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Era fácil reconocer el coche, incluso a cierta distancia. Marca, modelo, forma, color, la ligera deformación de la carrocería en el lado del conductor. Estaba solo en el aparcamiento, a la altura de donde Reacher calculaba que estaba su habitación. Avanzó tres pasos en diagonal hasta el borde del arcén para mejorar su ángulo de visión y vio que de su habitación salían cuatro hombres.

A dos de ellos los identificó con tanta facilidad como al coche. Eran los de la noche anterior. Seguro al cien por cien. Forma, tamaño, color. Los otros dos eran nuevos. Uno de ellos no tenía nada de especial. Alto, joven, idiota. Tan necio como los dos primeros.

El cuarto era diferente.

Parecía un poco mayor que los otros y también un poco más grande que ellos, lo que hacía que fuera casi de la altura de Reacher. En torno al metro noventa y cinco, y a los ciento diez kilos. Pero todo músculo. Muslos potentes, cintura estrecha, un pecho ancho; como un reloj de arena, como un dibujo de cómic. Además tenía los hombros cuadrados y unos brazos que sus grandes pectorales y tríceps empujaban hacia fuera. Como un gimnasta campeón del mundo, solo que el doble de grande.

Sin embargo, lo verdaderamente extraordinario era su cabeza. La llevaba afeitada y daba la impresión de que estuviera hecha a partir de planchas de acero soldadas entre sí. Ojos pequeños y pómulos afilados, y unas orejas pequeñas y cartilaginosas con aspecto de tortellini. Tenía la espalda muy recta y muy ancha. En cierta manera, parecía eslavo. Como un muchacho sacado de un póster de reclutamiento del Ejército Rojo. Como el ideal de la virilidad soviética. Bien podría haber llevado una bandera, con una sola mano, muy alta y con aire orgulloso, con la mirada vidriosa, como si la dirigiera a un futuro dorado.

Los cuatro hombres salieron de la habitación y cerraron la puerta. Reacher siguió adelante. Noventa metros. Ochenta. Un velocista olímpico habría recorrido aquella distancia en unos ocho segundos, pero correr no era lo suyo, ni como atleta olímpico ni de ninguna manera. Los cuatro se acercaron al coche. Reacher siguió adelante. Cada uno abrió una puerta y se metió en el vehículo, dos detrás y dos delante. Reacher siguió adelante. Setenta metros. Sesenta. El coche comenzó a rodar hasta que pegó el morro a la entrada de la carretera de tres carriles, esperando a que no vinieran coches para incorporarse al tráfico. Reacher quería que girase hacia él. «Gira a la izquierda. Por favor».

Pero giró hacia la derecha, se unió al flujo del tráfico y se fue alejando hasta que desapareció de vista.

Un minuto después llegó a la puerta de la habitación, la abrió y entró. No habían tocado nada. No habían roto nada, no habían volcado nada y no habían tirado nada al suelo. Así que no se trataba de una búsqueda minuciosa. Tan solo habían ido a husmear, para llevarse una primera impresión.

¿Cuál habría sido?

Había una bañera mojada, una toalla mojada y ropa vieja metida en las papeleras, además de algunos artículos de aseo personal cerca del lavamanos. Como si se hubiera levantado y se hubiera ido. Lo cual, por otro lado, es lo que le habían ordenado que hiciera. «Así que debería largarse de la ciudad con viento fresco. Ahora mismo. Vamos a venir cada noche y cada vez que lo encontremos aquí, vamos a patearle el culo».

Quizá habían pensado que había hecho caso a sus advertencias.

O quizá no.

Salió de la habitación y fue a recepción. El recepcionista era un hombre nervioso de unos cuarenta años, todo piel y huesos, que estaba sentado en un taburete alto.

—Ha dejado entrar a cuatro tipos en mi habitación.

El hombre se pasó la lengua por los dientes y asintió.

—¿Eran del ejército?

Volvió a asentir.

—¿Le han enseñado alguna identificación?

—No ha sido necesario, tenían toda la pinta.

—¿Hace muchos negocios con el ejército?

—Bastantes.

—¿Como para no hacer preguntas?

—Lo ha entendido, jefe. Con el ejército soy todo sonrisas. Porque tengo que comer. ¿Han hecho algo malo?

—En absoluto. ¿Ha oído algún nombre?

—Solo el suyo.

Reacher no dijo nada.

—¿Puedo ayudarle en algo más?

—Me vendría bien una toalla limpia. Y más jabón, creo. Y más champú. Y podría limpiar mis papeleras.

—Lo que usted diga. Con el ejército soy todo sonrisas.

Reacher volvió a su habitación. No había sillas. Lo que no era una violación de la Convención de Ginebra, pero iba a fomentar que estar confinado allí se convirtiera antes en un incordio para alguien grande e inquieto como él. Además, solo era un motel, sin servicio de habitaciones. No había comedor, ni una cafetería con las cucharillas mal lavadas al otro lado de la calle. Ni teléfono, por lo que no podía pedir comida. Así que volvió a cerrar la puerta y se fue al griego que había a dos manzanas de distancia. Técnicamente, se trataba de una grave infracción de sus órdenes pero, ganase o perdiese, trivialidades como aquella no le iban a pasar factura, ni positiva ni negativa.

Durante el paseo no vio nada, salvo un autobús municipal de los que se alejaban y un camión de la basura haciendo la ronda. En el restaurante, una camarera diferente de la de la mañana le dio una mesa justo al otro lado de donde había estado desayunando. Pidió café, una hamburguesa con queso y un trozo de tarta y lo disfrutó todo. Cuando volvió al motel tampoco vio nada, salvo otro autobús de los que se alejaban y otro camión de la basura haciendo la ronda. Estaba de vuelta en la habitación en menos de una hora. El tipo nervioso le había dejado una toalla nueva, jabón y champú. Las papeleras estaban vacías. Aquella habitación no podía mejorar mucho más. Se tumbó en la cama, cruzó los tobillos, se puso las manos detrás de la cabeza y se planteó echar un sueñecito.

No pudo. Al minuto de que su cabeza hubiera tocado la almohada, tres brigadas de la 75 de la PM llegaron para arrestarle.

Nunca vuelvas atrás

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