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El Ejido, Málaga

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Viernes, 18 de julio de 2003 9:35 h.

—Ahí viene —avisó por la radio a su jefe.

—Vamos allá. Graba lo más cerca que puedas —deseó el teniente Azpilcueta.

—No sé. Esto está muy oscuro, Jabo —se quejó el sargento Amaya.

El garaje del edificio era amplio aunque mal iluminado, pero se veía con claridad que el abuelo se había hecho una coleta con las canas. Allí tenía una plaza de aparcamiento y había sido él quien había elegido el sitio. Vestido con elegancia —un polo verde claro y unos vaqueros nuevos—, estaba allí de pie junto a su BMW clásico. Abrió el maletero de su coche cuando aparecieron los del Audi A8 y se detuvieron junto a él. El abuelo los invitó a aparcar, pero se negaron.

—Tiene matrícula española. Bien. Comprueba, Lucía —pidió el teniente Azpilcueta por teléfono cuando Amaya le recitó el número desde dentro del garaje, cabreado por la falta de luz—. Ocho, tres, siete, ocho. Charlie, Delta, Víctor.

—No se ve bien, Jabo. El del Audi ha metido la cabeza en su maletero, pero poco más. El que está dentro del coche no se ve bien.

—No te preocupes. Yo les sigo de todas formas. Tú inténtalo.

Solo se había bajado del Audi el que conducía, que parecía muy joven. De traje, sin corbata. El otro no levantó la cabeza de algo que tenía en su regazo, un teléfono móvil quizá. Entonces el abuelo sacó un bulto largo, envuelto en cartón, y lo pasó al recién llegado. Una vez en el maletero del Audi negro, sin mayor intercambio ni saludos, se subió al coche, rodearon la calleja del garaje y enfilaron la salida a toda prisa. El abuelo se quedó apoyado en su coche, mirando cómo salían de aquel oscuro lugar. Era quizá una forma de despedirse y desear que su aportación llegara a buen puerto.

—Bien, manos a la obra —despejó dudas Azpilcueta por si quedaba alguna.

Durante el rato que había estado aparcado en la calle, Azpilcueta se relamía ante la expectación que aquel coche le mandaba a las tripas. El entorno que le ceñía los riñones, bien ajustado como un baquet de carreras, y el tacto áspero del volante le prometían dulces expectativas. Aunque la persecución que estaba a punto de empezar planteaba ahora pocas ilusiones lúdicas sobre el Clio V6. La tremenda responsabilidad de terminar con éxito un operativo un tanto raro era mayor que el rato que iba a pasar con aquel juguete, esa maquinita que habían decidido prestarle desde la comandancia. Ajustó la distancia del asiento por última vez. Lo que venía era un acto de compra, uno de venta, alguien que paga y alguien que entrega, solo que con más artistas invitados de los previstos. Pero esas habían sido las instrucciones del abuelo. Y el abuelo mandaba. El encuentro se iba a producir en algún lugar del norte de la provincia, donde el mediador esperaba. El transporte, sin embargo, había sido elección del vendedor. Y habían elegido a alguien joven, en Audi A8 alquilado, según se veía en lo datos que Lucía le volcaba desde el otro lado del teléfono a la eficiente carpeta de Amaya. En proceso todavía lo de averiguar la identidad del propietario y del cliente.

Al salir del garaje, el Audi negro tomó a toda velocidad la única dirección posible calle abajo. Azpilcueta casi los pierde nada más empezar. De cualquier modo, la autovía hacia Córdoba-Granada no ofrecía muchas dificultades. Al bajar desde el conservatorio superior, el Audi enfiló hacia Fuente Olletas. Allí tuvieron que parar en un semáforo. Cuando la luz se puso verde, el coche negro arrancó con un chirrido de neumáticos y fue serpenteando de forma agresiva entre los otros vehículos. Todo menos discreto, se quejó Azpilcueta en voz alta y nerviosa.

Mientras esperaban en otro semáforo junto a la fuente, Azpilcueta preguntó a Emilio Amaya si se sabía algo del lugar de intercambio. Al arrancar, el Audi adelantó en unos segundos a los tres coches que lo precedían, en línea continua. El Clio V6 era un juguete con casi trescientos caballos que empujaban con un vigor magnífico, pero aquellos dos no se lo iban a poner nada fácil. A juzgar por las direcciones en las señales, ninguna indicando lo que esperaba, Azpilcueta dedujo que habían decidido ir por el camino largo, pero sumamente más discreto. Maldijo no haber traído consigo a Amaya. Como consuelo, cuando Azpilcueta le describió a su compañero el camino que llevaban, este le anticipó algo que no iba a estar mal del todo.

—Suben a los Montes. Ese es un tramo de los que a ti te gustan, mi teniente. Por ahí van varias carreras de coches.

—Me pongo el cinturón de seguridad, entonces. La madre que lo parió. ¡Cómo va este tío! Esto no es normal.

—Pues si tienes que emplearte, ten cuidado, que hay dos túneles en medio de curvas muy cerradas. Hay dos partes distintas. Al principio es ancho. Luego, arriba se vuelve más estrecho y ahí llevas ventaja, creo.

—Veo que te he instruido bien, mi sargento.

—De adónde van, nada todavía, Jabo. El abuelo dice que todavía no le han dicho nada del lugar del encuentro. Lo siento, mi teniente.

—Id viniendo hacia Antequera, que yo os informo en cuanto pueda.

—Nosotros vamos por la autovía, Jabo. Nos vemos allí.

A solas ya, a toda pastilla detrás del coche negro, Jabo alcanzó a ver en el Audi el rótulo Quattro. Una versión para guerrear. La soltura con que aquel mozalbete trajeado movía el carro de combate que llevaba sólo podía obedecer a un más que generoso caballaje. Y a una técnica bien depurada. Pero kilo a kilo, él tampoco llevaba una máquina mala. El vértigo le venía por la posibilidad de encontrar a alguien de frente si la carretera, como le habían anticipado, se volvía más estrecha. Iba a tener que correr y empezó a repasar las posibilidades. Cuando le entregaron el coche, se fijó en que las ruedas traseras ya acusaban la potencia groseramente emocionante que tenía.

El primer susto se lo llevó al entrar en la curva a izquierda del primer túnel, donde había un grupo de ciclistas medio revuelto, imaginó que a causa del coche negro que perseguía. Le increparon también a él en buen cristiano. Pronto comprendió que aquel seguimiento había enloquecido de manera dramática.

A pesar de la marcha que llevaban, mantuvo a sus perseguidos siempre a la vista. Llegados a una población, Azpilcueta comprobó que el Audi se había detenido en la plaza principal, ante una estatua. Por precaución, él decidió pasar de largo por delante de ellos y se paró un centenar de metros más adelante para consultar un mapa en la guía Repsol. Mientras, intentaba no perder comba mirando por el retrovisor. Así pudo ver que el acompañante se había bajado para ceder su sitio a otro hombre salido de algún lugar de la plazoleta y que ambos se pusieron a hablar por sus respectivos teléfonos móviles. Vio que abrieron muy llamativamente el capó del coche y manipularon dentro durante un minuto, mientras otro sostenía un rollo de cinta americana. Al cerrarlo, el conductor trajeado señaló, temía y sospechaba Azpilcueta, hacia el Clio. Lo habían descubierto. Arrancaron de inmediato y, al llegar a su altura, los del Audi lo miraron y lo invitaron abiertamente a continuar la carrera. Jabo encontró en ellos dos rostros insultantemente jóvenes. Los más de quinientos caballos de aquel monstruo alemán se alejaron del coche de su perseguidor como una exhalación. Azpilcueta entendió que iba a tener que quemar gasolina. Cuando llegaron al cruce, siguieron hacia lo que el teniente vasco había visto en el mapa como Villanueva de Cauche. Por alguna razón, buscaban la carretera de montaña en lugar de la autovía. Seguían por el camino largo, así que tuvo que emplearse.

Una vez en Villanueva de Cauche, volvieron a rechazar la autovía y pasaron por debajo, camino a la otra Villanueva, la de la Concepción. Después de pasada esta población, y durante varios kilómetros, los calores y el peso de los coches habían pulido el asfalto de forma que la subida a la sierra era muy resbaladiza, comprometiendo seriamente la permanencia sobre la carretera, sobre todo si se lleva potencia. Una vez pasada la cresta, la persecución se convertía en algo distinto. Ahora las bruscas frenadas del Audi eran más problemáticas por la bajada y se veía claramente que pasaba más apuros para detener su tonelaje. Después de un par de zonas muy reviradas, en un tramo recto y largo por la falda de la sierra, el Audi iba como un tren de mercancías. En ese momento, desaparecieron unos segundos de su vista por detrás de un cambio de rasante. Fue en ese instante cuando Azpilcueta vio una nube de polvo y fragmentos de coche esparciéndose por el aire.

Apenas un par de segundos después, al asomar por la cresta de la rasante, Azpilcueta iba intentando frenar su coche, que obedecía con más nobleza que el Audi. Lo que encontró fue un accidente de una violencia espeluznante. El Audi había impactado de frente contra otro turismo, del cual solamente se adivinaba que era blanco. Y, catastróficamente, no en todas partes. Para adelantar a un ciclista, aquel pobre diablo se había apartado a su izquierda justo al encontrarse fatalmente con el misil que venía de frente.

Azpilcueta se detuvo, sobrecogido, y apartó su coche de la carretera. Avisó de inmediato a los servicios de la comandancia, pero advirtió primero a Amaya de lo que había ocurrido, pues aquello trastocaba los planes de forma drástica. ETA no admitiría más dilaciones ni accidentes; ellos mismos no querían más dilaciones. El comprador tampoco las quería.

No había sido buena idea seguir a los transportistas. El asunto se podría haber llevado a cabo sin aquella intervención, pero la amistad que tenía con el abuelo y su responsabilidad en el negocio lo habían presionado más de lo que su inteligencia le recomendaba. En apenas siete minutos aparecieron por allí dos unidades, una de Tráfico de Antequera —no debían de andar muy lejos— y otra de Seguridad Ciudadana; poco después, las ambulancias. Mientras Azpilcueta comentaba —no quiso presentarse todavía— con la sargento que comandaba el grupo sobre lo que había pasado, los equipos sanitarios se hacían cargo de los dos del Audi, de los cuales el conductor había llevado la peor parte. Aparecieron entonces otros guardias en la furgoneta de Atestados e Informes para hacer una exploración adecuada del asunto.

Fue entonces cuando uno de los guardias jóvenes, posiblemente en prácticas —notó Azpilcueta—, comentó a la superior que el pasajero del Audi había procedido de forma extraña instantes después de que llegasen los servicios sanitarios. Se había acercado a la parte frontal de su siniestrado coche negro y había hecho algo raro. Había despegado algo y lo había colocado en el otro coche, horriblemente destrozado por aquel brutal impacto. La sargento dispuso a sus compañeros y en la furgoneta comprobaron de inmediato que aquello había sido, antes del impacto, un paquete de cocaína.

Fue en ese instante cuando lo inusual del Renault Clio V6 azul, colocado en los mismos metros cuadrados del atestado, cobró repentino interés en parte de los miembros de Tráfico. Cocaína y un Audi A8 negro. En fila, un carísimo deportivo francés.

—Venga por aquí, caballero, si es tan amable.

Subió al vehículo de Atestados y lo sentaron en la silla de clientes. No hubo más remedio que pedir la presencia de la sargento del grupo. Una vez que se hubo sentado ella, cerraron la puerta principal de la unidad móvil y Azpilcueta mostró su identificación. Hecha la presentación, rogó que se comunicara con la comandancia. Necesitaba marcharse de allí a la mayor brevedad, pero antes tendría que sacar algo del maletero del Audi siniestrado y, a ser posible, con toda la discreción que el asunto requería.

La sargento sacudía la cabeza. Por solidaridad con ella, Azpilcueta prometió una explicación. De las que a él rara vez le habían dado. Pero la suboficial había recibido instrucciones desde Málaga de que facilitara al teniente Xabier Aingeru Azpilcueta Yrigoyen cuanto apoyo le solicitara.

El fuego y el combustible

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