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El oficial de servicio hizo la llamada y la maquinaria militar se puso en marcha, lejana, invisible y diligente, en la otra punta del planeta, a nueve husos horarios y a casi doce mil kilómetros de distancia, planificando, haciendo informes, preparándose, armándose y repostando. El viejo edificio de piedra de Rock Creek estaba en silencio.

—¿Cuántos agentes de campo hay desplegados? —preguntó Reacher.

—¿En total? Catorce.

—¿El más cercano dónde está?

—En Fort Hood, Texas. Limpiando lo de la comandante Turner.

—¿Cuántos están en situaciones peligrosas?

—Eso es un objetivo móvil, ¿no? Entre ocho y diez, diría yo.

—¿Había estado el coronel Morgan ilocalizable en alguna otra ocasión?

—Este es su tercer día.

—¿Qué tal era la comandante Turner como oficial al mando?

—Era bastante nueva. Solo llevaba unas semanas en el cargo.

—¿Primera impresión?

—Excelente.

—¿Esto de Afganistán es cosa suya o lo heredó?

—Suya. Es lo segundo que hizo cuando vino aquí, después de lo de Fort Hood.

Reacher jamás había estado en Bagram, ni en Afganistán, pero se hacía una idea de cómo funcionaba el asunto. Hay cosas que no cambian. A nadie le gustaba quedarse sentado sin hacer nada, y a nadie le gustaba que los suyos tuvieran problemas. Y menos en las zonas tribales, que eran brutales y primitivas hasta un punto demasiado drástico como para intentar encontrarle la lógica. Así que la misión de búsqueda se llevaría a cabo de buena gana. Pero supondría unos riesgos significativos. Se necesitaría soporte aéreo y una tremenda capacidad de fuego-aire-tierra. Había que mover muchas piezas. Por tanto, tardarían algo de tiempo en planear la misión. Luego, dos horas de vuelo. En cualquier caso, la resolución no sería rápida.

Reacher pasó parte del tiempo de espera caminando. Volvió a su motel, lo dejó atrás y giró a izquierda y derecha por las manzanas largas hasta llegar al centro comercial dejado de la mano de Dios en el que estaba el restaurante griego, que ignoró porque no tenía hambre. Ignoró el taller de enmarcación porque no tenía fotos ni cuadros que enmarcar, ignoró la armería porque no quería comprar ningún arma, ignoró la consulta del dentista a la que podías acudir sin cita previa porque no le dolían los dientes. Entró en la ferretería y compró un par de pantalones de trabajo de lona de color caqui oscuro, una camisa de trabajo de lona azul y un chaquetón de campo acolchado con una milagrosa capa de aislante térmico y, por lo visto, típica de la marca. Luego, entró en la farmacia de genéricos y compró calcetines y calzoncillos, además de dos camisetas blancas, que pensó en llevar una encima de la otra, bajo la camisa de trabajo, porque la tela parecía muy fina y le daba la impresión de que el tiempo no iba a cambiar. Compró también tres paquetes de maquinillas de afeitar desechables —las más pequeñas que tuvieran—, un bote de espuma de afeitar —el más pequeño que tuvieran—, dos paquetes de chicles y un peine de plástico.

Llevó las compras al motel, a dos largas manzanas de allí, y entró en su habitación. La habían arreglado en su ausencia. Habían hecho la cama y habían repuesto los escasos suministros del baño: toallas nuevas —secas, pero que seguían siendo finas—, un jaboncillo nuevo —que seguía siendo pequeño— y un botecito de champú —con la misma composición química de un lavavajillas, como el anterior—. Se desnudó a pesar del frío y metió como pudo su ropa vieja en los cubos de basura, la mitad en el baño y la mitad en el dormitorio, porque los cubos eran pequeños. Luego, se afeitó con esmero y se dio la segunda ducha del día.

Encendió la calefacción que había debajo de la ventana del dormitorio y se secó con una toalla de mano frente a la estridente ráfaga de calor, con intención de reservar la toalla más grande para otra ocasión. Se puso la ropa nueva, las botas viejas y se peinó. Se miró al espejo en el cuarto de baño y le satisfizo lo que vio. Al menos, estaba de lo más limpio, que era lo mejor que podía estar.

«No tardará en estar fuera».

Reacher volvió andando al cuartel general de la 110. Las cuatro capas que le cubrían el torso, además del milagroso aislante del chaquetón, cumplían con su función. No tenía nada de frío. La verja del cuartel general estaba abierta. El centinela de día estaba en la garita. El coche de Morgan volvía a estar en el aparcamiento. El sedán sencillo. Reacher lo había visto la noche anterior con el propio Morgan al volante, remilgado y muy tieso. Se desvió hasta el vehículo y puso la mano en el capó. Estaba templado. Casi caliente. Debía de haber llegado hacía poco.

Eso explicaba el estado de ánimo de la sargento Leach. La mujer estaba en silencio y sentada erguida en la recepción. Detrás de ella, de pie en el pasillo pero inerte y palidísimo, estaba el capitán de servicio. Reacher no esperó a que le dijeran nada. Subió a la planta de arriba. La tercera puerta a la izquierda. Llamó antes de entrar. Morgan estaba sentado al escritorio, con los labios apretados y furioso, casi estremeciéndose de rabia.

—Me alegro de que haya vuelto, coronel.

—Lo que ha hecho le va a costar al Pentágono más de treinta millones de dólares.

—Dinero bien gastado.

—Habrá un consejo de guerra.

—Puede ser. Pero se lo formarán a usted, no a mí. No sé dónde ha servido hasta ahora, coronel, pero aquí no se juega a los soldaditos. Aquí no. No con esta unidad. A pesar de saber que tenía dos hombres en peligro, se ha ausentado durante dos horas. No ha notificado adónde iba y su teléfono móvil estaba apagado. Eso es inaceptable.

—Esos soldados no están en peligro. Van de aquí para allá con una investigación trivial.

—No han llevado a cabo dos verificaciones consecutivas por radio.

—Lo más probable es que estuvieran holgazaneando, como el resto de esta maldita unidad.

—¿En Afganistán? ¿Y cómo holgazaneaban? ¿Yendo de bar en bar y de puticlub en puticlub? ¿Pasando el día en la playa? ¡Despierte de una vez, pedazo de idiota! No hacer la verificación por radio en un sitio como Afganistán es, automáticamente, una mala noticia.

—Fue decisión mía.

—No reconocería usted una decisión ni aunque le mordiera en el culo.

—No me hable así.

—¿O qué?

Morgan no respondió.

—¿Ha cancelado la búsqueda?

Morgan no respondió.

—Y no me ha dicho que estemos buscando en el sitio equivocado, lo que significa que tenía razón. Esos dos soldados están perdidos en los lindes de las zonas tribales. Debería usted haber tomado esta decisión hace veinticuatro horas. Están metidos en un buen problema.

—No tenía derecho para interferir.

—Vuelvo a estar en el ejército. Me han asignado a esta unidad y conservo la graduación de comandante. Así que no estaba interfiriendo. Estaba haciendo mi trabajo, y lo estaba haciendo como es debido. Como he hecho siempre. Debería usted prestar atención y tomar algunas notas, coronel. Tiene usted una docena de soldados desplegados, que viven expuestos y son vulnerables, y eso es en lo único en lo que debería pensar. Día y noche. Debería dejar un número de contacto en toda ocasión, debería tener el móvil encendido siempre y debería estar preparado para responder, sin importarle lo que esté haciendo.

—¿Ha acabado?

—Acabo de empezar.

—¿Entiende que está bajo mi mando?

Reacher asintió.

—La vida está llena de anomalías.

—Pues escúcheme, comandante: sus órdenes han cambiado. A partir de ahora, queda usted confinado a su barracón. Vuelva a su motel y quédese allí hasta nueva orden. No salga de su habitación para nada y por ninguna razón. No intente comunicarse con nadie de esta unidad.

Reacher no dijo nada.

—Ya puede marcharse, comandante.

El capitán de servicio seguía plantado en el pasillo. La sargento Leach seguía en la recepción. Reacher bajó las escaleras y se encogió de hombros mirándolos a ambos. En parte, como disculpa; en parte, como muestra de tristeza; en parte, como gesto militar más universal: «la misma mierda de siempre». Salió del edificio y el frío viento de mediodía le recibió mientras bajaba las escaleras de piedra. El cielo se estaba despejando. Se veían pinceladas de azul celeste.

Bajó la colina caminando y se dirigió a la carretera de tres carriles. Pasó un autobús. De los que se alejaban, no de los que se acercaban. Y siguió adelante, alejándose. Reacher continuó caminando, bajó una cuestecita y subió otra. Vio el motel a lo lejos, a la derecha, a unos cien metros.

Se detuvo.

El coche con las puertas abolladas estaba en el aparcamiento.

Nunca vuelvas atrás

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