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PRÓLOGO

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Dicen que un escritor es lo que ha leído más lo que ha vivido junto a lo que ha inventado.

Desde muy crío me ha gustado leer. Pero, a ciertas edades, no siempre se tiene independencia para elegir lo que se lee. Por eso, quien se atreva a recomendar lecturas a un niño ha de tener cuidado con lo que hace.

Recuerdo mis primeras lecturas con Pinocho, de Carlo Collodi. Yo debía de estar en primero de primaria y a mi tío Pepe, profesor de una escuela mercantil, se le ocurrió aconsejarme la versión original, ni más ni menos, que yo disfrutaría con provecho dada mi inclinación a la lectura. Se me hizo largo —muy largo— ese relato.

Igualmente, después vino Edmondo de Amicis con Corazón y De los Apeninos a los Andes, relato en el que se basó la serie japonesa de Marco. De esos conservo una huella profunda: me hicieron consciente de la importancia de la amistad, la nobleza y los valores familiares, pero también me adentraron en las asperezas de la emigración, tan dura en origen como luego en destino. Así que, como ven, lo responsabilizo a él, a mi tío Pepe, tan de derechas él, de que le saliera este sobrino tan de… Pongan ustedes en ese espacio vacío lo que quieran, porque lo anterior seguirá siendo totalmente verdad.

Nacido en plena Guerra Fría, todo aquello que leí vino a sumarse a lo que viví. El cine de entonces tiene una temática casi exclusiva. Fuera el género el que fuera, todo desembocaba siempre en la lucha por la defensa de los valores de la sociedad occidental. Los japoneses y los chinos eran los malos, se los mirara como se los mirara. Qué decir de los nazis y luego los comunistas, entre quienes la fidelidad se imponía por ley y la disidencia conducía al desastre. Pero en nuestras sociedades democráticas, tanto si lo eran de forma sana o solo en apariencia, podían existir los disidentes, a quienes se toleraba un cierto grado de descreimiento, precisamente por lo descrito de los otros sistemas, con tal de que, a la hora de la verdad, no tuvieran dudas. Todos los héroes del momento —excepto los superhéroes de cómic, claro— eran disidentes intelectuales del régimen y, en la hora crítica, los únicos valores por los que se sacrificaban eran la dignidad, la fidelidad a sus principios y la honestidad. Recuerden los memorables papeles de Bogart, Mitchum o Peck interpretando a Marlowe, Sam Spade u otros en las junglas urbanas de la posguerra, con la conciencia todavía rota por sus acciones durante el segundo de los conflictos mundiales.

A eso hay que añadir la parte más moderna de la Guerra Fría, la tecnología. No les voy a hablar de la fascinación que ejercía un personaje como James Bond, nacido para colmo en la cuna de los espías, Gran Bretaña, sobre la mente hambrienta de historias de un crío en una ciudad pequeña del interior de Argentina, ciudad que, por cierto, había sido cuna y refugio de importantes activistas de la subversión guerrillera de los terribles setenta en aquellos lares.

No es extraño, como comprenderán, que todos los héroes que han andado por este ordenador sean militares, es decir, humanos hasta lo más elemental pero conscientes de que, por eso precisamente, hemos de vivir con valores mínimos autoimpuestos si no queremos que brote el mamífero cabrón que llevamos dentro. Amistad, fidelidad, la palabra dada como obligación moral.

Hablando de tecnología, recuerden quienes puedan a mi adorado Capitán Escarlata, serie británica de muñecos movidos por hilos. Les juro que sigo viendo los capítulos de los años sesenta por internet con el mismo deleite que tenía a los nueve años. Captain Scarlet vivía atado a unos hilos muy cortos. Literalmente.

Hoy en día me dedico a la enseñanza, así que soy consciente —como imaginan— de la responsabilidad con que manejo esos viejos valores. Por eso, algunos me dicen que escriba sobre cosas más próximas a la educación. Les pido siempre disculpas porque la narrativa tiene para mí ese componente de aventura, riesgo y lucha irrenunciable contra enemigos, de los reales y de los que lo son menos, pero presentes y necesarios. Si no, imagínense al primero que contó una historia al público junto al fuego en la caverna. Seguro que eran historias de osos o leones, o de la tribu del otro lado del río. De ahí la palabra rival.

Y ocurrió. En esta historia hay mucho de docencia.

En cualquier caso, les quiero contar de antemano que esta vez sí que me ha salido una historia bastante más cercana a nuestro mundo, el de la ciudad que me verá morir, y también cercana a lo que hago como profesor desde hace ya tres décadas.

Como niño recibí el empujón, la mano guiadora de alguien que quiso ser causa y efecto. El problema radica en entender que primero somos efecto y luego nos volvemos la causa para producir efecto en el siguiente. Somos de pequeños la llama hermosa del fuego, para ir aprendiendo poco a poco que luego, inevitablemente, tendremos que ser el combustible. Que siempre será así. Que, como canta Jorge Drexler, más allá del espectro visible, a lo largo de nuestra vida habremos sido tanto el fuego como el combustible.

El combustible del que está hecha esta historia se llama Emily Brontë, William Faulkner, García Márquez, Jorge Luis Borges, Edgar Allan Poe, Julio Verne, Emilio Salgari, Sven Hassel, Julio Cortázar, Joseph Conrad, Rodolfo Walsh, Hergé, Stan Lee, Hugo Pratt, las hermanas Giussani y, por supuesto, Arturo Pérez-Reverte y Lorenzo Silva, junto a sus colegas británicos John Le Carré y Frederick Forsyth.

Pero también mis abuelos, principio de movimientos de aquí para allá del océano durante cinco generaciones ya. En ambos árboles genealógicos.

Y el hecho, para mí ya indiscutible, de que debe ser uno quien elija dónde y cuándo colocar el arbolito de navidad. No lo que figura en la partida de nacimiento.

Alguien dijo, no recuerdo quién, que un adulto creativo es un niño que ha sobrevivido. Posiblemente Pilar, mi mujer. Nuestros chicos en el cole son hoy el efecto de esto. Trabajamos para que entiendan lo antes posible que el mundo desde siempre ha sido una historia imparable de idas y venidas. Que la historia se vive, no se cambia. Y que si conseguimos que lleguen a sentirse como la llamita hermosa que nos ilumina todos los meses de junio en el patio de las columnas de nuestro colegio, como en cualquier colegio del mundo; si conseguimos que entiendan que son el efecto de nuestro trabajo, se vayan preparando con resignación, es decir, con responsabilidad, para ser en el futuro el combustible que yo ya soy ahora. Y no queda mucho.

Ojalá les guste este relato y me lo puedan decir.

Juanjo Álvarez Carro

El fuego y el combustible

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