total, nadie contesta. Solo se siente el ladrido apagado de los perros que aún no distingo muy bien por dónde se encuentran.

Me levanto al lado de mi cama, pero mi cintura no me permite ponerme todo lo derecho que quisiera.

—¿Evelyn, estás ahí, cariño? —nadie responde.

Busco mi ropa de trabajo, me cambio y bajo despacio por la escalera para no caerme de cabeza, hasta que mis músculos se calienten un poco. Llego hasta la planta baja. La cocina está vacía. Veo dos tazas usadas dentro de la pileta. Miro al costado de la chimenea, la cama provisoria donde anoche durmió nuestro invitado está desarmada. Vacía.

Salgo de la casa y me freno en la galería. Pongo mis sentidos alertas, a ver si escucho algo. Siento los ladridos de los perros algo más fuertes, pero son ruidos amortiguados. Deben estar por el fondo. Hasta que me oriento mejor y me doy cuenta de lo que sucede. Los perros están encerrados, atrapados en el pequeño cuarto junto al cobertizo de los tractores.

Al acercarme, los oigo perfectamente. Ladran y arañan la puerta desesperados por abrir, como preguntando: “¿Recién nos escuchas?, hace horas que estamos ladrando”.

Asombrado, al ver que permanecen aislados, les abro la puerta. Los perros me saltan encima y se desviven en saludarme, moviendo la cola, locos de contentos. Desesperados, buscan el bebedero para saciar su sed. Regresan. Se paran en dos patas sobre mí tratando de que los acaricie y, luego, salen corriendo por el camino que los lleva al edificio de ordeñe.

Los sigo despacio, porque hoy mi espalda está terrible. Visualizo el corral, y las vacas están encerraditas y ordenadas. Después entro a la sala de proceso. Me asomo por la puerta de ingreso y doy un vistazo al interior. Está limpio y seco como anoche. Ni una gota de agua en el piso. Y eso no es normal. Mi niña no estuvo por aquí esta mañana.

—¡Evelyn, Evelynnnnn! ¿Dónde estás, querida?

¡Pero qué tonto he sido! Cuando salí de la casa ni siquiera revisé su cuarto. Con lo cansada que la vi anoche, seguro se habrá quedado dormida. Volveré a la casa.

Los perros se han alejado de mí y siguen ladrando a lo lejos. Pero tal vez sea por la alegría de verse sueltos. Seguro que habrán descubierto una cueva de ratas o comadrejas.

Elijo otro atajo y regreso a la casa. Ingreso por la galería y entro a la sala de estar.

—¡Evelynnnn, despierta, preciosa! ¿Vamos a desayunar, mi vida?

Subo por la escalera, todo lo rápido que mi espalda me lo permite, que no es mucho. Camino por el pasillo del primer piso. Golpeo la puerta de su aposento. Silencio. Decido entrar. Acciono el picaporte y distingo su cama. Para mi asombro, está vacía.

—¿Evelyn, estás en el baño, querida? —ninguna respuesta.

Me acerco hasta el baño. Golpeo la puerta y nadie contesta. Entro, corro la cortina de la ducha. La bañera está seca y limpia. No hay nadie ahí.

Recién en ese momento comienzo a preocuparme seriamente. Me cae la ficha. Y mi cabeza es una película. Intento tomar dimensión de lo que tal vez ocurrió. Pero aún me niego a pensar lo peor.

¿Y el hombre dónde está? ¿Habrá ido con Evelyn a reconocer el campo? Claro, tiene que ser eso. Conociéndola a Evelyn, y con lo entusiasmada que la vi anoche, deben estar dando vueltas con el tractor y mostrándoselo.

No me di cuenta de examinar si estaban los tractores o la chata. ¿O se habrán ido a caballo? Voy a revisar. Me alejo de la casa nuevamente. Repaso los lugares y todo está en orden. Los caballos, los tractores y la camioneta están en el lugar de siempre.

A oleadas, el viento me trae el ladrido de mis perros hostigando a lo lejos. Rehago el camino rumbo al edificio de ordeñe y me oriento por los ladridos, tratando de encontrar a mis perros. Observo que los tres ladran parados en dos patas, arañando la puerta de chapas del galpón. De pronto, uno de ellos enloquece y comienza a escarbar un pozo para entrar por debajo, como sea.

Me acerco al portón y deslizo los dos pasadores para abrir e ingresar al viejo granero. Los perros, desesperados, me pasan por arriba y casi me tiran. Se infiltran alborotados y ladrando furiosamente, olfateando el piso, como si buscaran una comadreja o una rata. Llegan hasta el camastro improvisado armado con forraje ayer a la noche. Los perros se ponen locos. Sus colas se mueven tanto que se les van a cortar. Olfatean y me observaban inquietos, como exigiéndome “apúrate y acércate aquí, a ver si reconoces esto”. No logro ver mucho, dado que el galpón está en desuso, sin luz y sin ventanas.

La puerta por la que ingresamos se encuentra como a treinta metros del camastro, y la claridad que entra por allí es escasa. Un momento después, mis tres guardianes siguen histéricos. Reculan sobre sus patas y huyen por el portón del depósito, husmeando todo a su paso, mientras se alejan.

Ya en el exterior del edificio, eligen otro camino rumbo al campo de maíz. Van “aspirando” todos los olores que encuentran a su paso. Es sorprendente, pero mis perros trabajan en equipo. Recién los veo tan activos. Uno o dos olfatean el piso, el otro husmea el aire de la mañana. Los tres están con las orejas a tope, en alerta máxima, tratando de detectar cualquier olor o sonido. Cruzan el alambrado e ingresan al campo de maizales, y yo voy tras ellos. Recién ahí me doy cuenta que estoy con las manos vacías. El apuro y la desesperación me nublaron. Por las dudas tendría que haber traído la escopeta para no estar desarmado, por cualquier eventualidad.

Pero sigo adelante igual, para estar atento a lo que encuentren mis canes. No puedo perder más tiempo en retornar a la casa. Sin embargo no siento miedo. Mis perros son como tres lobos; despellejarán al primero que intente cruzarse en mi camino y atacarme.

Los tres llegan hasta una zanja de riego que bordea la plantación, y los noto perdidos, intentando seguir el olor que venían olfateando. Unos minutos después vuelven a orientarse, cruzan la zanja con agua, y se meten en otro campo. Y ahí se detienen.

Los animales dan vueltas, husmean, están alertas, pero no logran salir de ahí. Es como girar en círculos, como si hubieran encontrado un callejón que tuviera una tapia. No saben cómo seguir. Se muestran perdidos, desorientados. Ellos se olfatean entre sí y me apuntan a mí, como diciendo “¿Qué está pasando aquí?” Entonces les grito en voz alta: “Volvamos. ¡Volvamos a casa!”. Y ellos me entienden perfectamente.

Regreso a la vivienda, todo lo rápido que puedo con mis perros detrás. Entro a la cocina y miro el reloj. Han pasado unos minutos de las nueve y media de la mañana y doy un último llamado, con mis lágrimas cayendo por mi cara:

—¡Evelynnn, Evelynnnnn…! ¿Mi niña, dónde estás? ¡Contesta, hija!

Hay un silencio profundo en mi casa. Desolador. Abatido, me siento desfallecer. No puedo demorar más la situación. ¿Cuánto voy a soportar la agonía?

—¿Hola…? ¿Central de Policía?”

Las llaves de Lucy

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