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sábado 11 de abril

casos confirmados: 951

muertes: 12

Ya he dicho en varias ocasiones que me parece que el gobierno peruano lo está haciendo bien. Otra cosa es que la realidad del país esté preparada para estas medidas o cualesquiera otras que se planteen. Voy hablando de ello más o menos. Pero hoy voy a hacer una crítica constructiva que llega tarde, porque ya se ha corregido. Se reguló que hombres y mujeres salieran en días alternos, en una ilusa pretensión de eliminar a la mitad de la población de las calles, y al tiempo se decretó que los días jueves y viernes −de la Semana Santa− regiría el toque de queda total, además de mantenerse el domingo. La consecuencia ha sido que martes y miércoles la mitad de la población toda, literal, estaba en la calle haciendo compra para los siguientes días que no podría salir. Las imágenes de mercados llenos de mujeres en los barrios más populares disparó nuevamente los comentarios en las redes sociales. Tras la destilación pertinente (y mía, perdónenme si no la consideran justa) los comentarios se traducen en: «estos pobres nos van a matar a todos». Terminaba la crónica N.º 15 preguntando si el país está preparado... de esto hablaba. De una población que vive al día, tanto en sus ingresos, como en sus gastos, y que la respuesta obtenida del estado ha sido secularmente limosnera.

Hoy he salido a comprar. He preferido no esperar la cola de Metro y resolver en establecimientos pequeños, entre populares y pitucos. He podido conseguir lo que necesitaba, pan, café, panela, jamón cocido, chocolate y la paz de espíritu necesaria para escribir todo esto sin que la ansiedad maneje el teclado.

En el camino cruzo el paseo Sanz Peña y dejo a un lado el obelisco dedicado a San Martín, el libertador argentino. Sin quererlo mis pasos empiezan a ser acompañados por pensamientos inconexos sobre la historia del país. Para que os voy a engañar, he leído casi tanto como he olvidado sobre la historia de Perú, no sé si será la edad o los malos hábitos, pero las neuronas de la memoria siempre se me han escondido, o quizás es que ya las uso todas para recordar los cientos de claves entre tarjetas, contraseñas y demás zarandajas de la sociedad de la información. Lo poco que recuerdo es lo mucho que me sorprendió, y no deja de causarme sorpresa, el hecho de que sea una historia construida sobre la base de la narración de derrotas gloriosas y victorias infructuosas. Recuerdo un paseo por Ayacucho. Pasamos ante la casa museo del Mariscal Andrés Avelino Cáceres, que pertenece al Ejército y entramos a visitarla. Un soldadito nos acompañó y sirvió de guía, y fuimos pasando de estancia en estancia; en algunas de ellas nos señalaba retratos para decirnos quiénes eran. Algunos pertenecían a héroes y otros a simples oficiales. Le pregunté por la diferencia entre unos y otros, y me respondió: los héroes dieron su vida por la patria en el campo de batalla. Le pregunté entonces si él prefería ser héroe o ganar la batalla y no lo dudó, se cuadró, sacó pecho y dijo elevando la barbilla, «¡Ser héroe, señor!». Así os va, le dije, pero no pareció entender, los gringos no contamos.

El caso es que con este recuerdo se abrió una peligrosa brecha de pensamiento que me llevó de la Guerra del Pacífico, que enfrentó a Perú con Chile a fines del siglo XIX, y al largo conflicto con Ecuador, desde mediados y hasta a finales del siglo XX, pasando por los enfrentamientos con Colombia o la propia lucha contra el terrorismo senderista. Un campo lleno de minas que mejor sería evitar. Pero si no es ahora, ¿cuándo? La guerra contra Chile está marcada a sangre y fuego en la memoria colectiva peruana. Bolognesi y su último cartucho, y Grau y el Huáscar son presencia obligada en el callejero nacional y cualquier niño o niña conoce sus hazañas. No sé si a los niños también les enseñan, con el mismo entusiasmo, la espantá de Mariano Ignacio Prado, en aquel momento presidente del Perú, que se fue con la plata del país a comprar barcos de guerra y se quedó en París, entre cóctel y cóctel, según dicen sus detractores, que yo no estaba allí para verlo. El resto, salvo los que morían en batalla, parecía no percatarse de que había guerra, hasta que esta llegó a Lima. Algo así como lo que pasaría mucho después, en el enfrentamiento contra Sendero que, me cuentan, aquello era como una cosa lejana hasta que ocurrió el atentado de Tarata. Curioso es que a pesar de saberse todo, vuelvo ahora al mil ochocientos. Prado regresó en tiempos de Cáceres y aún dejó al país hijos como para ocupar a través de su descendencia la presidencia en un par de ocasiones más y algún que otro ministerio y fundación de banco. Lo de volver a la presidencia parece tradición, también. Alan García lo consiguió tras dejar el país en una cola para comprar alimentos entre apagones, cortes de agua y coches bomba.

Me desdigo y dejo las guerras con Ecuador y Colombia para mejor ocasión. Me quedo con mis pensamientos de regreso a casa, humillado por una cola que da la vuelta a dos manzanas y recorro la misma avenida Grau que año tras año ve transcurrir el desfile cívico en el que maestros, empleados de la municipalidad o de los servicios de salud desfilan junto a estudiantes de los colegios del barrio, en un concurso de a ver quién levanta más alta la pierna en el paso ese de la oca. Recuerdo a los niños de Saramurillo, a quienes mañana tras mañana veo cantar el himno nacional formados mientras izan la bandera. Pienso en el amor a la patria tan sincero de un pueblo que se deja gobernar por gobiernos que desconfían tanto de él y te multan si no colocas la bandera el 28 de julio.

Mañana sigo, que todo esto venía también porque ayer me escribió Miguel, desde Santo Tomás, para preguntarme qué pensaba de los tanques en la frontera con Ecuador. Mañana, hoy necesito sosegar mi espíritu.

Residuos del insomnio

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