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Atxuri, Bilbao

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27 de diciembre de 1980

Bar Txindoki

A las cuatro de la tarde, Jabo Azpilcueta suele sentarse un rato en la mesa junto a la puerta. Como es la más soleada, después de toda la mañana más el mediodía de trajín, se sienta a leer el periódico durante un rato y, si se tercia, cierra los ojos diez minutos sobre la silla, a pesar de que su mujer le insiste en que suba a echarse un rato a la cama. Pero hoy Jabo no duerme. Mientras hace el intento de leer el periódico, da un sorbo a su café. Levanta la vista y observa al sargento de la Guardia Civil que cruza la calle por el paso de peatones. Hace seis meses que viene por el Txindoki, desde que vive en el barrio y no en las viviendas que les ponen en la casa cuartel. Azpilcueta ha preguntado y ha conseguido averiguar que tiene un primo que le presta el piso de Atxuri sin cobrarle más que los gastos. ¡Qué desubicado está! Viene a sabiendas de que no es bien recibido.

Oleiros entra en el bar y busca asiento en un taburete junto a la barra. Pide un café solo a la madre de Aingeru. Marta Yrigoyen es joven todavía. Lo atiende, a pesar de que su marido le ha dicho que no lo haga. Como un designio de su género, ella es pragmática. Sabe a qué ha venido el guardia civil. Esa tarde ha habido bronca por un malentendido en el colegio, así que cuando el niño lo oye hablar con su madre, asoma la cabeza y sale de debajo del mostrador. Se va hacia las escaleras y sube a su casa a toda prisa.

Ambos padres están a punto de entender dónde ha estado el muchacho y por qué ha faltado a alguna clase esa mañana.

—Jabo no ha aprendido todavía, Santiago. Necesita un tiempo.

—Pues está aprendiendo. Y deprisa, por lo que veo.

—Yo me refería al niño, sargento.

—Y yo me refiero al padre, Marta. —Se mete la mano en el abrigo y saca un sobre. La mujer lee el contenido y lo vuelve a doblar.

—¿Se ha llevado usted a mi hijo al ambulatorio hoy? ¿Sin mi consentimiento?

—No necesito tu consentimiento, Marta, para decirle al señor juez que su padre lo maltrata.

—Hoy no es buen día para esto, Santiago —explica la mujer—. Déjame que yo hable con él.

—Ya no, Marta. Tú sabes que ya no. Que aclare si no quiere vivir con el niño. Con esto, el juez inicia el proceso de devolución. Y me lo quedo yo si queréis.

Santiago se sienta a la mesa con Jabo Azpilcueta. Desde arriba, el niño, tumbado en el suelo jugando con los indios de plástico, oye a su padre discutir a grandes voces. No oye lo que Santiago dice. Su padre usa varias veces la palabra txakurra. Y grita cada vez más. No se oye lo que dice Santiago Oleiros cuando habla. No levanta la voz. Su padre le grita. Mucho.

El fuego y el combustible

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