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En el aparcamiento del cuartel general había tres sedanes de la marca Chevrolet, dos de los cuales eran viejos, aunque solo uno de ellos era, además, de color azul. Estaba sucio, destartalado y tenía abolladuras y todos los kilómetros del mundo. Pero arrancó bien y no se paraba cuando lo dejabas al ralentí. Lo que resultó imprescindible, porque el tráfico diurno era muy lento. Muchas luces, muchas colas, muchos carriles embotellados. Pero entrar en Dyer fue más rápido que la primera vez. Los centinelas de la entrada fueron relativamente amables. Supuso que la sargento Leach había vuelto a llamar para avisar. Eso significaba que la mujer se estaba convirtiendo en un aliado menor. Y le alegró. Tener un sargento de tu parte hacía que el mundo girase con suavidad y todo fuera más fácil. Mientras que si lo tenías en contra podía hacerte pasar un calvario.

Aparcó y entró en el edificio, donde el ritmo volvió a reducirse. La recepcionista llamó a todos lados, pero fue incapaz de encontrar a Moorcroft. Ni en los BIO, ni en las oficinas legales, ni en la prisión o las celdas. Lo que solo dejaba un sitio en el que buscar. Reacher se internó por el complejo hasta que vio un cartel con una flecha en el que ponía: CLUB DE OFICIALES. Era tarde para desayunar, pero los desayunos tardíos son el hábitat natural de los oficiales de alta graduación que suelen estar en segundo plano. En especial, los oficiales de alta graduación que suelen estar en segundo plano y que, además, son los típicos listillos académicos que están de visita.

El comedor del club de oficiales era un sitio agradable y poco estimulante, con el techo bajo, largo y amplio, renovado hacía poco, posiblemente por la misma persona que diseñaba los comedores de las cadenas hoteleras de medio pelo. Gran cantidad de madera clara y tela de un tono verde ni claro ni oscuro. Muchos divisores entre mesas y, por tanto, muchas zonas separadas en las que sentarse. El suelo estaba enmoquetado. Las ventanas tenían persianas venecianas, abiertas más o menos por la mitad. Recordó un chiste que le gustaba contar a su antiguo colega Manuel Orozco: «¿Cómo se hace una persiana veneciana? Pues, primero hundes una góndola...», seguido de: «¿Y cómo se hace un brazo de gitano? Pues cortándoselo a uno y rellenándolo con nata». Momento en el que David O’Donnell empezaba a explicar que los brazos de gitano no tienen nada que ver con los gitanos, sino que los trajeron de Egipto. En la Edad Media. Era como la tarta Victoria, pero montada de manera diferente. O’Donnell era tan pedante que, a su lado, Reacher parecía normal.

Siguió adelante. La mayor parte de las zonas para sentarse estaban vacías, pero Moorcroft se encontraba en una de ellas. Era un hombre bajito y rechoncho de mediana edad con expresión amistosa, vestido con uniforme de clase A, con el apellido en grande sobre el bolsillo del pecho derecho. Estaba comiendo una tostada en una mesa aislada para cuatro.

Frente a él estaba sentada la comandante Sullivan, la abogada que le habían asignado para el caso de Perrazo. Ella no estaba desayunando. Ya lo había hecho, con él, en el restaurante griego. Tenía una taza de café en las manos, nada más, y hablaba y escuchaba de manera la mar de deferente, tal y como suelen conversar los comandantes con los coroneles, o los estudiantes con sus profesores.

Reacher se entrometió en la zona íntima, cogió una silla y se sentó a la mesa entre ambos.

—¿Les importa que me siente?

—¿Quién es usted?

—Es el comandante Reacher —respondió ella—. Mi cliente. La persona de la que le hablaba.

Su tono era de lo más neutro.

—Si tienen ustedes temas que tratar, estoy seguro de que la comandante Sullivan no tiene inconveniente en citarse con usted en un momento más adecuado.

—Es con usted con quien quiero hablar.

—¿Conmigo? ¿De qué?

—De Susan Turner.

—¿Acaso tiene algún interés?

—¿Por qué no ha recurrido su prisión preventiva?

—Antes de hablar de los detalles, tiene que explicarme cuál es su interés legítimo en ella.

—Cualquier ciudadano tiene interés legítimo en que se aplique la ley como es debido en los procesos contra otros ciudadanos.

—¿Es que considera que mi manera de actuar hasta el momento ha sido incorrecta?

—Creo que eso podré determinarlo mejor después de que haya respondido a mi pregunta.

—La comandante Turner se enfrenta a unos cargos muy serios.

—Pero se supone que la prisión preventiva no ha de ser punitiva. Se supone que no ha de ser más rigurosa de lo que sea necesario para asegurar la presencia de la acusada en el juicio. Eso es lo que dice la regulación.

—¿Es usted abogado? No me suena su nombre.

—Era PM. De hecho, lo soy, supongo. Vuelvo a serlo. Por tanto, sé mucho sobre leyes.

—¿De verdad? ¿Igual que un fontanero entiende de mecánica de fluidos y de termodinámica?

—No hace falta que se haga el listo, coronel. Tampoco es neurocirugía.

—Ah, bien, pues ilústreme.

—La situación de la comandante Turner no justifica la prisión preventiva. Es una oficial en activo del ejército estadounidense. No va a salir huyendo.

—¿Es una garantía personal?

—Casi. Es la comandante de la 110 de la PM. Como lo fui yo. Yo no habría huido. Y tampoco lo hará ella.

—Entienda que en este caso hay tintes de traición.

—En este caso puede, pero no en el mundo real. Nadie está hablando de traición. O no la habrían traído a Dyer. Ya estaría en el Caribe.

—Sea como fuere, no es una multa por exceso de velocidad.

—No va a huir.

—Se lo pregunto de nuevo: ¿es una garantía personal?

—Es una aseveración calculada.

—¿La conoce siquiera?

—Apenas.

—Pues ocúpese de sus asuntos, comandante.

—¿Por qué ella le dio instrucciones para que me impidieran visitarla?

—Técnicamente, no lo hizo. Esa orden la pasó el abogado de oficio. En un momento indeterminado de la última hora de la tarde. Por tanto, la restricción ya estaba impuesta antes de que yo me hiciera cargo del caso, lo que sucedió a la mañana siguiente. Ayer.

—Me gustaría que le pidiera que lo reconsiderase.

El coronel Moorcroft no respondió y la comandante Sullivan se dirigió a Reacher.

—La capitana Edmonds me ha dicho que se ha reunido con usted. Por lo del asunto de Candice Dayton. Me ha contado que le ha aconsejado que dé el primer paso. ¿Lo ha hecho ya?

—Ya me pondré con eso.

—Debería ser su prioridad. En los casos como ese, los matices cuentan.

—Ya me pondré con eso.

—Estamos hablando de su hija. Vive en un coche. Es más importante que la preocupación teórica por los derechos humanos de la comandante Turner.

—La muchacha tiene casi quince años y vive en Los Ángeles. No me cabe duda de que no es la primera vez que duerme en un coche. Y, si de verdad es mi hija, no le va a pasar nada por seguir viviendo en un coche un par de días más.

El coronel Moorcroft dijo:

—Creo que lo que la comandante Sullivan y la capitana Edmonds quieren hacerle ver es que quizá no tenga uno o dos días más. Dependiendo de lo que decidan hacer los fiscales con lo del caso de Rodriguez, claro está. Supongo que se están frotando las manos, porque no podrían tener el tema más de cara: pruebas claras y un enfoque desastroso.

—Lo de las pruebas claras es una gilipollez así de grande.

El hombre sonrió con aire experimentado e indulgente.

—No es el primer defendido al que le oigo decir eso, ¿sabe?

—El tipo está muerto, pero se supone que he de defenderme de los cargos que me achaca en un papel. ¿Es eso legal siquiera?

—Es una desafortunada anomalía. La declaración jurada es anterior a que el hombre muriera. Así son las cosas. No se le puede interrogar de nuevo.

Reacher miró a la comandante Sullivan. Al fin y al cabo, era su abogada. Ella dijo:

—El coronel tiene razón. Ya se lo he dicho, puedo conseguirle un trato. Debería aceptarlo.

Tras eso, ella se marchó. Acabó el café de un trago, se levantó, se despidió y se marchó. Reacher observó cómo se iba y volvió a dirigirse al coronel:

—¿Va a apelar la prisión preventiva de la comandante Turner?

—Sí, lo cierto es que voy a hacerlo. Voy a pedir que la confinen en el distrito militar de D. C., y espero conseguirlo. No tardará en estar fuera.

—¿Cuándo va a hacerlo?

—Me pondré con el papeleo en cuanto acabe de desayunar, si me deja.

—¿Cuándo tomará una decisión?

—Yo diría que hacia mediodía.

—Me parece bien.

—Le parezca bien o mal, comandante, no es asunto suyo.

El coronel Moorcroft estuvo comiendo miguitas del plato durante un minuto. A continuación, se puso de pie y dijo:

—Que tenga un buen día, comandante.

Salió del club de oficiales andando despacio. Caminaba como un pato. Mucho más académico que militar. Pero no era un mal tipo. Daba la impresión de que tuviera buenas intenciones.

«Samantha Dayton».

«Sam».

«Catorce años».

«Ya me pondré con eso».

Reacher recorrió el complejo en dirección norte hasta llegar a la prisión, donde, en aquella ocasión, había otro capitán. No era Weiss, el de la noche anterior. El del turno de día era un negro con nariz aguileña que mediría dos metros diez, aunque estaba delgado como un lápiz, y se sentaba como podía en una silla que era demasiado pequeña para él. Le dijo que quería visitar a Susan Turner y el soldado consultó la carpeta verde de tres anillas, tras lo que le denegó el paso.

El que no arriesga no gana.

Reacher volvió donde había aparcado el viejo Chevy de color azul, lo condujo hasta el cuartel general de la 110 y lo aparcó en la misma plaza en la que lo había cogido. Entró en el edificio para devolverle la llave a la sargento Leach. Otra vez estaba agitada. Nerviosa, estresada, tensa. No es que fuera terrible, pero sí visible.

—¿Qué le sucede? —preguntó Reacher.

—El coronel Morgan no está.

—Lo dice como si fuera algo malo.

—Le necesitamos.

—Pues no sé para qué.

—Es el oficial al mando.

—No, el oficial al mando es la comandante Turner.

—Y tampoco está.

—¿Qué sucede?

—Los dos soldados que tenemos en Afganistán tampoco han realizado la siguiente verificación por radio. Han pasado cuarenta y ocho horas desde la última vez que supimos algo de ellos, por lo que hay que hacer algo. Pero Morgan no está.

Reacher asintió.

—Es posible que le estén metiendo otro atizador. Por el culo. Lo más probable es que se trate de un procedimiento largo.

Y luego tiró por el pasillo, hasta el despacho 103. El del capitán de servicio. Seguía allí, detrás de su enorme escritorio; guapo, sureño y preocupado. Sus garabatos eran más deprimentes que antes.

—¿Morgan no le ha dicho adónde iba?

—Al Pentágono. Para una reunión.

—¿No ha dicho nada más?

—No ha dado detalles.

—¿Le ha llamado allí?

—Por supuesto. Pero es un sitio gigantesco. No consiguen dar con él.

—¿No lleva móvil?

—Apagado.

—¿Hace cuánto que se ha ido?

—Casi una hora.

—¿Qué tiene pensado pedirle?

—Que me autorice la petición de un grupo de búsqueda, claro está. Cada minuto es crucial. Y tenemos a mucha gente allí. La 1.ª División de Infantería. Las Fuerzas Especiales. Helicópteros, drones, satélites, todo tipo de vigilancia aérea.

—Pero no sabe usted dónde están los suyos ni qué se supone que están haciendo.

Asintió y señaló el piso de arriba con el pulgar.

—La misión está en el ordenador de la comandante Turner. Que, ahora, es el ordenador del coronel Morgan. Y está protegido con contraseña.

—¿Pasan todas estas verificaciones por la base aérea de Bagram?

Asintió de nuevo.

—La mayoría de ellas son para proporcionar datos rutinarios. Bagram nos envía transcripciones. Pero si hay algo urgente, entonces nos llaman directamente a nosotros, al cuartel. Por una línea telefónica segura.

—¿Qué fue lo último que transmitieron? ¿Rutinario o urgente?

—Rutinario.

—De acuerdo. Llame a Bagram y pídales una estimación de cuál era su situación cuando llamaron la última vez.

—¿Cree que en Bagram sabrán eso?

—Los que se encargan de la radio suelen entender de todo eso. Por el sonido y la fuerza de la señal. Por una corazonada, a veces. Es su trabajo. Pídales que hagan una estimación, con unos ocho kilómetros de error.

El capitán cogió el teléfono y Reacher volvió a la recepción y le dijo a la sargento:

—Pásese los próximos diez minutos llamando a todo el que conozca en el Pentágono. Que hagan presión en toda la cancha para localizar a Morgan.

La sargento levantó el teléfono.

Reacher se quedó esperando.

Diez minutos después, la sargento no tenía nada. Lo que no era sorprendente. El Pentágono tiene más de veinticinco kilómetros de pasillos y más de trescientos cincuenta mil metros cuadrados de oficinas, ocupados por más de treinta mil trabajadores. Intentar dar con un persona en concreto era como encontrar una aguja en el pajar con más secretos del mundo.

Reacher volvió al 103. El oficial de servicio le dijo:

—En la sala de radio de Bagram dicen que los nuestros estarían a unos trescientos treinta kilómetros. Puede que a unos trescientos cuarenta y cinco.

—Es un comienzo.

—No creo. No saben en qué dirección.

—En caso de duda, haz una suposición aventurada. Ese era siempre mi principio operativo.

—Afganistán es un país grande.

—Lo sé. Y, por lo que me han dicho, es desagradable estés donde estés. Pero ¿dónde es peor?

—En las montañas. En la frontera con Pakistán. En las zonas tribales pastunes. Al noroeste, fundamentalmente. Desde luego, nadie lo consideraría un parque de atracciones.

Reacher asintió.

—Y ese es el tipo de sitios a los que se envía a la 110. Llame al comandante de la base y pídale que ordene una búsqueda aérea, empezando a partir de unos trescientos treinta y cinco kilómetros de Bagram.

—Podría ser una dirección completamente errónea.

—Ya le he dicho que es una suposición aventurada. ¿Se le ocurre algo mejor?

—En cualquier caso, tampoco van a hacerlo. No porque yo se lo pida. Para algo así se necesita, por lo menos, a un comandante.

—Pues pronuncie el nombre de Morgan en vano.

—No puedo hacerlo.

Reacher se quedó escuchando. En el más absoluto silencio. No venía nadie. El oficial de servicio esperó, apretando el puño a medio camino entre su regazo y el teléfono.

«Vuelve a estar usted en el ejército, comandante».

«Conserva la graduación, de momento. A efectos administrativos, está usted asignado a esta unidad».

—Pues dé mi nombre.

Nunca vuelvas atrás

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