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jueves 19 de marzo

casos confirmados: 89

Ayer os dije que os presentaría a Isabel. Ella es Isabel Pesantes, de 60 años, postrada sobre su carrito, con huellas de quemaduras antiguas en el cuerpo, señales de enfermedad en la piel y la mitad del jirón de la Unión adherida a ella. Vende chicles que lleva en su bolsa, una bolsa negra de plástico. Afirma que vive en Leticia 539, pero a continuación dice que duerme en la calle, en cualquier sitio. Le pregunto si sabe lo que pasa o si alguien le ha explicado por qué hay tan poca gente. Dice que no. Yo no sé cómo hacerlo. Le pido permiso para hacerle la foto y la dejo con unas monedas de más.

Voy fijándome, y como Isabel hay más mujeres y hombres en los que pienso cuando escucho, a las ocho de la noche, la bulla que anuncia el principio del toque de queda. Diga el presidente lo que diga sobre cómo hay que llamarlo.

He mirado la sintomatología de la COVID. Los dolores de glúteos no aparecen. Debe de ser, entonces, la bicicleta. Esta mañana François me ha dejado su bicicleta. He ido a recogerla y luego a Miraflores a recoger el mando del garaje. El camino me ha permitido ver cómo está una de las partes más populares de la ciudad entre los turistas. Y está como el resto, casi vacía. Colas no muy exageradas y de población entre miraflorina y extranjera en el Vivanda de Benavides. Vigilante en la puerta con gel para los clientes, adultos mayores que entran directamente, conversaciones de sala de espera en la vereda.

Me cruzo con Pedro Trujillo y su carrito de pan. Ya ha repartido entre los negocios de la zona los setecientos panes de la Panificadora Colón. Le pregunto de donde viene y me dice que de Villa María del Triunfo, a una hora y media de camino. En Villa María del Triunfo los amigos del Asentamiento Humano Virgen de la Candelaria comentan en feis que, a pesar del toque de queda, la gente ha seguido jugando al fútbol en la losa deportiva. También, que en todos los cerros se veía movimiento de vehículos y de personas.

Sigo un grupo de WhatsApp y una amiga que trabaja en una empresa que da mantenimiento a torres de telefonía va cantando, uno a uno, los técnicos que han salido a resolver incidencias y son detenidos tras las ocho de la noche. Ya van cinco equipos detenidos, ya van seis, ya van siete. Y los llevan a la comisaria. Veo una foto de los detenidos amontonados de cualquier manera en el hall de sabe dios cuál de ellas. Les sueltan tras algunos tratos y hoy cuenta que no sabe cómo resolver el miedo más que justificado de los técnicos que temen que les vuelvan a detener, les sancionen y/o les quiten el brevete por un año.

Bajo a Larcomar. Todos los que hayáis estado en Lima habéis estado en Larcomar. Vacío, todo cerrado a excepción del supermercado. Hablo con un vigilante. Su turno es de doce horas, viene desde San Martín de Porres, tarda casi dos horas en llegar y otras tantas en volver. Prefiero no preguntarle si ve a su familia.

Salgo de Miraflores. Seguro que muchos de los turistas varados están en sus hoteles. Pienso que ya deben estár contando sus historias en otros medios más serios. Si no es así decídmelo e iré a darles mi voz, que tampoco lo estarán pasando bien en estos momentos excepcionales y de incertidumbre para todos.

Llego a Chorrillos, un distrito enormemente variado, con un malecón hermoso que ahora luce vacío. Eduardo Raya está barriendo la calle. Tiene suerte, vive en Chorrillos y apenas tarda en llegar a su trabajo. Tiene que pasar antes por el centro de Abtao, antes de la Curva, para pasar lista. Lo que no entiende es por qué solo le pagan mil soles si a otros les pagan mil doscientos.


Ventura González, pescador de Chorrillos.

Bajo al puerto a ver si hay actividad. Solo veo a un pescador que ha montado su puesto y a dos extranjeros que han llegado en sus bicicletas a comprar pescado. Tres bañistas del barrio disfrutan de una playa casi paradisíaca. La Policía les insta a retirarse sin mayores consecuencias. Aún es temprano, los pescadores han salido en sus botes a las cinco de la mañana y regresarán a las tres de la tarde, pero encuentran dificultades para que lleguen sus compradores, porque la Costa Verde está cerrada. Me lo explica César Benitez, el vigilante. También Ventura Gonzales que tiene ahora sus dos botes chicos, de unos veintidós pies, echando sus redes en la mar. Aprovecha que las cosas están como están para arreglar sus redes, igual que su vecino, Toni Rivas.

He pasado por Alto Perú, una de esas zonas que llaman rojas. Me siento a hablar con Martín y me doy cuenta de que merece una charla más larga. La dejamos aplazada, también la foto. Nos deseamos lo mejor. El barrio está tranquilo, un coche de la Policía se pasea con desgana por las calles más bajas, los vecinos están tranquilos y, como yo, tampoco prestan excesiva atención a las noticias.

Me pregunta Rosa qué vamos a comer, marmitako contesto, y al toque me acuerdo que no tenemos pimientos. Encuentro un mercado en el camino de vuelta y no lo pienso. Fausto Canto me atiende en la verdulería, los limones que ayer estaban a diez hoy están a cinco, el brócoli, sí compro brócoli que al horno queda muy rico, a cuatro, las cebollas rojas a dos cincuenta, la papa a uno ochenta. Parece que todo está bien.

Regreso a casa, el mando del garaje funciona. Noto cierto malestar en las piernas. Recuerdo que me pasó algo semejante cuando lo del Censo Nacional. Hace unos años, con ese motivo, se ordenó la reclusión en casa de todos los peruanos. Le pedí la bicicleta a François y después de unas horas de pedalear sentí el mismo malestar. La última vez que recuerdo haber montado en bicicleta antes de eso, estaba en bachillerato. Estamos hablando de los tiempos del Mundial de fútbol del Naranjito, el del 82, en España.

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