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El centinela que Reacher había conocido la tarde anterior volvía a estar en la garita. La guardia de día. Asintió mientras Reacher pasaba por la verja y este siguió caminando hasta la corta escalinata y la puerta recién pintada. El Humvee seguía en el aparcamiento. También el pequeño biplaza descapotable de color rojo. El coche con las abolladuras en las puertas no estaba allí.

En la recepción había otro sargento. La guardia de noche, que debía de estar terminando. Se trataba de un varón blanco y un tanto más reservado de lo que había acabado siendo la sargento Leach. No es que se mostrara hostil, pero era callado y tenía un aire algo censurador, como si fuera una versión ligera de los dos de la camiseta blanca de la noche anterior: «Ha desprestigiado usted la unidad».

—El coronel Morgan ha ordenado que se presente en el despacho 207 de inmediato.

—De inmediato ¿qué?

—De inmediato, señor.

—Gracias, sargento.

El 207 estaba en el piso de arriba, el cuarto a la izquierda, junto al que había sido su propio despacho. O el de Susan Turner. O el de Morgan ahora. En su día, el 207 había sido el despacho de Karla Dixon, la exprimidora de números. Su especialista en contabilidad. La mujer había descubierto un montón de asuntos turbios. El 99 % de las veces, los delitos tienen que ver con el amor, el odio o el dinero y, a diferencia de lo que se cuenta en la Biblia, el dinero es la razón por lo que más se cometen. Dixon valía su modesto peso en oro y Reacher tenía muy buenos recuerdos de aquel despacho.

Subió las escaleras, recorrió el pasillo y pasó frente a su antiguo despacho. En la pared seguía estando la misma plaquita: COM. S. R. TURNER, OFICIAL AL MANDO. Oyó en su cabeza la voz del capitán Weiss y de la comandante Sullivan: «Aceptó un soborno». Puede que hubiera una explicación de lo más inocente. Puede que hubiera muerto un tío lejano y le hubiera dejado las acciones de una mina de uranio. Puede que fuera una mina extranjera, de ahí que se hubiera hecho el ingreso en un paraíso fiscal. En Australia, quizá. En Australia había uranio. Y oro, y carbón, y mineral de hierro. O en algún punto de África. Le gustaría que Karla Dixon estuviera allí. Habría analizado los números y descubierto la verdad en un santiamén.

No llamó a la puerta del 207. No había razón para hacerlo. Aparte de Morgan, debía de ser el oficial de mayor graduación del edificio. Y la graduación es la graduación, incluso en circunstancias tan peculiares como las suyas. Así que entró sin más.

Estaba vacío. Y ya no era un despacho. Lo habían convertido en una especie de sala de conferencias. No había escritorio, sino una gran mesa redonda con seis sillas. En el centro de esta había un aparato con forma de araña negra, probablemente un manos libres para conversaciones en grupo con gente que estuviera lejos de allí. En una de las paredes había un aparador, seguramente para el café y los bocadillos que fueran a servirse durante la reunión. La luz seguía teniendo la misma tulipa redonda de cristal. La bombilla era de esas que ahorran energía y ya estaba encendida, dando una luz débil y paliducha.

Se acercó a la ventana y miró por ella. No había gran cosa que ver. En aquel lado del edificio no había aparcamiento, tan solo un gran contenedor de basura y una pila desordenada de muebles, sillas de escritorio y archivadores. Daba la impresión de que el tapizado de las sillas estuviera hinchado por efecto de la humedad, y los archivadores estaban oxidados. Un poco más allá, estaba el muro y, luego, había una vista decente de la zona este, del cementerio y del río. A lo lejos se veía el Monumento a Washington, del mismo color que la niebla. Detrás brillaba un sol débil, aún bajo.

Alguien abrió la puerta y Reacher se dio la vuelta, esperando ver a Morgan. Pero no era él. Un nuevo déjà vu. Un pulcro uniforme de clase A del ejército, con insignias del Cuerpo de JAG. Una abogada. Su placa identificativa decía que se apellidaba Edmonds. Se parecía un poco a la comandante Sullivan. Morena, delgada, muy profesional, con falda, medias y zapatos sencillos. Pero era más joven que ella. Y tenía menor graduación. Solo era capitana. Su maletín no era tan caro.

—¿Comandante Reacher?

—Buenos días, capitana.

—Me llamo Tracy Edmonds. Trabajo con el MRH.

Eran las siglas de Mando de Recursos Humanos que, en aquella época en la que a las cosas se las llamaba por su nombre, no era más que el Mando de Personal. Aquello hizo que Reacher pensara que había venido para ayudarle con el papeleo. Pagos, detalles bancarios... el lote completo. Pero de inmediato se dio cuenta de que no iban a enviar a una abogada para eso. Cualquier administrativo de la compañía podía encargarse de ello a las mil maravillas. Así que lo más probable era que hubiera venido por lo de Candice Dayton. Era una oficial de menor graduación, le había dado el nombre de pila sin que se lo preguntara y tenía una expresión agradable en el rostro —amistosa y de preocupación—, lo que quizá significara que lo de Candice Dayton no era tan serio como lo de Perrazo.

—¿Tiene algún detalle acerca de la situación de Susan Turner? —preguntó Reacher.

—¿De quién?

—Acaba de pasar usted por delante de su despacho.

—Solo sé lo que he oído por ahí.

—¿Y qué ha oído?

—Que aceptó un soborno.

—¿A cambio de qué?

—Creo que eso es confidencial.

—Es imposible. La han detenido antes del juicio. Por tanto, tiene que haber una causa probable en su informe. ¿O es que el ejército ha dejado a un lado la jurisprudencia civilizada mientras he estado fuera?

—Se dice que se tomó un día libre para poner en claro información importante. Nadie entendió por qué. Ahora sí.

—¿Qué información?

—Arrestó a un capitán de infantería de Fort Hood. Un presunto caso de espionaje. El capitán confesó el nombre de su contacto civil, un extranjero. La comandante Turner no hizo nada con esa información durante veinticuatro horas y el contacto aprovechó el momento para escapar.

—¿Cuándo sucedió eso?

—Hace unas cuatro semanas.

—Pero no la arrestaron hasta antes de ayer.

—Fue cuando el contacto extranjero hizo el pago. Era la prueba que habían estado esperando. Sin él, el retraso podría haberse explicado como incompetencia, pero no como delito.

—¿Han recurrido la prisión preventiva?

—Creo que no.

—¿Quién es su abogado?

—El coronel Moorcroft. De Charlottesville.

—¿Se refiere a la academia del JAG?

Edmonds asintió.

—Da clases de defensa criminal.

—¿Y viene todos los días desde allí?

—No, creo que está alojado en los BIO de Dyer.

Las siglas de Barracones de Invitados para Oficiales, de Fort Dyer. O, ahora, Base Conjunta Dyer-Helsington House. No es que fuera el Ritz, pero tampoco estaba tan lejos de serlo. Y, sin duda, era mucho mejor que un motel de mala muerte en una carretera de tres carriles, a kilómetro y medio de Rock Creek.

Edmonds sacó una silla para Reacher y otra para ella, y se sentaron a la mesa de conferencias.

—Candice Dayton —dijo.

Reacher también se sentó.

—No sé quién es. O era.

—Comandante, me temo que negarlo no es lo más inteligente. Nunca sale bien.

—No puedo decir que recuerdo a alguien a quien no recuerdo.

—Da mala impresión. Refuerza el estereotipo negativo. Y, al final, eso se volverá contra usted.

—¿Quién era?

La capitana Edmonds puso el maletín sobre la mesa y lo abrió. Sacó un archivo.

—Lo destacaron a usted en Corea en varias ocasiones, ¿es así?

—En muchas ocasiones.

—Incluida una en la que cooperó durante un breve periodo de tiempo con la 55 de la PM.

—Si usted lo dice...

—Sí, lo digo. Lo pone aquí, en las fotocopias. Fue cerca del final de su carrera. Fue casi lo último que hizo. Estaba usted en el Campamento Militar Red Cloud, que se encuentra entre Seúl y la zona desmilitarizada.

—Sí, sé dónde se encuentra.

—Candice Dayton era una ciudadana estadounidense que, en aquella época, estaba residiendo temporalmente en Seúl.

—¿Una civil?

—Sí. ¿La recuerda ya?

—No.

—Tuvieron una aventura.

—¿Quiénes?

—La señora Dayton y usted, naturalmente.

—No me acuerdo de ella.

—¿Está usted casado?

—No.

—¿Lo ha estado alguna vez?

—No.

—¿Ha tenido muchas aventuras sexuales en su vida?

—Esa es una pregunta muy personal.

—Soy su abogada. ¿Las ha tenido?

—Por lo general, tantas como me ha sido posible. Me gustan las mujeres. Supongo que es biológico.

—En ese caso, ¿podría haber alguna que no recordase?

—Algunas de ellas intento olvidarlas.

—¿Incluye en esa categoría a la señora Dayton?

—No. Que estuviera intentando olvidarla implicaría que recuerdo de quién se trata, ¿no es así? Y no la recuerdo.

—¿Hay otras relaciones que no recuerde?

—¿Cómo quiere que lo sepa?

—¿Ve? A esto me refiero con reforzar el estereotipo. No le ayudará en el juicio.

—¿Qué juicio?

—Candice Dayton se fue de Seúl poco después de que se marchara usted y volvió a su casa de Los Ángeles, que es de donde era. Se alegraba de volver. Encontró trabajo y le fue bien durante unos cuantos años. Tuvo una hija bastante pronto, que salió adelante y a quien le iba bien en el colegio. La ascendieron en el trabajo y se compró una casa más grande. Todo cosas buenas. Pero, entonces, la economía empezó a ir de mal en peor y la mujer perdió el trabajo primero y la casa después. En estos momentos, vive con su hija en un coche y busca ayuda económica donde puede.

—¿Y qué?

—Se quedó embarazada en Corea, comandante. Su hija también es hija suya.

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