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El altísimo capitán se hizo a un lado y dejó que Reacher pasara por delante de él. El pasillo giraba a la izquierda y después a la derecha. Determinó la geografía de la prisión a partir de lo poco que había visto. Le dio la impresión de que la oficina principal debía de estar después de doblar tres esquinas más. A cierta distancia, todavía. Después vendrían el pequeño vestíbulo cuadrado con las puertas de seguridad y el recepcionista, y la puerta trasera que daba afuera. Antes estarían las salas de interrogatorio, a ambos lados de un pasillo corto y estrecho. Las habitaciones arañadas para polis y sospechosos estarían a la derecha, y a la izquierda estarían las habitaciones más grandes que había visto de camino al pabellón de las celdas. Había dos. Y supuso que eran su destino. Mejor dispuestas, para charlas entre abogados y clientes. La puerta tenía una ventana, un rectángulo estrecho y vertical de vidrio reforzado, centrado por encima del picaporte.

Dejó atrás la primera puerta y miró la ventana, aunque fingió que no lo hacía. Allí estaba la comandante Sullivan, sentada en el lado izquierdo de la mesa, con su uniforme de clase A y las manos entrelazadas sobre su maletín, y siguió caminando, hasta la segunda puerta, donde se detuvo y miró abiertamente por la ventana.

Aquella otra sala estaba vacía.

Ni cliente, ni abogado, ya fuera hombre o mujer.

Ni cara ni cruz.

Al menos, de momento.

Detrás de él, el alto capitán dijo:

—Espere, comandante, es en esta otra sala donde tiene que entrar.

Se dio la vuelta y desanduvo el camino. La puerta no estaba cerrada. El capitán giró el picaporte y la abrió. Reacher escuchó los sonidos que hacía. Un clic metálico, un rechinar preciso al girar sobre las bisagras, el siseo de las juntas de silicona. No muy alto, pero distintivo. Entró. La comandante Sullivan levantó la vista.

—Pulse el timbre cuando haya acabado, abogada —dijo el capitán alto.

Reacher se sentó frente a ella, el capitán alto cerró la puerta y se fue. La puerta no estaba cerrada con llave porque no había picaporte en el interior. Solo una plancha en la que faltaba algo, inesperado, como una cara a la que le falta la nariz. Junto a la jamba había un timbre. «Pulse el timbre cuando haya acabado». La habitación era sencilla y acogedora. No tenía ventanas, pero estaba más limpia y nueva que la sala en la que lo había interrogado el policía. La bombilla daba más luz.

La comandante seguía con el maletín cerrado y con las manos sobre él.

—No pienso representarle en lo de Moorcroft. De hecho, no le quiero como cliente en ningún caso.

Reacher no respondió. Intentaba oír los ruidos del pasillo; que no eran gran cosa, pero cabía la posibilidad de que fuera suficiente.

—¿Comandante? —exclamó Sullivan.

—Soy el cliente que le han asignado, así que vaya haciéndose a la idea —repuso Reacher.

—El coronel Moorcroft es amigo mío.

—¿Fue su profesor?

—Uno de ellos.

—Entonces ya sabe cómo es esa gente. Por dentro, nunca deja de estar en clase. Socráticos, o como quiera que los llamen. Estaba tomándome el pelo por mera diversión. Me llevaba la contraria para pasárselo bien. Así es como es esa gente. Cuando se ha marchado usted, ha dicho que pondría el recurso en cuanto acabara la tostada. Era lo que iba a hacer desde el principio. Pero las respuestas directas no son su estilo.

—No le creo. Esta mañana no se ha interpuesto ningún recurso.

—La última vez que lo he visto salía del restaurante. Dos minutos después que usted.

—¿También niega todo esto?

—Piénselo, abogada: mi objetivo es sacar a la comandante Turner de la cárcel. ¿Cómo voy a conseguirlo si le pego una paliza a su abogado? Me retrasaría, por lo menos un día, si no dos o tres.

—¿Por qué se preocupa tanto por la comandante Turner?

—Me gustó su voz por teléfono.

—Puede que estuviera usted enfadado con Moorcroft.

—¿Le ha parecido a usted que estuviera enfadado?

—Un poco.

—Se equivoca, comandante. Es imposible que pareciera enfadado, porque no lo estaba. Me he sentado tranquilo y paciente. No es el primer profesor con el que trato. Al fin y al cabo, yo también fui al cole.

—Me he sentido incómoda.

—¿Qué le ha contado a Podolski?

—Eso mismo. Que ha habido una discusión y que me he sentido incómoda.

—¿Le ha dicho que me he acalorado?

—Se ha enfrentado a él. Han discutido.

—Pero ¿qué pretendía que hiciera? ¿Qué me cuadrara y saludara? Tampoco es que sea el presidente del Tribunal Supremo.

—Hay unas cuantas pruebas contra usted. Lo de la ropa, en especial. Es de lo más típico.

Reacher no respondió. De nuevo estaba escuchando. Oyó pasos en el pasillo. Dos personas. Ambos hombres. Hablaban en voz baja. Frases cortas y nada controvertidas. Un intercambio de información sucinto y habitual. Los pasos siguieron adelante. No se oyeron puertas. Ni clics, ni rechinares, ni siseos.

—¿Comandante?

—¿Lleva la cartera en el maletín?

—¿Cómo dice?

—Ya me ha oído.

—¿Por qué iba a llevarla?

—Porque no lleva usted bolso, y si no le importa que se lo diga, lleva el uniforme demasiado pegado al cuerpo y no veo que haya bultos en los bolsillos.

La mujer respondió sin quitar las manos del maletín.

—Sí, llevo cartera.

—¿Cuánto dinero lleva en ella?

—No lo sé. Unos treinta dólares.

—¿Cuánto sacó del cajero la última vez que usó la tarjeta?

—Doscientos.

—¿Lleva también un teléfono móvil?

—Sí.

—Entonces, hay tantas pruebas contra usted como contra mí. Está claro que llamó usted a un cómplice y le ofreció ciento setenta pavos para que le pegara una paliza a su antiguo profesor. Puede que porque, en su día, sus notas no fueran perfectas. Puede que todavía estuviera enfadada con él.

—Eso es una estupidez.

—A eso me refiero.

La comandante no respondió.

—¿Qué tales fueron sus notas?

—No fueron perfectas.

Reacher se quedó escuchando de nuevo. En el pasillo no se oía nada.

—El detective Podolski va a ordenar que registren el vertedero. Encontrará su ropa. No le costará. Lo último que llega está arriba del todo. ¿Superará un análisis de ADN?

—Con facilidad, porque no he sido yo.

Más pasos en el pasillo. Suaves, tranquilos, dos personas. Una pequeña procesión, quizá. Una persona que guiaba a otra. Se detienen, una explicación, una frase casual, en tono bajo, a ritmo lento. Puede que: «En esta, coronel, que la otra la están usando». Y ruido de puertas. El clic metálico del picaporte, el rechinar preciso al girar sobre las bisagras y el siseo de las juntas de silicona.

La llegada de un abogado. El de Turner, seguro. Porque, aparte de Reacher, ella era la única clienta que había en aquella prisión. Y la abogada de Reacher seguía en el edificio. Su primera abogada, todavía. Por ahora, todo bien.

«Cara y cara».

«Dos tantos».

—Hábleme de la declaración jurada de Rodriguez —le pidió Reacher.

—Una declaración jurada es una constatación jurada de un hecho.

—Eso ya lo sé. Como le he dicho a su colega, esto no es neurocirugía. De hecho, el nombre técnico es «afidávit», del latín, y significa, literalmente: «Ha declarado bajo juramento». Pero ¿de verdad es útil más allá de la tumba? ¿En el sentido práctico? ¿En el mundo real?

Por primera vez, la mujer quitó las manos del maletín y las dejó caer a los lados. Ambiguo. Como todos los gestos de académicos. «Puede que sí, puede que no».

—En la jurisprudencia estadounidense no es muy habitual confiar en una declaración jurada no confirmada, en especial, si la persona que la juró no puede ratificarse más adelante. Pero se permite si es en interés de la justicia. O en interés de las relaciones públicas, si quiere ser cínico. Y la fiscalía argumentará que, en cualquier caso, la declaración jurada de Rodriguez está confirmada en cierta medida. Tienen el registro diario de los archivos de la 110 en los que se dice que usted fue a verle y tienen el informe médico del servicio de urgencias, inmediatamente posterior. Argumentarán que los tres detalles juntos suponen una narración sin interrupciones y coherente de los acontecimientos.

—¿Y no puede usted rebatir eso?

—Claro que sí, pero nuestros argumentos son muy débiles, poco dinámicos. En cambio, lo que ellos dicen tiene mucho sentido. Sucedió esto, luego sucedió esto otro y, por fin, sucedió esto. Tenemos que quitar el «esto» de en medio y reemplazarlo por algo que no suene muy improbable. Como, por ejemplo, que usted se fue y apareció otra persona en el mismo lugar, a la misma hora y fue ella quien le dio la paliza.

Reacher no respondió. Otra vez estaba escuchando.

—El problema es que si intentamos defendernos y fallamos, el juez se molestará y lo más probable es que dicte una sentencia todavía peor que si hubiéramos llegado a un acuerdo. Y eso es arriesgarse mucho. Mi consejo es que juegue sobre seguro y que acepte el trato. Dos años es mejor que cinco o diez.

Reacher no respondió. Todavía estaba escuchando. Al principio, nada. Silencio a secas. Luego, más pasos por el pasillo. Dos personas. Una seguía a la otra.

—¿Comandante?

Luego, los ruidos de la puerta. La misma puerta. El mismo clic metálico del picaporte, el mismo rechinar preciso al girar sobre las bisagras y el mismo siseo de las juntas de silicona. A continuación, una pausa y los mismos sonidos, pero al revés, porque se cerraba la puerta. Luego, un único tipo de pasos alejándose.

Así que, en ese momento, Turner estaba en la sala de al lado con su abogado y el pasillo estaba vacío.

«Empieza el espectáculo».

—Tengo un problema grave con mi celda, abogada. Tiene que venir a verla.

Nunca vuelvas atrás

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