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2. DERECHO Y LITERATURA

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Derecho y literatura son ámbitos del conocimiento y del hacer humano que parecen en principio alejados uno del otro, y entre los que sería difícil concebir algún tipo de maridaje. “El derecho fija lo real, la literatura abre las puertas de la ficción. De un lado el formalismo de la ley y del otro la fantasía de la imaginación”, dicen Garapon y Salas32, De ahí que “la literatura puede decir lo que quiera, el derecho no siempre”33.

No obstante esa aparentemente difícil asociación entre literatura y derecho, tienen ambas una más que notable atingencia. La palabra es y ha sido herramienta irremplazable del quehacer jurídico, pero lo es también, y radicalmente, del oficio literario. Hay entre ambos un lazo de consanguinidad espiritual, un vínculo nacido de la misma sustancia vivificadora que es la palabra.

Dice a este respecto Giuseppa Ottimofiore que dado que “a través de la palabra el lenguaje funda todo discurso, el derecho y la literatura están necesariamente vinculados”34.

Hallaremos en muchas obras literarias el relato de vidas humanas cuya urdimbre se teje, en mayor o menor medida, con las fibras tensas y dramáticas de un conflicto jurídico. De ahí que se vea en la literatura un singular instrumento de reflexión sobre conceptos jurídicos35.

Una breve mirada al repertorio de grandes hitos de la literatura universal nos permite descubrir en ellos la presencia medular de un conflicto jurídico en torno al cual discurre la peripecia vital de los personajes; la cita puede ser extensa, pero a modo de ejemplo reseñaré solo los más conocidos: Antígona de Sófocles, El mercader de Venecia, de Shakespeare, Fuenteovejuna de Lope de Vega, Rebelión en la Granja de George Orwell, Crimen y castigo de Dostoievski. En estas obras, encontraremos, como razón subyacente del drama narrado, cuestiones de inconfundible enjundia jurídica: la legitimación del Derecho, la interpretación jurídica, la búsqueda ávida y desesperada de la justicia, el conflicto entre derecho y ley, o la sumisión del derecho al poder.

También se habla de una literatura del poder, género que ha sido especialmente cultivado en Latinoamérica; recordemos, por ejemplo, Yo El Supremo, de Roa Bastos, El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias, El otoño del Patriarca, de García Márquez, o, en fin, Conversación en la catedral, La Fiesta del Chivo y Tiempos recios de Vargas Llosa. Diríase que esta modalidad de literatura vale como la crónica del poder omnímodo, arbitrario y dictatorial hecho ley, de la negación del derecho y de la abolición del Estado de Derecho. Son estas novelas, en palabras de Corral “la narración de la arbitrariedad, de la ausencia de los derechos como potestades individuales que nacen de la dignidad de cada ser, de la manipulación del derecho como norma y de la transformación de las constituciones en las hojas de ruta de proyectos autoritarios”36.

Dice Claudio Magris que aunque la literatura parece invadida por una negación del derecho y de la ley, acontece que, a la postre, la creación artística está regida por leyes muy rigurosas, y, desde esta perspectiva, se afirma la afinidad entre literatura y derecho “gracias a la analogía entre derecho y lenguaje”. Esa analogía será más acusada si nos situamos en la perspectiva del positivismo jurídico, pues según esta concepción la aproximación a la norma se hace por los senderos de la lógica del derecho cuya puesta en acción está vinculada a la coherencia gramatical. De hecho, no pocas veces se ha establecido un paralelismo entre la labor del gramático y la del jurista. Para Magris, que sigue en esto a Alessandro Passerin d´Entreves, hay una analogía más profunda: del mismo modo que las gramáticas y los diccionarios, la fonética y la morfología no forman un lenguaje, ocurre lo mismo con la jurisprudencia; ni esta, ni todas las leyes logran atrapar la verdad última de lo que el derecho es, es decir, no dan respuesta a la pregunta final ¿quid ius?37

Otros autores nos invitan a situarnos en una perspectiva interesante y novedosa. Falconi Trávez, por ejemplo, nos habla de “la potencialidad del texto, en tanto que vínculo permanente y tácito del conocimiento humano, más allá de cualquier división disciplinaria o de privilegio histórico. (…) Toda escritura comparte un códice mayor: el lenguaje, que de modo caótico, y aún así ordenado, permite que ciertos textos sean palimpsesto de otros. (…) El intertexto –herramienta fundamental en el comparatismo literario– revela un lenguaje común en dos o más archivos que además de facilitar la contrastación textual (…) permite analizar, desde la teoría, la persistencia de ciertos discursos que legitiman determinados modos de mirar la realidad”38. El citado autor pone el ejemplo de la máxima de Ulpiano, iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuere (la justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo) para decirnos que estuvo ya presente por primera vez en La Odisea en la escena donde Eumeo da de cenar a Odiseo, y, porque la mente del primero apreciaba la justicia, hace del alimento tantas porciones como comensales. Pues bien, según sostiene Falconi Trávez, en ese acto de administración de justicia, de dar a cada uno lo suyo, “radica buena parte de la definición propuesta por Ulpiano. Bajo la lógica intertextual, el interés fundamental no radica en saber quién fue el primer autor en enunciar esta máxima que ha regido jurídica, literaria y vitalmente a las personas durante siglos. Tampoco importa tanto qué disciplina la ha reclamado como suya. En verdad, lo vital está en recabar cómo ese lenguaje común, repetido sistemáticamente en poemas, sentencias o grafitis, ha sido entendido de forma análoga por distintas disciplinas, evidenciando una serie de discursos ideológicos (y contra-ideológicos) que crean un sentido de lo que es justo, veraz y valioso”39.

Es en el mundo anglosajón donde ha despertado especial interés la conexión y relación entre literatura y derecho. John Henry Wigmore, decano de la Northwestern Law School entre 1901 y 1929, y autor de un prestigioso Tratado de la prueba, creyó tempranamente en la asociación entre ambas disciplinas, derecho y literatura. En su opinión, todo jurista debía incluir entre sus lecturas diversas obras de ficción; para ello confeccionó en 1900 una lista (legal novels) de las que consideraba fuente de conocimiento de la naturaleza humana, tan necesario y útil para el jurista. Años después, en 1925, el juez Benjamín Cardozo respaldará ese interés por el encuentro entre literatura y derecho en un artículo –Law and Literature– publicado en The Yale Review.

Durante la década de los años setenta del pasado siglo XX, surge en el seno de las universidades norteamericanas el movimiento Law and Literature Studies, en parte como reacción a otras corrientes de la época, como el análisis económico del Derecho o los planteamientos sociológicos y antropológicos.

Como explica Arsuaga, los planteamientos de esta corriente responden fundamentalmente al propósito o idea de “contrarrestar los riesgos e insuficiencias del modelo positivista en la concepción, práctica y enseñanza del Derecho”40.

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