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4. Igualdad tributaria

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El principio de igualdad tributaria ha sido definido como la obligación que tienen los poderes públicos de gravar igual a los sujetos que se encuentran en la misma situación y desigualmente a los que están en situaciones diferentes. La enunciación del principio es tan lógica que no puede suscitar oposición. Más aún, podríamos decir que este principio es un tipo especial de la igualdad en la ley y ante la ley recogida normalmente esta última en los textos constitucionales y concretamente en el artículo 14 de nuestra Ley Fundamental: «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». Este precepto se completa en buena medida, por lo que aquí interesa, con el artículo 139.1 del mismo texto constitucional: «Todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado». Nuestra Constitución ha tenido buen cuidado en no incluir entre las situaciones que no pueden dar lugar a discriminación la económica, que es, actualmente, la más problemática y la que aquí nos interesa. Es evidente que la progresividad encierra una discriminación formal aunque no material, razonando cómo debe de hacerse en términos de utilidad individual o social de la renta, patrimonio o consumo, y que verificar una desigualdad tributaria es más difícil que hacerlo con el nacimiento, el sexo, etc. De cualquier manera, la igualdad ante la ley preside la igualdad tributaria y la refrenda en cuanto supone una actitud del poder constituyente contra la discriminación y un imperativo para los poderes públicos, comenzando por el legislativo.

La cuestión que aquí interesa es si la igualdad tributaria es algo distinto de la suma de la generalidad tributaria, capacidad económica y progresividad. La respuesta, en principio, es no. Estos tres principios cubren todo el frente tributario: la generalidad, el aspecto subjetivo (prohibiendo las exoneraciones por razón de la persona, del sujeto); la capacidad económica, gravando igual todas las situaciones que manifiestan la misma aptitud ante los tributos y estableciendo, igualmente, exenciones generales ante el citado principio, sobre todo si se entiende la capacidad como un principio ante cada situación subjetivo-patrimonial concreta; la progresividad, consiguiendo una tributación igual en términos reales o de sacrificio de los contribuyentes. Si a esto le añadimos que en ordenamientos como el español la igualdad se predica del sistema y no de cada tributo concreto y menos de cada situación tributaria determinada reforzaremos así la tesis de la falta de sustantividad propia. No obstante, la aplicación de los tributos ofrece tal riqueza de matices que la utilización del principio de igualdad en sus dos vertientes (en la ley y ante la ley) ofrece un interés renovado.

La utilización del principio de igualdad puede presentar dos ventajas concretas. Primera, de carácter dialéctico. Se defiende mejor una posición desde este principio que desde el de capacidad económica, sobre todo en los casos de igualdad ante la ley a que se refiere el artículo 14 de la Constitución. Aquél tiene mayor plasticidad y eco político. La técnica de comparar dos situaciones tiene una fuerza argumental extraordinaria. Segunda, el principio de igualdad puede ser particularmente útil, no sólo en la fase de establecimiento de los tributos (como se ha venido planteando), sino en el momento concreto de la aplicación de poderes administrativos concretos; por ejemplo, el de inspección de una situación tributaria concreta exigiendo que se realice también a otros sujetos que se encuentran en la misma situación; la concesión de un aplazamiento de pago lleva a la no denegación de otro solicitado desde una situación patrimonial y oferta de garantías similar, etc. En resumen, llevar la igualdad tributaria del estadio normativo al administrativo puede resultar de interés por su mejor comprensión por los sujetos y por la opinión pública.

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