Читать книгу Residuos del insomnio - Juanjo Fernández - Страница 7
ОглавлениеPrólogo
«La catástrofe realmente presente tiene
por ello una función importantísima desde
el punto de vista de la teoría de la verdad:
la catástrofe completa el argumento sencillo
y hace masivamente presente lo que sin ella
tan solo estaría representado. Solventando
el desfase de evidencia entre escuchar consejos
y aprender en carne propia, la catástrofe didáctica
sitúa la verdad epifánica del acontecimiento encima
de la verdad discursiva de la representación.
Así, el problema del aprendizaje mediante
las catástrofes lleva al centro lógico
de la Aufklärung y la modernidad».
PETER SLOTERDIJK,
Eurotaoísmo. Hacia una crítica
de la cinética política
Hace veintitantos años, leí algo que durante estos meses de pánico he recordado a menudo. En uno de sus libros menos valorados, Peter Sloterdijk razona cómo hemos aprendido a asociar catástrofe con aprendizaje, y cómo, acostumbrados a apocalipsis que siempre conseguimos evitar −Three Mile Island, Chernóbil, Fukushima, tsunamis, terremotos, terrorismo−, necesitamos desastres cada vez más graves para rectificar y tomar las medidas necesarias. ¿Qué tiene que ocurrir para que cambiemos? ¿Cuándo vamos a aprender?
La crisis presente es quizá el acontecimiento que ha afectado 1) a más individuos, 2) al mismo tiempo, 3) en la historia de nuestra especie. Las cifras de afectados y muertos no tienen comparación con las producidas por enfermedades más prosaicas, como el paludismo; tampoco con las que han dejado las grandes guerras. Pero lo que esta pandemia tiene de colectivo, el inédito papel que hoy desempeñan las redes sociales, y quién sabe cuántas cosas más, la convierten en una de las mayores catástrofes que recordamos. Predecibles, ansiosos por aplicar la pedagogía de la catástrofe de la que habla Sloterdijk, muchos se han subido a púlpitos precarios para explicarnos todo lo que vamos a aprender, todo lo que va a cambiar, y ya están celebrando que la huella del dióxido de carbono va a disminuir y el calentamiento global se va a frenar. El fotógrafo y cronista español Juanjo Fernández es más pesimista. «La sociedad no cambió, tan solo quedó calata. Una buena ocasión para observarla y contarla», escribe en su última crónica desconfinada. Es la misma conclusión a la que podría haber llegado Sloterdijk, pero ¡qué diferencia en la forma! ¡Qué fácil es seguir a Juanjo por las calles de Lima, los vericuetos del Congreso de la República, la selva de Loreto, los recuerdos familiares, y los bares de la Movida!
En gran medida es fácil seguirlo, porque Juanjo ha sabido crear un buen narrador −ficticio, como todos−, cuya voz hace creíbles sus mensajes; casi todos ellos condenas graves y llenas de compasión por la sociedad: mensajes sobre la cultura, la política y la economía tal como las conocemos. Dicho narrador coincide, en gran medida, con el autor, pero no se deje engañar: este autor siempre intuye cuándo toca poner a salvo la legitimidad del personaje-narrador-Juanjo. Por ello ha dejado fuera de estas crónicas, que cambian al ritmo de los movimientos de la pandemia −fíjese, por ejemplo, en cómo las glosas de fotos van desapareciendo a medida que el libro avanza−, detalles que conoce; sabe que si pone nombres a todos los personajes que salen a escena, si apoya con datos todo lo que afirma, o si remata con un vídeo clandestino la crónica que describe la represión del motín en el penal de Castro Castro (crónica N.º 59), no escucharemos de la misma manera la voz alucinada que nos habla.
El narrador es una especie de uno-que-pasaba-por-aquí, ese recurso literario que en inglés se llama everyman, y en alemán, Jedermann: es como nosotros, pero más ingenuo; nos cuenta lo que va viendo, sorprendido, pero notamos que no se da cuenta de lo raro que es todo; mira con los ojos limpios de prejuicios, y, así, ve las cosas como son. Recuerda en esto a Mr. Chance, a Tartarín de Tarascón o a Bouvard y Pécuchet, personajes simples, balbucientes, entusiastas, víctimas sin saberlo del desajuste entre la promesa de la modernidad y su realidad, y, por ello, irrefutables cuando señalan que el emperador, como la sociedad, está desnudo.
Juanjo se sorprenderá al leer el párrafo precedente −él y yo hemos llegado a un pacto de curiosidades: él no va a leer este prólogo, y yo no voy a leer la versión definitiva de su libro, hasta que este esté impreso; estas observaciones se basan en las crónicas tal como fueron apareciendo en Facebook entre el 17 de marzo y el 30 de junio, 2020−, y quizá se sienta incómodo. Si es así, es porque al escribir y al fotografiar él lo hace entre dos aguas: es artesano y artista, y, como los buenos artesanos, es humilde. En la crónica N.º 25, aborda este asunto fundamental a través de la figura de su padre, y lo que dice sobre este dícelo también sobre sí mismo: lo suyo es arte y oficio. Esta dualidad es conflictiva para Juanjo; lo fue para su padre, y lo es para el Perú, donde la concesión a Joaquín López Antay del Premio Nacional de Fomento a la Cultura «Ignacio Merino», en 1975, abrió heridas que permanecen abiertas.
El artista es pudoroso y partidario de los viejos maestros, los que creían que el arte está delante de la cámara, no detrás; los que no ponían el foco sobre sí mismos, sino sobre lo que retrataban. Al artista le importa la honradez: al fotografiar, utiliza angulares que lo obligan a estar en el lugar que fotografía: si llueven piedras o bastonazos, los recibe; y, al escribir, hace lo mismo: se sitúa a distancia de contagio, donde salpica la realidad.
Y el artesano tiene oficio, hace lo que sabe hacer, y es honrado y eficaz. Cuando fue a documentar la cola en que los viajeros sorprendidos por el cierre de fronteras esperaban para ir al aeropuerto y regresar a España (crónica N.º 20), el autor no escribió sobre los turistas, porque no conocía su situación, se fijó en los dobles nacionales y en los peruanos residentes en España, a los que, tras ocho años en este país, conoce bien. Y lo hizo con respeto y con amor al Perú (si no lo sabe, mire el bien que está haciendo «La Cocha de los Libros–Kuatiaratupakana Ipatsuka», que crea bibliotecas en los lugares más desfavorecidos del país), como extranjero que lo conoce, pero sabe que tiene límites, y no como esos expertos instantáneos que en un mes se hacen especialistas en lo que sea. Ni siquiera cae en ese error habitual entre los sofistas de los Andes: el de ver al Perú como un misterio por resolver.
Este último asunto de la efectividad es importante, porque Residuos del insomnio tiene un objetivo, y su autor está empeñado en cumplirlo. Lo explica a su manera en la crónica N.º 56, aludiendo a una cita que dice no recordar. La cita es esta: «Como Hugo Pratt, Corto Maltés es un anarquista, pero no un revolucionario, porque es demasiado escéptico para creer en las grandes frases que solo traen amargas desilusiones». Juanjo Fernández se identifica con ambos. Dice que ya no trata de cambiar el mundo, que se conforma con no aceptarlo tal cual, con ignorar sus reglas del juego. Dice que, al no creer en nada, se vuelve muy receptivo a las creencias de los demás.
A usted, lectora, lector, le corresponde lograr que el libro alcance su meta. Pero, pase lo que pase, procure que se le pegue la compasión de su autor.
GUILLERMO LÓPEZ GALLEGO*
Lima, octubre, 2020
* Guillermo López Gallego (Madrid, 1978) es diplomático, poeta y traductor de obras literarias.