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El Tintero, Málaga

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11 de julio de 2003

22:00 h.

Bares y tascas son, en España, escenarios de reuniones que americanos o británicos sostienen en los pasillos de sus lugares de trabajo. Y los restaurantes, para nosotros, son lo que para ellos sus salas oficiales. No debimos —no deberíamos, dictaminaba Luis Valeiras, el comandante que los había citado en El Tintero para cenar tras la visita a la casa de Rincón— perder nuestro sentido de la civilización. Las ventajas, un ahorro de tiempo no siempre cuantificable, además de la gradación y atemperación de ánimos ligada a la mesa, al buen vino y al momento de refacción de fuerzas. Las desventajas, el ruido y, sin que de momento hayamos encontrado término medio, nuestro proverbialmente escaso sentido de la discreción.

El problema radica, para algunos, en que nunca se sabe en qué momento dejamos de estar en una reunión de trabajo para estar en una comida entre compañeros o cuándo ocurre lo contrario, que termina un excelente rato culinario para pasar a ser una mesa de conferencias. Afortunadamente, hay lugares en el mundo donde no hay fronteras. Bendita confusión.

—Bueno, y aquí un gitano, un vasco y un gallego para dar comienzo al chiste— rompió el hielo Amaya.

El comandante Valeiras ya conocía de los encantos personales de Amaya, luciendo un talento social que muchos atribuían a su condición étnica. Azpilcueta, que ya había comprobado la elegancia y el saber estar de Amaya, asentía, sonriendo. Pero Amaya sabía que quizá la sonrisa del vasco se debía más al éxito de la charla que habían terminado con Erik el Belga una hora antes en Rincón de la Victoria.

—¿Qué te apetece, Jabo? —hizo las veces de anfitrión el comandante—. Sabes que aquí podemos probar muchas cosas.

—En El Tintero ya he estado antes. Así que cualquier cosa que propongáis bien me parece.

Esa alteración de la sintaxis, tan vasca, le salió del alma al de Bilbao. Amaya estuvo a punto de terminar el chiste, pero administraba su talento con comedimiento. Un par de platos de rosada a la plancha, mejillones y unas verduras a la parrilla sirvieron de tapa para la conversación. La metedura de pata vino con el pulpo a la parrilla.

—Así que especialista en arte, Jabo. ¿Y en Fiscal de Bilbao?

—Sí. Pero creo que ahí tiene más que ver mi acento de Atxuri que mis conocimientos de arte.

—Ya. Pues fíjate que, aunque sin acento, este y yo también pasamos por allí —comentó Valeiras, ensombrecido—. Seis meses en Vergara. Yo era un pipiolo todavía, cuando lo del enterrador.

—Yo hice el curso del GAR —añadió Amaya, con sonrisa ladeada.

—Entonces estoy hablando con dos txakurras en lejía.

Hacía tiempo que no usaban la palabra. Que no la oían pronunciada con aquel acento euskaldún. En ese momento, Azpilcueta supo que les había enfriado la espalda a ambos. Que les había abierto el álbum de fotos por la página menos adecuada. El comandante Valeiras levantó la mirada hacia la barra para pedir uno de los platos al camarero que pasaba, al estilo de El Tintero, y Amaya se acomodó la servilleta en el regazo, elegante como un príncipe, el muy cabrón.

Y el vasco dio por sentado que les debía, como mínimo, una atención.

—Pues no os pienso distraer con mis historias, par de rositas.

Las aguas retornaron a su cauce y el vino, a su lugar de rigor. Tres copas vacías del tirón después, el sargento disparó su curiosidad sobre René, el personaje de esa tarde, a sabiendas de que Azpilcueta se lo debía.

—René Van den Berghe, Jabo.

—Así que has venido a ver a Erik el Belga —dio comienzo al interrogatorio el comandante—. Imagino que aquí nuestro joven sargento está al corriente del personaje.

—Lo estoy ahora, mi comandante. Vaya tarde ilustrada he pasado hoy.

—Pero creo que está retirado del todo, ¿no? Bueno, ya sé que me vas a decir que un tío así no se retira nunca…

—Así es, Luis. No lo está del todo. Ha hecho varias cosas con nosotros —explicó Azpilcueta.

—¿Sí? Cuenta.

—Bueno, ya sabes. Tasaciones, certificar piezas con ese ojo que el talento y la vida le han dado. Incluso ha colaborado en devoluciones. Hasta algún museo se ha cabreado con nosotros. Mucho. Por decir que tienen en sus catálogos alguna joyita más falsa que la falsa monea.

—¿Y tú en qué andas ahora con él?

La camarera bajó la bandeja hasta la mesa. Pesaban las botellas y la bisoñez. Con una amable sonrisa, pidió disculpas y retiró lo que ya no servía. Ese lapso dio aliento para retomar el asunto que les había enfriado la espalda un rato antes.

—Pues vengo a varias cosas. La primera es que quería mostrarle un par de fotos. Una es la imagen de un santo, de madera, muy venerado en Navarra. Desapareció del monasterio de Leyre hace unos cuantos años. A pedirle una opinión sobre su valor y su precio. Y a que la certifique, evidentemente. Ya podéis imaginar cómo se mueven las cosas en ese mundo, las verdaderas y las falsas.

—¿Y cómo te ha ido? ¿Lo esperado?

—Tengo que decirte que Erik nunca te decepciona.

—¿Lo has conseguido? Quiero decir, el valor y eso…

—Pues me ha dicho que tiene que hacer un par de llamadas y dará un veredicto dentro de unos días.

—Y, además, veo que no te has ido de vuelta a Bilbao esta noche. Imagino que tiene ya el ojo clínico algo viejo…

—No es eso, exactamente.

Amaya y el comandante miraron con curiosidad a Azpilcueta. Hubo un segundo de indecisión, pero prefirió considerar aquello como un pago compensatorio para sus dos colegas malagueños.

—El tema es que la cotización ha sufrido alteraciones últimamente. Desde el 11 de septiembre, ya sabéis.

—¿Hasta eso ha alterado Bin Laden? Joder.

—Lo que ha pasado es que, como sabéis, la administración Bush ha decidido incluir a ETA, a Herri Batasuna y a todo el entorno KAS dentro de la lista de los malos.

—Pues sí que han tardado, cojones.

—Tampoco vayas a pensar que nos ayudan mucho. Después del 11-S hubo gente nuestra por allá, en la sede de Langley en Virginia. Alucinaron con la escasa información que tenían de ETA. Nada comparada con la que tenían de Iraultza, unos iluminados que solo ponían bombas en intereses americanos. No sé si los recordaréis siquiera.

—Bueno, la verdad es que eso no es nada nuevo. Se ha dicho que fallaron estrepitosamente…

—Pues sí —admitía entre dientes Azpilcueta—. Tanto como los chismes de seguimiento de los misiles o de coches que usamos nosotros y que ellos nos prestan. Si no llega a ser por un subinspector de la nacional que los echó a andar sin tener ni puta idea de inglés… Y eso fue en el 99, mi comandante.

—Una dolorosa y negligente incompetencia.

—Pues eso, la decisión americana digo, ha hecho que se reduzcan las fuentes de recursos de la organización. Ahora es más difícil mover remesas, hay más controles. Todo se ha vuelto más arriesgado para ellos, así que andan algo escasos.

—¿Quieres decir que se están tirando a buscar otras fuentes de financiación? —aventuró el comandante.

—Así es, Luis. Y lo sorprendente es que ya no andan solamente a cobrar el impuesto revolucionario. Que, por cierto, ya no piden en exclusiva a empresarios o industriales. Ya van por todo tipo de empresas, los artistas incluidos, los cocineros de la tele, periodistas de éxito…

—No andarán también trapicheando por la calle…

—Pues eso es lo poco que les falta, amigos míos.

Dieron una batida con la mirada alrededor de la mesa, de manera casi simultánea los tres. Terminado el proceso automático del modo picoleto, Azpilcueta prosiguió:

—Hasta se han tirado al tráfico de drogas. La cocaína sigue siendo muy rentable. Y como ya están en la clandestinidad del gremio, no tienen problemas de intendencia. Y al tráfico de armas también.

—Y, por lo que nos insinúas, ¿al de piezas de arte también?

Aseveró con un par de movimientos de cabeza, mirando alternativamente a sus dos compañeros de mesa y cuerpo.

—Por lo que le has dicho, entiendo que la estatuilla está en poder de la Guardia Civil. ¿Entonces es cierto lo del accidente de tráfico?

—Sí y no. Cierto es que lo tenemos. Pero hay que confirmar alguna cosa todavía sobre lo del coche. Hace dos semanas, una tarde, nos llaman de Endarlatsa, que es un pueblecito de Navarra casi en la raya de Francia, para decirnos que habían encontrado la figura en un coche medio volcado en una ladera, después de salirse de una pista forestal. Matrículas dobladas y eso. Ya sabéis. Un Opel Corsa. Lo habían traído de Francia, robado. Las matrículas pertenecían a un chaval de Lesaka. Nada que ver, de momento, con el chaval, pero todo anda en averiguaciones todavía. Cuando abrieron el maletero encontraron una caja de madera, muy recia, pero barnizada y perfectamente limpia, envuelta en cartonaje para evitar rayaduras y raspones. Imaginad por un momento el canguelo… Entre que llamaron, llegaron los Tedax y vieron que no había explosivos y me llamaron a mí, casi ocho horas. El que fuera tuvo tiempo de fugarse a Rusia.

—No hay mucha gente de Patrimonio tan experta, supongo —comentó Valeiras.

—Pues no. Fuera quien fuera, esto de ahora es de película de Berlanga. Resulta que es un abuelo el que encontró el coche, mientras iba de caza con la escopeta. Nos dijo que el coche estaba solo, con el motor encendido. Así que imaginamos que el que conducía o se fue o se lo llevaron. El abuelo pasó por allí y se le ocurrió no moverse del sitio. Dijo que por si había un incendio. Al final, llamó y esperó hasta que llegaron los de la Policía Local… Eso es lo que hay, o es que el abuelo sabe más y nos miente. No sé. Tampoco podemos descartar nada, ni que el del coche supiera lo que iba transportando. Últimamente, los colaboradores de la cosa andan escasos de oficio.

—Es llamativo que el abuelo no quisiera moverse del sitio —observó Amaya—. Le podían haber dado dos tiros…

—Por ahí me da que pensar que el abuelo conocía al del coche y no quiso que siguiera. Imagínate un nieto descarriado y el abuelo tomando el toro por los cuernos. Yo qué sé. El asunto es que para no explicar demasiado a Erik me inventé lo del accidente.

—Pero bueno, como sabemos que Erik tiene amigos hasta en el infierno, nos va a iluminar con su arte.

—Tú lo has dicho, mi comandante. Erik tiene amigos etarras. De cuando la prisión de Soria y luego en Barcelona. No sería nada extraño que quisieran ponerse en contacto con él si las cosas están así ahora para la banda.

—Y tú has venido a averiguar eso también —completó Amaya—. Usando la segunda foto.

Azpilcueta no pudo evitar una mirada de admiración hacia el gitano.

—Pero si pareces un picoleto y todo, mi queridísimo Amaya. Supongo que te diste cuenta de que no dijo ni mu de la segunda foto. Ese es mi as en la manga. Los de ETA saben ya, o deben de saber, que la figura está quemada. Que la tenemos nosotros. Pero si es Erik el que la inserta otra vez en el torrente del tráfico, quizá quieran ponerse en contacto con él.

—¿Y qué pasa si no quiere meterse en líos con ellos?

—Para eso traigo la segunda foto. Por si el abuelo tuviera algún prejuicio. El retablo es una causa aún pendiente de Erik con la justicia española. No prescribe precisamente ahora por delitos relacionados con el terrorismo. La voz de la conciencia, que a veces viene de visita desde el pasado —remachó Azpilcueta con serenidad profesional, aunque con un tono amargo.

Mientras les duró la botella de vino —magia gallega con punto dulce y aguja—, terminaron de ver el álbum de fotos con las mejores instantáneas de cada uno, obviando alguna página de común y tácito acuerdo. El comandante y Amaya disputaron por pagar la cuenta. Azpilcueta terció diciendo que si todo iba bien ninguno iba a pagar. Iba a ser una amable invitación, como confirmó puntualmente el gerente de don René Alphonse Van den Berghe.

El fuego y el combustible

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