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Rincón de la Victoria (Málaga)

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12 de julio de 2003

10:00 h.

Azpilcueta pidió las llaves del coche a Amaya. Apenas un par de minutos más tarde, Amaya y él bajaban juntos la maleta por las escaleras, más por el tamaño que por el peso. La abrieron donde indicaba Erik, encima de una alfombra grande con aspecto de ser una pieza muy cara. Azpilcueta apartó sus ropas, muy pocas, y bajo ellas apareció una caja de madera barnizada.

Posó la caja sobre la mesa. Tenía una cerradura muy rudimentaria, y el aspecto de la madera daba la impresión de que la caja en sí misma era también, quizá, una antigüedad. A partir de ese instante, Azpilcueta dejó a René trabajar, con la sabiduría y el oficio que le recordaba de sus viejos tiempos de la universidad. Azpilcueta lo observaba con delectación y comprobó que su rostro no era ya el mismo de un día antes. Ni siquiera de minutos antes. Se dedicó a observarlo. Aun arrugado, la vida había vuelto a su rostro. Sus manos ya no eran las mismas del pasado, pero en cuanto se halló en presencia de aquella caja no había nada ya del viejo diabético de corazón cansado. No en vano, quien estaba allí poniéndose los guantes de raso y algodón era el mejor y más enamorado ladrón de arte del mundo.

El rato de silencio era ya lo suficientemente largo como para que Nuria se asomara desde lo alto de la escalera. Erik extendió un gran paño de terciopelo grueso sobre la mesa. Atrajo hacia sí la gran lupa iluminada que se hallaba fija a la mesa con una morsa. Miró a Azpilcueta para pedir su anuencia. Con una delicadeza extrema, sacó al santo de su lecho de descanso y lo puso de pie sobre el paño, pues era esa la posición para la que había sido concebido.

Antes de dedicarse al San Virila, se enfrascó en la caja. Como un cirujano, parecía querer cerciorarse de que el equipo era el correcto, que el quirófano se hallaba dispuesto y que todo, equipo y personal, estaba bajo control. Amaya y Azpilcueta comprendieron que Erik buscaba manchas de humedad o formas anatómicas que pudieran revelar el origen de la caja.

—Todo está inmaculadamente limpio, Jabo. Envejecimiento artesanal, madera muy nueva. Un buen trabajo. ¿La abristeis al encontrarlo?

—Por supuesto. Vimos lo mismo que tú. Exceso de limpieza. Y creemos que no corresponde al conjunto. El raso y el terciopelo del interior son muy nuevos respecto a la talla.

—Ya. Así es. Veamos ahora lo que me has traído.

La verdadera ceremonia empezaba ahora, pues se volvió a su aparato de música para hacerlo sonar con un viejo disco de vinilo de Andrés Segovia. A lo lejos, Jabo vio el sello amarillo de la Deutsche Grammophon.

Erik se disponía a emplear el tiempo que necesitara en la delicada inspección, no había duda alguna respecto a eso. En medio de un silencio abrumador, salvo por la guitarra de fondo, dio varias vueltas a la figura con la lentitud de un paseo espacial. Ora la observaba desde lejos sin tocarla, ora cerraba un ojo para mejorar la perspectiva. Buscó el fondo e hizo un intento de calado por la base. En ese punto, Erik olía la madera. En la base y en varias partes de la anatomía. Se sacaba un guante y otro para golpear el policromado con la uña y percibir —a saber cuáles— vibraciones en la madera. Volvía a oler para cerciorarse de lo percibido. Confirmar lo visto con el otro ojo, esta vez cerrado el primero.

En cierto momento se alejó, sin dejar de mirar la talla, hacia un mueble escritorio del que sacó un carpeta de cartón muy ajada, con gomillas. No dejó que los elásticos restallaran al abrir la carpeta porque el santo le estaba hablando y no quería perder comba. Tras consultar algo entre las hojas, se acercó otra vez. Tocaba y sopesaba la figura para decidir la materia prima, roble o castaño. Quizá habría que arañar un poco para aclararlo. En un momento final, dio un paso hacia atrás para alejarse de la imagen. Se le entrecerraron los ojos con una media sonrisa.

Por fin, usando los guantes como paños de limpieza, repasó toda la figura con gran cuidado de no olvidar rincón alguno y volvió a depositar al santo en su caja con la delicadeza de un orfebre. Con los guantes aún puestos, juntó las manos y miró alternativamente a los guardias civiles. Jabo, aprendiz aún, había escuchado la conversación del santo con atención. Amaya, intranquilo como un adolescente en un entierro, no sabía qué hacer. Al cabo de un misterioso minuto de silencio, Jabo preguntó con las manos.

—Tiene un par de cosas extrañas que ahora te comento —diagnosticó el abuelo—, pero es buena. Tiene su valor, pero no es una pieza con características puras. Es románica. Tardía pero románica. San Virila, un abad que vivió en el siglo nueve. Luego se cuenta su historia en el siglo doce. Hay en Italia y en España santos equivalentes, en Galicia. El pajarito hace que sea una historia hermosa y muy románica.

—Los datos que tengo son del monasterio de Leyre, que es donde muere.

—Por eso te lo digo. Cuando la desamortización, los restos del santo fueron a Tiermas, un pueblo de Aragón que, se decía, era el lugar de origen. Eso fue en 1820. Parte de los restos se quedaron. Luego los volvieron a juntar en su lugar, pero ya en el siglo veinte.

—Lo que quieres decir es que tanto vaivén puede haber ocasionado…

—Lo que te quiero decir es que el aspecto es románico, pero la técnica del policromado parece posterior, algo muy posterior. Hay colores muy vivos para tener esa edad. En algunos puntos hay carnaciones. Algo nada románico.

—¿Y del estofado del fondo?

—Esa es la peor parte.

—¿Por qué, René?

—Tú ya lo sabes, Jabo. Aparte de robarlo, ese estofado es lo último que se le ha hecho. Lo más moderno, digamos.

—Ya. Un pequeño desastre.

—Sí, pero no tanto, Jabo. Eso le confiere a la figura un valor de… ¿Cómo era eso? Eso que decís en castellano… Lo que escribía Valle-Inclán…

—¿Un esperpento? —ayudó Azpilcueta.

—Un esperpento. Eso. Hubo alguien que quiso tunear al santo sin la menor de las vergüenzas. Le ha acabado dando a la imagen un aspecto muy estrafalario. Algo que se puso de moda por aquí en el Barroco, pero que era bastante usual cuanto más al este. En fin, tú sabes, Jabo. Un aspecto muy propio de Oriente. Frecuente en los países del Este, muy del gusto de las iglesias ortodoxas.

—Si te encaprichas mucho, llamamos a la NASA para que nos hagan el carbono catorce de la madera —se cachondeó Azpilcueta.

—Bueno, no hace falta, Aingeru.

Azpilcueta estaba más que encantado. Sonreía como un niño al que su abuelo enseña por primera vez los aperos de pesca o el trenecito eléctrico con todos los complementos. O un Scalextric.

—Todo esto, Jabo, puede tener una variación, un engaño del que podemos ser víctimas. Pero es bueno. Podría ser incluso del siglo trece. Al fin, puede que las carnaciones más el estofado hayan ayudado a conservar la madera más de lo normal.

Traspasado el momento emotivo, más una ceremonia que un acto de peritaje técnico, llegó la parte más prosaica. Y la más peligrosa.

—Jabo, no quiero perder a mi mujer.

El mar que lo mantenía a flote. Razones emotivas aparte, Nuria, abogada penalista, al cabo de la calle de toda treta o intento, podía ser una pared dura contra la que tener un siniestro. Azpilcueta y Erik sabían que, a partir de ese momento, todo empezaba a tomar velocidad y, por tanto, riesgo. Ambos sabían que estaban a punto de entrar en el túnel de Mónaco, un lugar al que se accede en plena aceleración, donde se asciende en el orden secuencial de las marchas sin contemplaciones, hasta la última. Donde cualquier duda puede suponer un error que no perdona ni la vida. Y donde ni siquiera ver la salida del túnel es un consuelo, pues allí se concentra tanto peligro como antes o más, pues la luz exterior te ciega durante esos dos segundos en los que vas al límite, intuyendo que has de frenar justo en el instante en que recuperas la visión para acometer la chicane más peligrosa del mundial. Y todo en menos de cuatro segundos. Setenta y ocho veces.

—Bien, Jabo. Habrá que empezar por saber si esto es de ellos, ¿no te parece? Te reitero que las precauciones últimamente son mucho mayores que en mi época. Dime que no sabes si esto es de ETA.

—No sé si esto es de ETA, Erik. Lo que sí sé es que quiero acabar con ello cuanto antes. Han enloquecido.

—Debes darme unos días para hacer unas llamadas y un par de visitas. Quizá al revés. Y si me facilitas unas visitas en Alhaurín, tal vez se abrevie la cuestión.

—Mañana es día de visita en la cárcel. Lo tienes hecho.

El fuego y el combustible

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