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Salir de la Base Conjunta solo fue un poco más sencillo que entrar. En cada una de las tres casetas de guardia comprobaron su identidad y llevaron a cabo un registro del vehículo para asegurarse de que era quien decía ser y de que no había robado nada. Después de pasar la tercera de las barreras, tomó la misma ruta que había seguido el autobús local, pero se detuvo mucho antes y aparcó en la cuneta. La carretera tenía multitud de salidas. Estaba la I-395, que llevaba hacia el suroeste. Estaba la autopista del Monumento a George Washington, que iba hacia el noroeste. Estaba la I-66, que llevaba hacia el oeste. Estaba la parte de la I-395 que iba hacia el este, si querías. Y todas estaban tranquilas y el tráfico en ellas era de lo más fluido. Aquel país era muy grande. Estaba la I-95, que recorría el litoral este de arriba abajo. Y también estaba la Costa Oeste, a cinco días, y el vasto interior, vacío y solitario.

«No podían dar con usted, seguro que puede desaparecer de nuevo».

«Un nuevo licenciamiento, esta vez sin honores».

«Que no quiere verle».

Arrancó y volvió al motel.

Los de la camiseta blanca y ajustada ya no estaban. Era evidente que se habían levantado y se habían ido, probablemente tambaleándose. Dejó el coche en la cuneta, a unos doscientos metros. Dejó la llave puesta y las puertas abiertas. O lo robaban un par de gamberros o volvían los de la camiseta. A él le daba lo mismo.

Se acercó hasta la puerta de su deprimente habitación y la abrió. Había acertado. La ducha era de esas de las que sale poca agua y con poca fuerza, las toallas eran delgadas, la pastilla de jabón pequeña y el champú, de los baratos. Aun así, se duchó como pudo y se acostó. Parecía que el colchón fuera un saco relleno de bolitas de plástico y las sábanas estaban húmedas por la falta de uso. Aun así, se quedó dormido enseguida. Se puso la alarma mental para las siete, respiró, exhaló y se quedó dormido.

Romeo volvió a llamar a Julieta.

—Acaba de intentar ponerse en contacto con Turner en Dyer. Pero no lo ha conseguido, claro está.

—Los nuestros no han debido de poder con él en el motel.

—No hay de qué preocuparse.

—Eso espero.

—Buenas noches.

—Buenas noches, sí.

Reacher no consiguió dormir hasta las siete. Una llamada rápida a la puerta lo despertó a las seis. Sonaba a asunto de trabajo. En absoluto amenazadora. «Toc, toc, toquititoc». Seis de la mañana y ya había alguien la mar de contento. Se levantó, sacó los pantalones de debajo del colchón y se los puso. Hacía frío. Se le condensaba el aliento. La calefacción había estado apagada toda la noche.

Fue hasta la puerta, descalzo por la pegajosa moqueta, y la abrió. Una mano enguantada que a punto estaba de llamar de nuevo se retiró a toda prisa. La mano formaba parte de un brazo, que formaba parte de un cuerpo que iba vestido con el uniforme de clase A del ejército, que llevaba insignias del Cuerpo de JAG por todos lados. Un abogado.

Una abogada.

Según la placa que lucía en la parte derecha de su chaqueta, se apellidaba Sullivan. Vestía el uniforme como si fuera un traje de negocios. Llevaba un maletín en la mano con la que no había llamado a la puerta. No dijo nada. No era especialmente baja, pero su línea de visión quedaba justo a la altura de la vieja cicatriz que la bala del 38 le había dejado en el pecho a Reacher, cicatriz que parecía que mirase con preocupación.

Reacher dijo:

—¿Sí?

Había aparcado su sedán de fabricación nacional, de color verde oscuro, frente a la puerta de la habitación. No había amanecido todavía.

—¿El comandante Reacher?

Reacher calculó que tendría alrededor de treinta y cinco años, era comandante como él, tenía el pelo oscuro y lo llevaba corto, y su mirada no era ni cálida ni fría.

—¿En qué puedo ayudarle?

—Se supone que soy yo quien va a ayudarle a usted.

—¿Le han asignado mi defensa?

—Por mis pecados.

—¿Para apelar porque me hayan reclutado, por lo de Juan Rodriguez o por lo de Candice Dayton?

—Olvídese de apelar. Le darán cinco minutos frente a un jurado dentro de un mes, más o menos, pero no ganará. Nadie ha ganado jamás.

—Entonces, ¿por lo de Rodriguez o por lo de Dayton?

—Por lo de Rodriguez. Tenemos que ponernos con ello de inmediato.

Pero no se movió. Bajó la mirada y le miró la cadera, donde tenía otra cicatriz que tenía más de un cuarto de siglo de antigüedad, una estrella de mar blanca, grande y fea que le habían cosido con unos puntos mal dados y que estaba partida por la mitad debido a una puñalada, que también era vieja, pero no tanto.

—Lo sé, estéticamente estoy hecho un desastre. Pero pase de todos modos.

—No, prefiero esperarle en el coche. Hablaremos mientras desayunamos.

—¿Dónde?

—Hay una cafetería a dos manzanas de aquí.

—¿Paga usted?

—Lo mío sí, pero no voy a invitarle.

—¿A dos manzanas de aquí? Podría haber traído café.

—Podría, pero no lo he hecho.

—Vaya, va a ser usted de gran ayuda. Deme once minutos.

—¿Once?

—Es lo que tardo en prepararme por la mañana.

—La mayoría de las personas habría dicho diez.

—Será porque son más rápidas que yo o más imprecisas.

Le cerró la puerta en las narices, volvió hasta la cama y se quitó los pantalones. Tenían buen aspecto. Dejarlos debajo del colchón era lo que más se parecía a plancharlos. Fue al cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Se limpió los dientes, se puso bajo el débil chorro de agua y se lavó con el poco jabón y el poco champú que quedaban. Se secó —las toallas aún estaban húmedas de la ducha de la noche—, se vistió y salió al aparcamiento. Once minutos justos. Era un animal de costumbres.

La comandante Sullivan le había dado la vuelta al coche. Era un Ford, el mismo modelo que el coche plateado con el que había recorrido Missouri días atrás. Se subió al asiento del copiloto. Ella se sentó erguida, puso primera y salió del aparcamiento, despacio, con cuidado. La falda del uniforme le llegaba por la rodilla. Llevaba medias negras y unos sencillos zapatos negros de cordones.

—¿Cómo se llama?

—Supongo que sabe usted leer.

—Me refiero al nombre de pila.

—¿Qué más da? Usted va a llamarme comandante Sullivan.

La respuesta no tenía un tono de voz ni amistoso, ni hostil. Ni inesperado. La mujer no tenía intención de trabar relación personal alguna. Los abogados defensores del ejército eran diligentes, inteligentes y profesionales, pero no estaban de parte de nadie más que del ejército.

En efecto, la cafetería estaba a dos manzanas, pero a dos manzanas muy largas. Giro a la izquierda, giro a la derecha y, luego, hasta un centro comercial dejado de la mano de Dios que había en el arcén de otra carretera de tres carriles. En el centro comercial había una ferretería, una farmacia de genéricos, una tienda de enmarcación, una armería y un dentista al que se podía acudir sin cita previa. La cafetería estaba aislada al fondo, en su propio solar. Era un edificio de estuco blanco cuya decoración interior le sugirió a Reacher que el dueño debía de ser griego y que habría miles de platos en el menú. Lo que, en su opinión, convertía el sitio en un restaurante, no en una cafetería. Las cafeterías eran lugares austeros, sencillos, básicos y tan implacables como un rifle de asalto.

Se sentaron a una mesa que había en un lateral y una camarera les sirvió café sin preguntar, lo que hizo que la opinión que Reacher se había formado del establecimiento mejorase un poco. El menú era un libreto plastificado con páginas casi tan grandes como la mesa. Vio tortitas y huevos en la segunda página y no siguió investigando.

—Le recomiendo que llegue a un acuerdo con el fiscal. Él pedirá cinco años, nosotros uno y la cosa se quedará en dos. Podemos hacer eso. Dos años no son para tanto.

—¿Quién era Candice Dayton?

—No es mi caso. De eso le hablará otra persona.

—¿Y quién era Juan Rodriguez?

—Alguien a quien usted golpeó en la cabeza y que murió como consecuencia de las lesiones que le produjo.

—No me acuerdo de él.

—No es lo mejor que puede decir en un caso como este. Hace que parezca que golpea a tantas personas en la cabeza que no puede diferenciar a las unas de las otras. Dará pie a más preguntas. A alguien podrían darle ganas incluso de confeccionar una lista. Y por lo que tengo entendido, sería una lista muy larga. En su época, la 110 era una unidad sin escrúpulos.

—¿Y qué es ahora?

—Puede que haya mejorado algo. Pero sigue estando lejos de ser excepcional.

—¿Es una opinión personal?

—Lo sé por experiencia.

—¿Sabe algo de la situación de Susan Turner?

—Conozco a su abogado.

—¿Y?

—Aceptó un soborno.

—¿Lo saben con seguridad?

—Hay suficientes datos electrónicos como para poner a flote un buque de guerra. Abrió una cuenta en las islas Caimán a las diez de la mañana de antes de ayer y a las once en punto aparecieron en ella cien mil dólares. La arrestaron a las doce, como quien dice, con las manos en la masa. A mí me parece un caso visto para sentencia. Y algo bastante típico en la 110.

—Da la impresión de que, en general, no le guste un pelo mi antigua unidad. Lo que podría suponer un problema. Porque tengo derecho a una defensa competente. Todo ese rollo de la Sexta Enmienda. ¿Cree que usted es la persona adecuada para el puesto?

—Soy la que le han asignado, así que vaya haciéndose a la idea.

—Por lo menos, deberían mostrarme las pruebas que tienen contra mí, ¿no le parece? ¿No dice también algo sobre eso la Sexta Enmienda?

—No hacía usted mucho papeleo hace dieciséis años.

—Pero algo hacíamos.

—Ya. Ya he visto lo que hay. Entre otras cosas, hacía usted resúmenes diarios. Tengo en mi poder uno en el que dice que iba a entrevistarse con el señor Rodriguez. Luego, tengo un documento de las urgencias de un hospital del condado en el que aparece su admisión ese mismo día, más tarde, con una contusión en la cabeza, entre otras heridas.

—¿Y eso es todo? ¿Dónde está la conexión? Podría haberse caído por las escaleras después de que me fuera. Podría haberle atropellado un camión.

—De hecho, es lo que pensaron los médicos de urgencias.

—El caso no se sustenta. De hecho, no hay caso. No recuerdo nada de lo que me cuenta.

—Sin embargo, se acuerda de unas escaleras por las que el señor Rodriguez podría haberse caído después de que se reunieran.

—Especulación. Hipótesis. Lo he dicho por decir. Como lo del camión. No tienen nada.

—Tienen una declaración jurada hecha por el señor Rodriguez un tiempo después. En ella, dice que fue usted quien le atacó.

Nunca vuelvas atrás

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