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7. Reserva de ley

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El principio de reserva de ley, como bien es sabido, no es exclusivo del Derecho Tributario. Se extiende a otras materias (presupuestos, penal, planificación económica, etc.), aunque tiene una gran importancia histórica y actual en relación con los tributos. Es esta dimensión la que nos lleva a su consideración en este capítulo dedicado a los principios tributarios propiamente dichos. Tampoco es un principio cuya esencia informe la producción de normas y su aplicación. Se trata más bien de un precepto de atribución de poder (exactamente el de producir actos y normas con valor y fuerza de ley) otorgado al Parlamento y más concretamente al Poder Legislativo. Una norma sobre la normación como acertadamente ha sido definida por la doctrina.

Esta naturaleza de la reserva de ley exige que su establecimiento sea exclusivamente constitucional. La atribución de poder al órgano legislativo tiene que ser hecha por una instancia superior, en este caso, la Constitución, y tiene que ser, en consecuencia, indisponible para el propio legislador ordinario. Además, sólo desde este reconocimiento es posible el cumplimiento de las dos finalidades que histórica y actualmente se han atribuido a la institución a que nos referimos.

Los tributos tienen en numerosos ordenamientos una primera regulación (con independencia de los principios constitucionales) en leyes generales. En otras palabras, estas disposiciones contienen preceptos aplicables a todos los tributos. Ya nos hemos referido anteriormente a este fenómeno. Estas leyes de indiscutible naturaleza ordinaria suelen contener declaraciones reservando a la ley la regulación de determinados elementos tributarios y lógicamente su propio establecimiento. Vano intento. El propio legislador ordinario puede derogar sus propios preceptos. En resumen, establecida la reserva de ley por la Constitución, estas declaraciones legales son una reiteración innecesaria, toda vez que la vinculación del propio legislador sólo se consigue desde la Ley Fundamental. Todo ello, sin perjuicio de que puedan surtir un efecto específico de reservar un rango impidiendo la regulación de un elemento o aspecto concreto por el Poder Ejecutivo; es lo que se ha denominado por alguna doctrina preferencia de ley. En resumen, la reserva de ley como instituto constitucional no es disponible por el Poder Legislativo. La preferencia de ley sí a través de la técnica de la deslegalización. Esto no significa que esta preferencia no juegue un papel importante. Lo hace en términos de estabilidad normativa y seguridad jurídica. Una materia no cubierta por la reserva y sí por la preferencia (p. ej., la prescripción) encuentra una resistencia psicológica importante en la opinión pública para su deslegalización, lo que resulta en definitiva positivo.

El precedente, ciertamente impreciso, de la reserva de ley tributaria es el principio de autoimposición, cuyo nacimiento se sitúa en los siglos XII y XIII: es necesario que la Asamblea, los representantes de determinados estamentos, aprueben las peticiones de tributos hechas por el Monarca para que éstas sean efectivas. No de todos los impuestos, sólo de los que hoy llamaríamos directos y personales. Esta aprobación juega más en relación con el principio de legalidad que con el de reserva de ley. No es lo mismo, evidentemente, aprobar una petición real que crear un tributo como hoy hace el Poder Legislativo. Por otra parte, la representatividad de tales Asambleas era limitada y sectorial. En realidad estamos en presencia de una evolución, de un proceso, que por lo que se refiere a nuestro país se extiende desde las Cortes de León de 1188 hasta las de Cádiz de 1812, aun con todos los límites del absolutismo. La finalidad sigue siendo esencialmente la misma: limitar el Poder Ejecutivo representado originariamente por el Monarca Absoluto y hoy, además, atribuir al Parlamento una decisión tan importante desde todos los puntos de vista (político, social y económico), e incluso desde el plano de la coordinación de poderes, como el establecimiento de tributos. En las democracias parlamentarias es la importancia individual o social de las materias concretas la que determina la inclusión de éstas en la reserva de ley. ¿Tiene hoy en las democracias parlamentarias con la fuerza política centrada (de hecho) principalmente en el Gobierno la misma efectividad que pudo tener en sus orígenes y en otros momentos históricos? Se ha dicho que lo que quiere el Ejecutivo lo quiere el Legislativo. Cualquiera que sea la relación entre ambos poderes y la incidencia política de aquél sobre éste, es evidente que el procedimiento legislativo permite la intervención de las minorías y la creación de una opinión pública concreta, que, en definitiva, limitan o pueden modificar las propuestas del Poder Ejecutivo. Es precisamente esta lesión a la formación de opinión pública la que desaconseja el Decreto-ley. Todo ello sin considerar que la cohesión de una mayoría parlamentaria es siempre a medio plazo menor que la de un Gobierno. Finalmente, al ser la reserva de ley un mandato del constituyente al legislativo, permite un mejor control de los principios tributarios a través del recurso de inconstitucionalidad.

El principio se refiere normalmente a la ley estatal, incluso en aquellos ordenamientos donde los parlamentos regionales tienen atribuido poder legislativo y, en consecuencia, pueden producir leyes. Lo que no significa que el contenido de la reserva tenga que ser el mismo cuando se crea un impuesto estatal que cuando se determina el poder tributario concreto regional (de las CCAA) en nuestro ordenamiento. Es la solución que mejor se acomoda a la finalidad tradicional y a las actuales de la reserva de ley. Desde luego, a la de garantía, toda vez que como hemos recordado anteriormente el sujeto pasivo es único frente a la pluralidad de poderes tributarios; también a la importancia de la materia y a la necesaria coordinación entre poderes, finalmente. La cuestión en este punto está en conseguir un equilibrio entre el principio a que nos referimos y la autonomía tributaria de los entes regionales y municipales, lógica consecuencia de su autonomía política.

La reserva tributaria no significa que todos los elementos de un tributo tengan que estar establecidos y regulados por ley. La distinción tradicional entre reserva absoluta y relativa responde a esta idea. La relativa significa que sólo los elementos esenciales de un tributo deberían ser objeto de regulación legal; más aún, este carácter esencial debería fijarse en relación con la finalidad de la institución que examinamos. Si es de garantía, los elementos que determinan el nacimiento de la obligación, su cuantía y su imputación a un sujeto. Es lo que más importa al contribuyente. Si nos apoyamos en la finalidad actual y más moderna de los tributos para exigir su regulación por ley, llegaríamos a la misma conclusión: los elementos esenciales son el hecho imponible (el nacimiento de una obligación), la base imponible y el tipo de gravamen (cuantificación) con una cierta flexibilidad en relación con la base que veremos en detalle al estudiar este elemento del tributo y la determinación del contribuyente (qué sujeto concreto es deudor). Hay que añadir las infracciones y sanciones tributarias como manifestación concreta del Derecho Sancionador siempre cubierto por la reserva en todos sus tipos concretos. Finalmente, la importancia social y económica de una determinada materia justifica la extensión de la reserva a que nos referimos a las exenciones tributarias.

Mayores dificultades ofrecen las obligaciones formales (prestaciones de hacer impuestas al sujeto pasivo por razones tributarias) y cuyas figuras concretas son muy diversas como veremos oportunamente. Hay que afirmar, también, su sometimiento a la reserva (en línea de principio), toda vez que estamos en presencia de una actividad coactiva. Todo ello con independencia de qué elementos no estrictamente tributarios pero que se aplican en una relación fiscal tengan también que estar establecidos por ley (principios procedimentales, principalmente). La Ley 36/2006, de 29 de noviembre, de Medidas de Prevención del Fraude Fiscal (LMPFF), artículo 5.º, apuntó en su día a la delegación de estas obligaciones formales. De una parte, reitera lo ya dicho por la LGT: «En desarrollo de este artículo (29 LGT), las disposiciones reglamentarias podrán regular las circunstancias relativas al cumplimiento de las obligaciones tributarias formales. En particular, se determinarán los casos en los que la aportación de libros registro se debe efectuar de forma periódica y por medios telemáticos».

La compatibilidad de la reserva de ley estatal con la autonomía tributaria de los entes territoriales es una cuestión difícil. La reserva es, en definitiva, una restricción a otros poderes. Lo que se atribuye a un poder se resta a otro. Es posible, sin embargo, y lo ha sido históricamente que se cumpla el principio de reserva de ley con respeto, al mismo tiempo, a la autonomía de regiones y municipios. Las técnicas utilizadas en relación con éstos (con los entes municipales) han sido, normalmente, dos. Primera, el establecimiento de un tributo por el poder legislativo central facultando al ente territorial para que determine su entrada en vigor. Segunda, el establecimiento por la ley estatal de un tipo de gravamen máximo o de una base también máxima y el poder de cada Ayuntamiento para establecer hasta ese límite el tipo que estime conveniente, lo que permite, en definitiva, graduar la cuantía de la obligación tributaria de que se trate. Más difícil ha sido la conciliación de la reserva con la autonomía tributaria regional dada la extensión de la imposición estatal sobre la renta, patrimonio y consumo y la ausencia, tradicionalmente, de una imposición regional genuina (a diferencia de los municipios). Los llamados impuestos propios (de difícil identificación) y los recargos sobre los impuestos generales estatales serían las principales manifestaciones de esta autonomía. La técnica de una ley orgánica de carácter sólo principialista ha venido a conciliar la reserva estatal con el poder tributario de estas entidades territoriales en relación con su imposición propia.

El Derecho tributario español da respuesta a todas las situaciones teóricas analizadas en relación con la reserva tributaria. Su establecimiento tiene una doble manifestación en nuestra Constitución. Su artículo 31.3 dispone que «sólo podrán establecerse prestaciones personales o patrimoniales de carácter público con arreglo a la ley». Es evidente la referencia genérica al tributo, aunque no sólo a él. Se trata de una forma tradicional de declaración que ha sido suficiente en numerosos ordenamientos jurídicos. La segunda manifestación ya específica está en el artículo 133.1 de la misma Ley Fundamental: «La potestad originaria para establecer los tributos corresponde exclusivamente al Estado, mediante ley», complementado con el número tercero del mismo artículo que dispone aún más específicamente todavía que «todo beneficio fiscal que afecte a los tributos del Estado deberá establecerse en virtud de ley».

A la vista de este primer grupo de preceptos podemos afirmar que el ordenamiento español sigue una línea tradicional y correcta en el establecimiento de la reserva tributaria. En primer lugar, se establece en la Constitución que es su sitio. ¿Qué valor tiene, en consecuencia, el artículo 8 de la LGT que dispone que se regularán, en todo caso, por ley determinados elementos del tributo? Como reserva de ley, ninguno. Como preferencia de ley es claro que el Poder Ejecutivo no podrá regular ninguno de los elementos recogidos en este precepto mientras no haya una deslegalización. Este precepto, en resumen, pretende establecer una reserva de ley sobre elementos que ya están cubiertos por ella (hecho imponible, base, tipo de gravamen, exenciones, sanciones y sujeto pasivo) y sobre otros (plazos de prescripción y caducidad, p. ej.) que quedan fuera de ella pero que al estar atribuidos por una ley ordinaria al poder legislativo no pueden ser regulados por el ejecutivo. Ya indicamos anteriormente que, además, producen un efecto psicológico beneficioso para la estabilidad normativa y frenan su modificación por el mismo legislador ordinario.

En relación con la extensión de la reserva nada dice la Constitución que, obviamente, no desciende ni puede hacerlo a este detalle. La interpretación unánime es que el establecimiento de un tributo no supone la regulación de todos sus elementos y sí sólo aquellos que se consideran esenciales para la finalidad de que se trate y buscando la compatibilidad con la autonomía tributaria de las Comunidades Autónomas y los municipios. Ya hemos indicado anteriormente qué elementos habría que reservar a la ley considerando su finalidad de garantía. Teniendo en cuenta la importancia de la figura de que se trate (finalidad distinta) la Constitución ha establecido también una reserva de ley sobre los beneficios fiscales (exenciones). Todo ello, con independencia de que el establecimiento de tales beneficios termina por interesar a todos los contribuyentes.

La reserva de ley tributaria ofrece su mayor dificultad a la hora de hacerla compatible con la autonomía de los entes públicos territoriales, como ya hemos indicado anteriormente. Está claro que la citada reserva lo es de ley estatal (art. 133.1, ya transcrito) y que los citados entes tienen que ajustarse a ella. En esta línea, el párrafo segundo de este mismo artículo constitucional dispone que «las Comunidades Autónomas y las Corporaciones Locales podrán establecer y exigir tributos, de acuerdo con la Constitución y las leyes».

Analizando los tributos correspondientes a las Comunidades Autónomas (art. 157 de la Constitución) parece claro que el problema no está en los impuestos cedidos por el Estado, dado que éstos habrán sido ya establecidos previamente por una ley estatal. Incluso si en relación con ellos las CCAA tienen un cierto poder normativo será siempre dentro de unos límites determinados por la correspondiente ley de cesión; en algún elemento concreto (tipo de gravamen) pueden no existir límites, aunque siempre será una ley (en este caso de la CA) la que fije el citado elemento de cuantificación en el ejercicio de la capacidad normativa. Tampoco en sus propias tasas y contribuciones especiales, dado que estos tipos tributarios tienen sus limitaciones intrínsecas y conceptuales (no superar el coste de la obra o servicio de que se trate), lo que no les hace particularmente conflictivos en relación con el principio que examinamos. Además, los artículos 7 y 8 de la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas(LOFCA) establecen expresamente estos límites clásicos. La discusión y las dudas se presentan (siempre en relación con la reserva de ley) en su imposición propia: tributos propios y recargos. La solución ofrecida por la LOFCA ha sido permitir que las Comunidades Autónomas establezcan sus impuestos propios, que no podrán recaer sobre hechos imponibles gravados por el Estado y por los tributos locales (art. 6.2 y 6.3). Esta restricción debilita, en buena medida, el poder tributario regional, dado que los avances en la generalidad de los impuestos estatales (sobre la renta de personas físicas y sociedades y sobre el valor añadido) son de una extensión casi máxima y dejan escasa materia imponible a disposición de los entes regionales para la configuración de una imposición propia. Todo ello admitiendo la diferencia entre hecho imponible y materia imponible a que nos referiremos en su momento. Habría que «sacar» de estos impuestos personales y generales algunos elementos concretos (como, p. ej., se ha hecho con las plusvalías a largo plazo) y cedérselo a las CCAA. El poder tributario propio (en definitiva su autonomía tributaria efectiva o más importante) queda así limitada al establecimiento de recargos sólo sobre determinados tributos. Según el artículo 12.1 de la citada LOFCA, «las Comunidades Autónomas podrán establecer recargos sobre los tributos del Estado susceptibles de cesión». El párrafo segundo del artículo puntualiza que «los recargos previstos en el apartado anterior no podrán configurarse de forma que puedan suponer una minoración en los ingresos del Estado por dichos impuestos, ni desvirtuar la naturaleza o estructura de los mismos». Este párrafo ha perdido parte de su sentido, ya que al establecerse los recargos sobre los tributos «susceptibles de cesión» la referencia a la minoración de ingresos del Estado ha perdido sentido. Por otra parte, la atribución de un poder normativo limitado sobre los impuestos susceptibles de cesión reduce en la práctica la necesidad de establecer recargos.

En resumen, la reserva de ley estatal en relación con la tributación de las CCAA se cumple con la LOFCA. Su contenido mínimo es peculiar (en relación con los sistemas tributarios estatal y municipal) y está representado por los principios de delimitación de poder material y territorial contenidos en los artículos 6 y 9 de la citada Ley Orgánica. Parece obvio que un recargo nunca podrá minorar (tendría que establecerse «hacia dentro» y en este caso no estaríamos ante un verdadero recargo que, conceptualmente, es una adición) y que la naturaleza del recargo supone por definición una carga tributaria notoriamente menor que la que corresponde al impuesto sobre el que se establece, lo que también parece garantizar la naturaleza o estructura de los impuestos sobre los que se impone.

Como veremos en su momento, el sistema español, al fundarse en la participación en impuestos estatales, reduce esta problemática.

La compatibilidad reserva estatal-autonomía municipal es menos difícil por las razones ya apuntadas y concretamente por el mayor juego (pluralidad) de esta imposición. La Constitución garantiza la autonomía de los municipios (art. 140) y establece que «las Haciendas locales deberán disponer de los medios suficientes para el desempeño de las funciones que la ley atribuye a las Corporaciones respectivas y se nutrirán fundamentalmente de tributos propios y de participación en los del Estado y de las Comunidades Autónomas» (art. 142).

Las técnicas que buscan la compatibilidad que examinamos son en nuestro Derecho dos, ya apuntadas anteriormente. En primer lugar, el establecimiento de un impuesto municipal por ley estatal y la aprobación de su entrada en vigor por cada uno de los Ayuntamientos. El establecimiento supone ya el cumplimiento del principio de reserva de ley e implica un juicio y un compromiso del Poder Legislativo. Es el caso de los impuestos sobre Construcciones, Instalaciones y Obras (ICIO) y el que grava el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana (IIVTNU). Lo mismo puede decirse de las tasas y las contribuciones especiales, que requieren también un acuerdo de imposición y la determinación de los elementos del tributo por parte de la correspondiente Corporación municipal. En segundo término, la determinación exacta del tipo de gravamen o de coeficientes sobre una cuota básica por las mismas Corporaciones en impuestos de establecimiento obligatorio dentro de un máximo fijado por la ley estatal. Es el caso en nuestro ordenamiento del IBI, del IAE y del Impuesto sobre Vehículos de Tracción Mecánica (IVTM). Ambas técnicas, de tradición en nuestro Derecho Tributario, permiten conocer al contribuyente el máximo de carga tributaria y al mismo tiempo dan un juego importante de la autonomía tributaria municipal. En definitiva, permiten compatibilizar la reserva de ley con la autonomía de estos entes locales.

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