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CAPÍTULO 14
ESPANTAPÁJAROS

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Campo “La Preciosa”.

Viernes 20 de mayo de 2011, al amanecer…

Luego de dos horas de caminar, Hernán se había distanciado del tambo, por el camino interno de acceso al campo. Llegó hasta la ruta IE 176. A partir de allí, transitó un buen rato, alejándose por la calle colectora que la bordea.

En el horizonte asomaba el amanecer. A esa hora de la mañana tan temprano, se veían los primeros reflejos del sol. Por la carretera, casi no había tráfico, salvo un par de camiones cargados de cereal y algún que otro tractor que salía de algún campo. A ambos lados, el paisaje era el mismo: plantaciones de maíz, kilómetros de campos sembrados a todo lo largo del recorrido por la IE 176.

A lo lejos, vio el cártel encendido de una estación de servicio de Oxxogas, entonces apresuró su paso. Entró por un costado del área de estacionamiento de camiones, deseando que no lo viera nadie. Fue al baño, se lavó, se refrescó y aseó lo mejor que pudo. Salió de nuevo al playón de la estación, tratando de localizar un teléfono público y por suerte lo encontró.

—Hola, pequeña, ¿cómo estás?

—Hola… qué suerte escucharte de nuevo, hermanito. ¿Cómo estás?

—Mal. Muy mal. Y no digas mi nombre ni nada. Anota el número que voy a pasarte. Llama a Pancho urgente y dile que me devuelva el llamado ahora mismo. Estoy desesperado.

—¿Qué te ha pasado?

—Me he quedado sin combustible. Ya te contaré en otro momento. Apúrate por favor y… ¡gracias, hermanita!

Minutos después, sonó el teléfono público de la estación de servicio.

—¿Sí?

—¿Conoces a “Charito, la de ojos negros”?

—Sí, la conozco. No digas mi nombre ni nada que me identifique —le anticipó Charly.

—Hablemos sin nombrarnos y punto.

—Ok.

—¿Recibiste la nota anoche?

—Sí.

—Pues debemos adelantar los planes. Esto es urgente. Tenemos que hacerlo ya. Todo lo que escribí ahí. ¡Ya mismo! Estoy en un grave problema.

—Pero, güey, ¿qué mierda te pasó, que debo llamarte yo, y encima tú con tantas exigencias?, ¿te atraparon los caníbales y te estaban haciendo al horno con papas?

»Segundo, no es mi problema que adelantes tus malditos planes y me llames tan temprano en la mañana. Dormía panza arriba como un león. ¿Qué bicho te picó que me mandaste a despertar?

—No ha sido culpa mía. Luego te explicaré. Serás bien compensado. Te convoco, porque se ha roto el tanque de combustible de esta chatarra y me ha dejado tirado en el medio de la nada. Por favor, vente con el auxilio para remolcar mi auto. ¿Interpretas?

—¿Y desde cuándo estás tirado en el camino?

—Llevo como dos horas.

—Dime en qué lugar estás, con precisión.

—No conozco la zona y, además, no puedo decírtelo por teléfono. Nos pueden estar escuchando y grabando.

—Y qué mierda me importa. ¿Cómo coño crees que te recogeré con el auxilio, si no sé dónde estás? Dame un indicio, chavo. Una cosa rara o distinta que veas en la carretera, una referencia u otra pista.

—No se me antoja nada en este instante. Hay campos sembrados por todo el jodido pueblo. No hay ningún cartel de referencia. Ah… ¡Qué lo parió! ¡Mi mente está en blanco! —le respondió Charly enfurecido—. No me apures.

—Busca en la naturaleza. Déjame en la ruta algún rastro o huella como para encontrarte —le exigió Pancho.

—¿Una huella? No sé. Espera, a ver… espera. Me diste una idea. Creo que lo tengo. ¿Tienes para anotar?

—Un segundo. Listo. Dame las coordenadas… Sí, perfecto, estoy tomando nota. Buena idea.

—¿Y tú manejas la camioneta de siempre?

—No. Tengo un modelo más moderno. Una...

—Silencio, primo… No digas nada. Cuando estés por aquí frente y “veas mi carro”, estaciona la camioneta y ponte a silbar la canción de la serie de TV que veíamos en casa de la abuela, cuando éramos niños. ¿Te acuerdas?

—Sí, chavo. No se me olvidó jamás.

—¿Y la canción?

—También. La tengo.

—Listo, entonces. ¿Cuánto crees que tardarás?

—Treinta minutos aproximadamente.

—¡Súper! ¡Eso era lo que necesitaba escuchar, primo!

—Eso solo de viaje. Súmale más o menos dos horas más, por todo lo demás que me pides y debo coordinar.

—¡Híjole, pendejo! ¡Eso es mucho tiempo! —respondió gritando Charly.

—¿Qué te crees, que soy el Chapulín Colorado y que puedo concederte tus caprichos de manera instantánea? No me jodas, güey. No gozas de otra alternativa. Es lo más rápido que puedo hacer. Y soy el único que puede rescatarte de ahí. Aguanta y no sudes.

—¡Qué lo parió! Porfa, no te olvides nada de lo que te pedí en el sobre.

—Y tú cuídate. Nos vemos.

Casi dos eternas horas después del llamado, Charly y Pancho avanzaban por la carretera, conduciendo un auxilio-remolque de automóviles, con un auto ficticio plantado atrás de la plataforma, disimulando toda la escena del rescate.

—¿Cuéntame que hiciste cabrón? Que me has hecho venir como los bomberos. Casi me accidento en la interprovincial, haciendo eslalon con las barreras del ferrocarril. Pasé raspando la locomotora de un tren de cargas. Figúrate como venía, güey.

—¿Y no te siguió ninguna moto o patrullero de la policía de tránsito, por exceso de velocidad?

—No, pendejo. No te sulfures, que conozco el trayecto y los carteles de velocidad, y sé cómo evitar a los polis del camino.

—Menos mal. Gracias. Bueno repasemos los planes y luego te contaré lo que pasó.

—Ok. Anoche coordiné una cita con una empresa de por aquí —le detalló Pancho— que es dueña de un par de avionetas para fumigar campos. Son propiedad de unos chavos amigos míos. Con uno de ellos, programaremos la continuidad de tu fuga a otro lado.

»Luego papeles y vestuario. Mejor, al revés: vestuario primero e inmediatamente papeles, tres o cuatro juegos de documentos, pasaportes, certificados y todo lo demás. Te convertiremos en un sueco de dos metros, tez blanca, cabello rubio y ojos verdes.

»Después te alquilo un cohete con pasaje solo de ida a la Luna. De ahí en más, te las arreglas tú solito. Desde la N.A.S.A., te manejarán a control remoto cuando te encuentres dentro del módulo de alunizaje de la “Apolo 13”, y ahí serás feliz el resto de tus días ¿Entendido, güey?

—Ok, ok. ¡No exageres, Pancho! Te pagaré hasta el último centavo por tu gran aporte y los imprevistos que estamos teniendo. Veremos cómo se extiende esto. Gracias de alma primo, por el auxilio que me das.

—De eso ni lo dudes, Charly. Me reembolsaré hasta el último peso, aunque deba ir a cobrarte al módulo espacial.

»Cambiando de tema, ¿cómo se te ocurrió esa idea para que pudiera encontrarte aquí?

—Al ver el campo, y por lo que tú me habías dicho de la naturaleza, no sé por qué, pero me acordé cuando era chico que me asustaban “los espantapájaros”. Entonces, me acordé del mameluco que tenía aquí en el bolso. Caminé hasta el campo, elegí una planta grande que estuviera al borde del cerco. Por cada botamanga le metí un tallo de maíz y los calcé en el overol, para improvisar un nuevo y escalofriante “espantapájaros”.

»Sin demora, caminé 200 metros más y saqué como quince choclos y los apilé en la colectora lateral de la interestatal, como si los estuviera vendiendo. Me adelanté y volví a cruzar el camino, retomé por la calle de enfrente y me escondí entre los maizales dentro del campo, observando la carretera, esperando que tú frenaras o pasaras despacio, de manera que pudiera detectarte.

»No salí hasta que escuché la canción de “La Isla de Gilligan”, que era nuestra serie favorita y que veíamos todas las tardes cuando tomábamos la merienda, al regresar de la escuela en casa de la abuela. ¿Qué épocas aquellas, no, Pancho? ¿Te acuerdas?

—Sí, Charly, cómo olvidarlas. La vida nos sonreía. Maravillosos días. No como los que me estás haciendo parir ahora. ¿Me cuentas que pasó? ¡Quiero saberlo todo! Porque de eso dependerá esencialmente lo que tengamos que hacer, o si debemos reprogramar los planes.

Minutos después, el camión de Pancho entró por un camino de tierra perpendicular a la IE 176, de los llamados caminos inter campos. Luego de dos kilómetros de andar, distinguieron adelante la primera curva. El primo estacionó la chata de remolque junto a una arboleda, accionó la palanca de frenos de mano, y el rodado quedó atrancado, inmóvil, como si lo hubiera partido un rayo.

—Soy todo oídos, Charly. Desembucha y cuéntame la historia.

—¿Pero por qué te frenas? ¿Tú estás loco? ¡La policía y los federales piden mi cabeza! No pares. ¡Sigue, Pancho, te lo ruego! Más adelante te lo contaré todo, mientras tanto avancemos. Es importante evaporarse de aquí, lo más lejos posible. ¡Híjole, Pancho! ¡Arranca y rajemos!

—De aquí no nos movemos, cabrón. ¡Comienza a contar tu vida!

—Déjate de pendejadas, primo. ¿Qué coño te pasa?

—Co mien zaaaaaa, Charly. Cuando termines, nos iremos a los piques.

—Eres de lo que no hay. ¡Me estás haciendo parir, Pancho!

—Estás perdiendo valiosos minutos de tu “rajemos de aquí”, primo. ¡Comienza tu historia de una cojonuda vez!

—Tú ganas, Pancho. Creo que es necesario que conozcas la historia desde el principio y te pongas en mi lugar, con la odisea que estoy padeciendo.

—Te dije que te escucho. Arranca desde dónde quieras. De todos modos, te aclaro que tengo un par de cervezas en la conservadora, por si se te seca la garganta.

—Hace mucho tiempo que no nos veíamos, Pancho. Tendré que remitirme al pasado de mi vida.

»La historia comienza hace unos quince años atrás… Desde que me escapé de la casa de la abuela, llevo más o menos ese período, entrando y saliendo de varios reformatorios y cárceles. El último presidio donde me retenían se llama Palacio Lecumberri. Es gigante. Alberga más de mil presos. Es uno de los presidios más grandes del estado.

»Hace como dos meses, me seleccionaron allí junto a treinta cuates para trabajar en una refacción interior. Desde hace mucho tiempo que vengo exprimiendo mis sesos, buscando cualquier opción para escaparme, pero lo veía imposible. En los últimos treinta años nadie lo ha logrado. Ese mote siempre me hacía desistir. Hasta que surgió esto de la obra. Y lo estudié muy bien en el transcurso de dos meses, desde que me convocaron para la refacción. Y ayer por la mañana tuve mi “día D”. ¡Me escapé con “mamá volquete”!

—¿Con quién?

—Me fugué en un camión desde el presidio, dentro de un vertedero repleto de escombros y desperdicios de la obra, que finalmente vaciaban en un basural. Y luego también me las piré de ahí.

—¿Y cuándo fue eso, Charly?

—Eso ocurrió ayer, como te dije recién. Serían las 8:15 o máximo 8:30 horas, cuando crucé el portón de seguridad de la cárcel, escapándome de ese maldito lugar. A las 12:00 horas, tuvieron que formalizar el conteo de los treinta presos que trabajábamos en la obra. Eso lo realiza diariamente el personal de guardia, antes de que vayamos al comedor. Me imagino el susto que se habrán llevado cuando contaron 29 obreros. Les faltaba uno. “Charly se les había escurrido delante de sus propios ojos”. Lástima no haber estado allí y verles las fachas a todos los guardias y compañeros. Me hubiera desternillado de risa.

—Me imagino que, al enterarse de tu ausencia, deben haber tronado las sirenas de la cárcel y hasta las alarmas de la N.A.S.A.

—Por supuesto. Ni lo dudes. Debe haber sido un zafarrancho descomunal. Apoteótico. ¡Cómo me lo perdí!

—Puedes regresar y golpear el portón del presidio, así te lo disfrutas desde adentro.

—¿Qué dices, cabrón? Ni en pedo.

—¡Sigue, entonces!

—Justamente, por el portón, pasé bien. Me fugué escondido en el volquete que llevaba el quinto camión, de los seis carromatos que salieron en caravana del presidio. Luego de varias horas de gira por carreteras o autopistas, arribamos al depósito donde vacían y descargan los escombros. Aproveché un descuido, mientras varias decenas de camiones hacían fila, hasta que les tocara el turno. Agradecido por el viaje gratis, me largué de nuevo. Me escurrí detrás del basurero CITRE y me volví a escapar. Pero esta vez era un juego de niños. Solo debía pasar por debajo de un alambrado y cruzar un campo, un trecho cuerpo a tierra, y otro tanto en cuatro patas, hasta el borde del descampado. Seguí andando y logré ubicar una estación de servicio Pemex, en el pueblo de Santa Lucía.

—¿Y ahí que hiciste?

—Busqué un teléfono público y llamé a mi hermana, anhelando que a su vez te ubicara a ti y me enviaras a alguien para recogerme. Mayalén fue una campeona. Aunque estuve a punto de orinarme la ropa por dos veces. La primera, pensé que me enviarías un pendejo y me mandaste una vieja. Pero, bueno, todo anduvo perfecto. Y la segunda fue cuando se frenó en la ruta, revelando el señuelo de que era ella la que acudía a mi auxilio. Al ver la camioneta parada, se aproximó un coche patrulla y los dos tíos de la policía se acercaron y le hicieron mil preguntas. Y Mayalén la guapeó como una campeona. Estuvo brillante.

—¿Y tú dónde te escondiste en medio de la requisa?

—Apenas vi que paraba la camioneta y la identifiqué con los trucos camuflados que te pedí, me acerqué y le arrebaté el sombrero a ella. Me apresuré y me metí de cabeza en la cabina del lado del acompañante y me hice el dormido. Le dije que arrancara, pero se le trabó el capó. Yo pensé que era parte del show, pero a la muy pendeja se le atascó realmente.

—¿Y entonces?

—Como te dije, yo me hacía el dormido y de la nada dos polis chingones surgieron como fantasmas y le hicieron el interrogatorio de su vida. Finalmente pudimos irnos, sin despertar sospechas.

—¿Y luego?

—De ahí, me llevó a un campo, porque le pedí que se saliera de la IE 176. Era muy peligroso andar tan a la vista. Con la alarma lanzada desde el presidio, las carreteras tendrían controles por todos lados. Además, seguro que la policía ostentaba mil fotos e identikits con mi cara.

»Bueno, la cuestión es que Mayalén se metió en un campo para pasar un presupuesto de obra a un fulano. Hasta pensé que formaba parte del ensayo, pero al final de la entrevista con el dueño, la chava, muy artista, armó una historia que yo carecía donde dormir, que me había echado mi mujer, y le pidió al dueño del campo que me hiciera el favor de dejarme pernoctar por esa noche en su campo.

—¿Y entonces? —le reiteró Pancho, mirando su reloj.

—El viejo aceptó. Me despedí de Mayalén y le di instrucciones proyectando que te dejara el sobre y tú vinieras a buscarme hoy a la tarde. Pero hubo un problemita y tuve que adelantar los planes.

—¿Por qué problemita? Esas muecas y gestos te los conozco desde chico. Ni que te hubiera parido. ¿Qué hiciste, pendejo? Desembucha de una puta vez.

—Cuando por la noche conocí a Evelyn, me volví loco. Una dama bella, joven, agraciada. Primo, ¿sabes cuántos años que no toco a una chaparra? Quince insoportables años. Ya ni recordaba cómo era una teta. No me acordaba, Pancho. Solo ver esa mujer, se me hizo agua la boca.

—¿Pero te le tiraste a la mujer del dueño del campo? Eres un desconsiderado y jodido cabrón. Encima te dan una oportunidad y te autorizan a que duermas en su casa. ¿Y te le tiras a la esposa? Eres un hijo de perra.

—No, no. No me entiendes. No era su esposa, era su hija.

—¿Cómo su hija? ¿Su hija? Peor que peor, entonces ¿encerraste a su mujer? Explícate. ¿Qué hiciste? Me estás poniendo muy nervioso.

—No le hice nada. La madre se había ido a visitar a un pariente no sé dónde. Y esa noche no regresaba.

—Pero cuéntame qué hiciste, Charly. Esto se ha convertido en una jodida película de suspenso.

—Pues que, a la mañana, me la llevé a la chica a un galpón y ella aceptó con ganas que tuviéramos sexo.

—¿Cómo, aceptó con ganas?

—Sí. Pero después… se arrepintió.

—Me estás confundiendo, güey. Sé más claro.

—Primero me dijo que sí y luego que no. Tú conoces a las mujeres. Son como “la gata Flora”. Entonces comenzó a resistirse. Se arrepintió. Se echó para atrás. Y yo me puse como loco. No me entraba en la cabeza que ahora se negara. Eso no lo podía tolerar.

—¿Y entonces qué pasó?

—Cuando a la noche estuvimos unos momentos solos, le acaricié las piernas y su sexo. Y eso le encantó. La sentí suspirar, ronroneando como una gatita. La había excitado. Se salvó por un pelo, con el llamado de su padre. Sino la trincaba ahí mismo en su habitación.

—Estás rematadamente loco. ¿Y entonces?

—Esta mañana me puse fuera de mí. No dormí en toda la noche pensando en ella. Me había enceguecido. Tantos años sin acariciar ni sentir el perfume de una mujer. No sabía lo que hacía. Ella se resistía y cuanto más se resistía, yo más me excitaba. Entonces la acomodé en un camastro de pasto dentro del galpón. La besé y la acaricié...

—¿Y qué más? Ya te conozco esos gestos. No pongas cara de perro que voltea la olla y se hace el distraído ¿Qué le hiciste, cabrón? Declara de una maldita vez. ¿Qué le hiciste a esa niña?

—Sin darme cuenta, la abracé con fuerza y se durmió.

—¿La abrazaste y se durmió? Déjate de pendejadas ¿Cómo que se durmió? ¿La golpeaste? ¿La drogaste?

—No, no. Mis dedos apretaron un poquito de más el cuello y empezó a toser, hasta que unos segundos después cerró los ojitos. No se movía. Se quedó quieta.

—¿Cómo que se quedó quieta? ¿Respiraba?

—¡No lo sé, no lo sé! Me estás volviendo loco con tantas preguntas, Pancho —resoplaba Charly exaltado y a punto de llorar—. Me pareció que no se movía. Además, no se veía una mierda. Estábamos en un lugar oscuro y afuera era de noche también.

—¡La has estrangulado! ¡La asfixiaste! Eres un reventado hijo de puta. Mataste a una joven que apenas conociste unas horas antes. Pero ¿qué bicho te picó? ¿Cómo has podido volverte tan violento y desconsiderado? Eres un lunático e impresentable, pendejo —le recriminaba Pancho, gritándole en un inquietante estado de nervios—. ¿Y ahora qué hacemos? Esto es peor de lo que me imaginaba. ¿A qué hora fue eso?

—No me grites, primo. Déjame pensar. Espera que recuerde. Estoy muy alterado. Ella se levantó a las cuatro de la mañana, porque era la hora del ordeñe. Así que eso sucedió como… una hora después. Ponle que fue a las cinco, creo yo, aún estaba oscuro.

—¿Y alguien está enterado de lo que hiciste? ¿Y el padre y la madre? ¿No me digas que los mataste? ¿O solo al padre? No lo puedo creer. Estás rematadamente loco. ¡Locooooo!

—Espera, espera. Cálmate, Pancho. Estoy muy nervioso y me siento muy mal. No maté al padre. Él continuaba durmiendo. Y nadie sabe nada. Ella lo iba a despertar como a las 7:30 horas, cuando terminara su ordeñe, y luego desayunarían juntos como todos los días. Pobre viejo, ja, ja. Todavía debe estar esperando el café en la cama.

—¿Pero de que te ríes? Eres un malnacido hijo de perra. Mataste a una joven, ¿y eso te causa gracia? Y encima me llamas pidiendo socorro para que te saque las castañas del fuego. No me lo puedo creer, primo. Esto prueba que tú estás enfermo. ¡En fer mo!

»Charly, no hace ni 24 horas que te escapaste del presidio y te están buscando por todo el estado. Pero eres egocéntrico y tan listo, que no te bastaba salir en la plana de todos los diarios, que encima asesinas a una pobre chica. De esta no te salva ni el genio de Aladino. Ahora sí, te encuentras bien fregado.

—Ayúdame, Pancho, te lo ruego. Te lo imploro. Te pagaré todos tus servicios y tu gran apoyo. Pídeme lo que quieras y te cancelaré hasta el último centavo.

—No importa el dinero. Hablaremos de eso en algún momento. La cagada es que los controles están en todas las rutas y accesos, multiplicados por mil, por un millón. En estos momentos, te deben estar rastreando con todos los satélites desde el espacio.

—¿No viste la televisión, algún noticiero, una alerta sobre mí?

—¿De qué hablas? Si no tuve tiempo. Desde anoche que estoy como loco preparando todo lo que me habías pedido, corriendo de un lado para el otro, llamando aquí y allá. Es una mala noticia, Charly. Muy mala. Con que tuviste un “problemita”, ¿no? No me entra en la cabeza la pendejada que acabas de cometer. ¿No podías aguantar un par de días más? Si tenías tantas ganas, te hubieras encamado con una chaparra de un bar o de donde coño fuera. Mataste a una joven de familia, una adolescente que recién comenzaba a vivir. ¿Puedes ser tan perverso y desmadrado?

»Cuando se despierte el padre y se entere, avisará a la policía y entonces tu cabeza valdrá dos millones de dólares. Saldrás en todos los diarios y noticieros del planeta. Te perseguirán por todas las galaxias del sistema solar, hasta dar contigo. No lo olvides, por si acaso.

»¿Otro “problemita” u odisea que deba saber? —lo hostigó Pancho en forma socarrona—. No me ocultes nada Charly, porque te dejo aquí en el campo y vivirás con tu amigo inseparable, el espantapájaros, por el resto de tu vida, alimentándote solo con maíz.

»¿Y qué hiciste luego con la joven?

—La dejé dormida en el camastro.

—¿Seguro? No me engañes, pendejo, que lo veo en tus ojos y además te tiembla la voz ¿Qué hiciste con la joven? Dímelo de una puñetera vez.

—La dejé allí dormida en el camastro. Te lo juro.

—No me alarmes más y relátame la verdad de la historia. De aquí no nos movemos hasta que me lo digas. ¡Empieza de una vez cabrón!

—Ok., Pancho. No te alteres, primo. Me tienes acorralado y sin escapatoria. Tendré que contarte toda la verdad.

Las llaves de Lucy

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