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Rincón de la Victoria (Málaga)

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12 de julio de 2003

Erik le sostiene la mirada desde detrás del atril donde pinta el Raquel Meller.

—Ahora, Jabo, cuéntame qué quieres hacer con esto.

—Nada que tú no hayas intuido ya, Erik. Tal y como te dejé caer por teléfono, sabes que ETA está ahora también en el negocio del arte. Ellos saben que se mueven con facilidad en terrenos ilegales y, desde 2001, buscan cualquier negocio que produzca dinero rápido y en cantidad.

—Y queréis meterles el San Virila para ver hasta dónde os conduce.

—Tú lo has dicho, René.

Erik chasqueó la lengua en señal de desaprobación. Bullían tal vez en su cabeza los viejos trucos, las mañas del oficio, las trampas y los desmanes en los que él mismo fue protagonista, tal vez mediador y muchas veces, las más, muñidor oficial.

—Pues ya te imaginas que lo primero es entender que esto no es fácil. Hay mucha gente nueva en el negocio y, con eso, ha aumentado la desconfianza, la necesidad de seguridad. Ya no es tan fácil moverse por dentro de las cortinas. Todo el mundo pide garantías y seguridades. Y no es divertido, Jabo. Juegan a la ruleta, pero quieren ganar siempre. Eso y el encanto del riesgo no casan.

Azpilcueta entendió que el belga estaba en modo operativo al cien por cien. Se le veía hablar rápido y con esa serenidad pasmosa que los años dan a los veteranos. Tan solo quedaba por ver si Nuria estaría en el mismo modo, allí arriba, con el oído sintonizado en la frecuencia del taller.

—¿Y qué os dice que ETA quiera volver a meterse con una figura quemada, que posiblemente ellos mismos perdieron ese día en el accidente que dices?

—Recuerda que no es algo de lo que estemos seguros. Esperamos que tu creatividad nos ayude un poco.

—A ver, Jabo. ¿De verdad le estás pidiendo a este abuelo que engañe a los de ETA? Yo ya no estoy en esas, teniente.

—No te pido que engañes tú a los de ETA. No les estás engañando porque el San Virila es bueno. Lo que queremos es meter la talla en el mercado sin perderla de vista y seguir el dinero para ver hasta dónde nos lleva.

El abuelo bufó dos veces. Esto va ya más allá de lo que su amor al arte le ha de fiar. Después de años en la parte limpia del mundo, incluso meapilas, el viejo René Van den Berghe, corazón frágil y muy diabético, se mostraba renuente. Azpilcueta no quería abrir la carpeta que guardaba bajo el brazo. Erik miraba hacia ella continuamente mientras hablaba.

—Ya sé, Jabo. No abras la carpeta. Ya he visto la foto antes.

El rostro de René tomó un aire más suplicante y vetusto. Mientras buscaba las palabras, juntó las manos y se aproximó a su alumno aventajado para hablarle en un susurro casi asmático por lo gutural de sus erres:

—Mira, Jabo. No quiero que Nuria me abandone. Es lo último que me puedo permitir ahora, y creo que lo sabes.

—No se me había ocurrido usar malas artes contigo, Erik. Este es un recado de mi comandante, por si no te veías con fuerzas.

—Tú y yo sabemos que ese retablo no fue un trabajo mío.

—Lo sé, porque me lo has explicado hace tiempo, pero la justicia dice que estabas allí y no como un testigo.

—Vale. Deja eso de lado y dime una cosa. Si hay que meterse y contactar con esa gente, ¿quién lo va a hacer?

Azpilcueta no quiso ir más allá de lo estrictamente necesario. De oficio le iba no contestar sobre ciertos asuntos.

—Imagina que yo mismo —dijo secamente.

Amaya abrió los ojos como platos. El amor al arte del picoleto vasco iba por delante, pero de ahí a entrar en la liga de campeones había un trecho. Erik sostuvo la mirada confiada de Azpilcueta durante unos larguísimos segundos que corroboraron lo dicho sobre la mesa. Al final, volvió a suspirar profundamente y, mientras se miraba las manos, dijo en voz baja:

—Pues lo primero es ver si el santo es bueno. Voy a tener que verlo, Jabo.

—Eso está hecho.

El fuego y el combustible

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