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Estadio de La Rosaleda, Málaga

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12 de julio de 2003

21:00 h.

Maite tuvo razón. Ver a los colegas en el campo de fútbol habría podido ser un momento único e irrepetible. Único por muchas razones. La primera es que las entradas que tenía lo abocaban a ocupar un lugar determinado dentro de las instalaciones y que es difícil de modificar sin que uno rompa el protocolo de seguridad de los compañeros de la policía o de vigilancia. Y eso, lejos de lo deseado, hace que te veas antes o después sacando la placa que te identifica como autorizado a quebrar las barreras de la normalidad para pasarlas convertido en alguien fuera de lo normal, en otra cosa distinta. Algo que, por supuesto, no deseaban ni él ni sus amigos en la directiva del Athletic. Pero —maldita fuera Maite— fue mayor el deseo que la prevención social o la prudencia protocolaria. Quién iba a decirle que Maite tendría la imposible ocasión de arrimarlo a sus amigos en julio, en pleno descanso estival, con un partido de alineaciones secundarias. Pero ni por esas perdía las mañas y, con ellas, las esperanzas.

El comandante Valeiras aceptó acompañarlo a La Rosaleda aquella noche de sábado para un encuentro propiciado, por cierto, más por razones políticas que deportivas. Amaya no, porque tenía un compromiso ineludible con la familia en Antequera. Antes de marcharse hacia su casa les juró vengarse, del gallego y del vasco, contando chistes sobre ellos en su casa esa noche.

Al acceder a la zona mixta, Valeiras se acercó a saludar al alcalde y a todos los miembros de la colectividad presente en el hábitat cerrado no solo por cristaleras y canapés, dando comienzo a la sesión de actividad social ineludible en una jornada y un lugar así. Valeiras presentó a Azpilcueta ante un juez de la Audiencia Provincial mientras se dedicó, notó que con cierta aprensión, a buscar a sus dos amigos de la infancia entre los presentes.

Quería comprobar, además de otras cosas, cuánto quedaba en la botella después de aquellos años de silencios enfermos, de saludos en la distancia, posponiendo para mejores ocasiones lo que la niñez piensa con ingenuidad que durará para siempre, lo que la adolescencia coloca en segundos lugares por debajo de los ritos de apareamiento. Hasta que esa misma vida, poco después, lo ahoga inexorablemente con su peso, como ahoga todo aquello que no tiene delante de su miope e inconsciente lista de prioridades.

A quien vio primero fue a Joseba Algorri. Del Athletic hasta el tuétano. Enamorado de Laura Antonelli, en aquellas películas eróticas que conseguían ver en el cine Albatros. Nocilla no, gracias. Llegó a jugar con los equipos de la cantera en Lezama. La mili y una rodilla en mal estado lo trajeron de vuelta.

Y poquísimo después, Tomé Garmendia. Sexo temprano con Laia, vecina del barrio. Un maestro de la narración y las pausas dramáticas. Trina de manzana. Luego vino la sidra y, con ella, el primer pedo juntos.

Finalmente, consiguió verlos a los dos antes que ellos a él. Se acercaron por separado y no se buscaron. Hombre, Azpilcueta. Un saludo equiparable al de los demás en la sala mixta: apretón de manos y, apenas culminado, ahora estoy contigo. Rutina de convención social en el evento.

Cansado, sin mirar atrás, Azpilcueta abandonó la sala mixta y avisó a Valeiras de que se iba a buscar sus localidades. Podemos quedarnos aquí si quieres, en el palco. Prefiero no molestar, gracias, mi comandante. Lo cierto es que estoy cansado y prefiero marcharme. Nos vemos mañana.

Tenía razón Maite. Era todo irrepetible.

El fuego y el combustible

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