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Petite Bayonne (Francia)

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5 de junio de 1977

—Jabo, espera un segundo dentro del coche y por nada del mundo te bajes. ¿De acuerdo?

—Si me llamas Aingeru, ama. No quiero que me llames otra cosa.

—Pero tú sabes que aita quiere que te llames como él.

—Pues no me llamo Jabo. Yo soy Aingeru.

—Bueno, pues espera un momento en el coche. Anda, hazlo por mí. Ya eres mayor. Has cumplido seis ya, Jabo.

Hace un rato muy largo que se han bajado del coche. Seguro que sus padres se han olvidado ya de él. Ya se lo decía sor Fuencisla en el hospicio de Vitoria. Que si no hablaba mucho con sus padres nuevos lo iban a devolver; que tenía que ayudarlos y hacer siempre lo que le decían. Todo lo que le decían y cuando se lo decían.

Aingeru se cansa de esperar. Lleva toda la vida esperando. Esperando a que su madre vuelva, como le dijo. Y nunca volvió. Dentro del coche hace calor. Hace mucho calor y al final de la calle se ve un puente muy bonito. Seguro que allí se está fresquito. Y toda esa gente que va y viene por el puente parece pasarlo muy bien mirando al río. A él también le apetece ver el río. Le encantaba ver el río allá en Vitoria, cuando sor Fuencisla lo llevaba al médico y se paraban en el parque.

O los escaparates de por allí. En aquella calle hay muchas tiendas con unas cosas muy bonitas que mirar detrás de los cristales.

Se fijó en que sus padres habían entrado al bar Le Patio, en el centro de la calle, pero le han dicho que es mejor no entrar allá, porque van a ver a gente de Bilbao que no puede volver a su casa. No entiende por qué no pueden volver a sus casas.

Vuelve a mirar hacia adelante y ve un hombre ahí, sentado en un banco, que mira al coche y a él desde hace un buen rato. Eso lo pone nervioso. Unos minutos después son ya dos los hombres que hablan y señalan hacia el coche mientras hablan entre ellos… Hace calor y se está mal dentro, así que Aingeru quiere que su madre vuelva ya. Además, hay tantas cosas bonitas que mirar en aquella calle. Pero su madre le ha prometido un helado después de ese rato, si se porta bien.

Mientras dilucida si la recompensa vale la pena, se sienta, suspirando de calor y cansancio. Vuelve a ponerse de pie y cuando pisa la alfombra ve que asoma un montón de volantes y octavillas como las que su padre reparte en el bar. Tal vez si sale del coche y empieza a repartir octavillas, como ha visto a sus padres nuevos cientos de veces desde que vive en Atxuri con ellos, a su padre le guste. Por fin ve que los dos hombres que no han dejado de mirarlo se acercan y toman de sus manos uno de los papeles. Mientras sigue con el reparto, hace lo que su madre le ha enseñado: se acerca al final de la calle para leer la placa con el nombre. Es la rue Pannecau. Recuerda que le encanta leer, pero no entiende todavía lo que ponen los papeles que reparte por toda la calle. En grandes letras: «Amnistia. Herriak ez du barkatuko».

Ha repartido un buen montón de octavillas. Eso sí, de una en una, como le decían en el bar los amigos de su padre, batetik bestera. Casi las ha repartido todas.

Por fin ve a sus padres a lo lejos venir hacia el coche. Pero es su padre el que se adelanta. Mientras se acerca a grandes zancadas, el niño quiere ayudar a su padre, pues nunca ha tenido mucho interés por él en lo que lleva en esa casa nueva. Solo su madre parece quererlo. Así que se esfuerza en que todo el mundo coja un papel de aquellos. A su padre eso le gustará.

Su padre le grita desde la distancia. Jabo, deja eso. Métete en el coche. No hagas eso. ¡Jabo!

—Que dejes eso ya. Y vete al coche.

Mientras corre, su padre sigue gritando a voz en cuello que deje de hacer aquello.

—¡Yo no me llamo Jabo! ¡Soy Aingeru, aita!

Reparte a manos llenas los boletines hasta que su padre llega a su altura. Espera una felicitación.

Su padre lo detiene con una bofetada que lo derriba de cabeza al suelo y le quita las octavillas de un manotazo.

El fuego y el combustible

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